EDICIÓN 176 - FEBRERO 2014
MURIÓ CARLOS MENEM

La década extraviada

Por José Natanson

Desde que Eric Hobsbawm decidió que el siglo XX duró sólo 77 años, entre el estallido de la Primera Guerra en 1914 y el colapso de la Unión Soviética en 1991, se ha puesto de moda redefinir los períodos históricos con ingeniosa flexibilidad: digamos entonces que la década del 90 comenzó en Argentina el 27 de marzo de 1991, con la sanción de la ley de convertibilidad, y concluyó el 20 de diciembre de 2001, con la caída de Fernando de la Rúa. Y que desde hace ya un tiempo, en ese mundo desordenado y salvaje pero anticipatorio que son los blogs y las redes sociales, viene circulando una pregunta: ¿cómo contar los 90? O, mejor aún, cómo contarlos sin lugares comunes ni demonizaciones vacías pero superando la superficie de la nostalgia por los consumos culturales, las frenys de Pumper Nic, los discos de Los Redondos o el soft-porno de madrugada en el viejo VCC.

La literatura de treintañeros ya dio sus primeros pasos. En Los años que vive un gato, Violeta Gorodischer retrata las hipocresías y disfuncionalidades de una familia de clase media y se vale del menemismo como el ecosistema oleaginoso en el que se producen los cambios. En Alta rotación, Laura Meradi nos pasea por los trabajos más insoportables del mundo –vendedora de tarjetas de crédito, mesera, empleada de un call-center bilingüe– para dar forma a la mejor crónica escrita hasta ahora sobre la flexibilidad laboral. En la contratapa de Los años felices, Sebastián Robles se pregunta: “¿cómo narrar una época sin olvidar que la odié profundamente pero también la amé en secreto?” (1).

Obligadas a procesos de validación más o menos científicos y a menudo entrampadas en pesados mecanismos burocráticos, límites institucionales y guerras de vanidades, las ciencias sociales no han parido hasta ahora una mirada global sobre los 90. Hay sí excelentes análisis de algunos de sus aspectos fundamentales, desde los nuevos pobres a los cambios experimentados por el peronismo, de las denuncias de corrupción a la extranjerización de la economía, pero no una historia general que integre todas estas facetas en un todo y permita, desde ahí, entender lo que está pasando hoy. 

Dos reformas

Revisemos primero lo básico: los 90 pusieron punto final al modelo estadocéntrico, habilitaron el salto tecnológico y consolidaron una catástrofe social, en el marco de la transformación económica más monstruosa del último medio siglo. Fue también en esos años cuando el poder militar terminó de subordinarse al poder civil, cuando se consolidó la democracia y cuando Argentina se dio a sí misma –¡finalmente!– una moneda, el peso, que contra todo pronóstico sobrevivió a la crisis de principios de siglo XXI (en rigor, muchas de las monedas hoy vigentes en los países latinoamericanos fueron “inventadas” en los 90: el nuevo sol peruano en 1991, el peso uruguayo en 1993, el real brasileño en 1994). 

¿Cómo entender entonces los 90? ¿Desde qué punto de vista enfocarlos? Una vía interesante y no muy explorada consiste en analizar aquellas reformas que luego, ya en otro tiempo histórico, permitieron avances virtuosos: aquello que sobrevivió positivamente de la década y que ayudó a empujar las conquistas del siguiente período. Sin pretender agotar la lista, quisiera agregar a las políticas más mencionadas –el ahogamiento presupuestario de los militares y la firma del tratado constitutivo del Mercosur– dos reformas más: se trata en ambos casos de transformaciones tecnocráticas que, sin embargo, resultaron fundamentales para los cambios implementados a partir del 2003. Y fueron, no casualmente, dos centralizaciones.

La primera es la unificación federal de las cajas jubilatorias. Comenzó en 1990, cuando las diferentes cajas provinciales y sectoriales, casi todas ellas colapsadas, convergieron en el Instituto Nacional de Previsión Social (INPS). Dos años más tarde, en 1992, se creó el Sistema Único de la Seguridad Social (SUSS) bajo control de la flamante Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses), que pasó a concentrar, además de casi la totalidad del sistema previsional, las asignaciones familiares, los programas de empleo y las pensiones no contributivas. Después, por supuesto, se procedió a la privatización, pero lo que quiero subrayar aquí es que la eficiencia de un instrumento concebido para un objetivo ciertamente negativo –el ingreso del capital privado al sistema jubilatorio– pudo ser utilizado luego para fines más nobles: el kirchnerismo, en efecto, aprovechó la moderna estructura de la Anses para ampliar la cobertura previsional, estatizar casi de un día para el otro las AFJP y lanzar, también en poquísimo tiempo, la Asignación Universal, el Plan Conectar Igualdad, el Procrear y, más recientemente, el Progresar. Tanto es así que la Anses, de indudable perfil técnico, se convirtió en el trampolín político para dirigentes como Sergio Massa y Amado Boudou. 

Mi tesis es simple: sin la modernización tecnocrática de los 90, sin la informatización, la homogeneización de los trámites y la descentralización de la atención al público a través de una red de oficinas de la Anses distribuidas por todo el país, los avances del kirchnerismo hubieran sido más difíciles, más costosos o más lentos.

El otro caso interesante es el de la recaudación impositiva, que a comienzos de los 90, y por obvio efecto de la crisis, estaba por el piso. En 1996 se fusionaron la Aduana, la Dirección General Impositiva y la Dirección General de Recursos de la Seguridad Social en una sola entidad, bautizada AFIP. Se unificaron las alícuotas, se eliminaron lo que los neoliberales llaman “impuestos distorsivos” y se simplificaron los trámites. La presión impositiva pasó del 13 por ciento en 1989 a más del 20 en los mejores años de la convertibilidad, aunque con un sesgo muy regresivo, pues el nuevo esquema elevó el IVA al 21 por ciento y redujo los impuestos al capital (se suprimieron los aportes patronales, por ejemplo). Fue también el inicio de un proceso de informatización basado en el software libre y realizado casi enteramente con recursos propios, que le ha hecho declarar a Axel Kicillof que el centro informático de la AFIP hoy parece la NASA. Y fue también en esa época cuando apareció el primer sheriff impositivo de la historia argentina, Carlos Tacchi, que prometió “hacer mierda a los evasores” y que es el antecedente directo de las persecuciones en las playas, los embargos a automóviles de lujo y las fotos aéreas que hicieron famoso a Santiago Montoya: la contribución de ambos pintorescos personajes a la creación de una cultura tributaria argentina debería ser valorada. 

Pero no nos desviemos. Lo que quiero plantear es que la modernización de los instrumentos recaudatorios iniciada en los 90 fue decisiva para que el kirchnerismo, en un contexto económico muy diferente, lograra elevar la presión impositiva al fabuloso 37 por ciento del PBI de la actualidad, con todos sus efectos en cuanto a disponibilidad de recursos fiscales, fortalecimiento del Estado y equilibrio de las cuentas públicas (aunque con pocos avances en la construcción de una estructura menos regresiva). Igual que con la Anses, el camino fue la centralización, la digitalización y la construcción de organismos con autonomía operativa y diferenciación burocrática: los trabajadores de ambas entidades no forman parte del sistema general de los ministerios y cuentan con esquemas de carrera meritocráticos, sindicatos diferentes y salarios más altos (2). 

El busto de Menem

Las dos reformas mencionadas son un ángulo posible para entender mejor los 90 y considerar no sólo los cambios sino las continuidades, en el contexto de un país adicto a las rupturas y poco inclinado a progresar por vía de la acumulación. Pero cuidado: el riesgo, para quienes hoy rondamos la treintena y nos acercamos –peligrosa, dramáticamente– a los 40, es caer en las miradas indulgentes propias de nuestra educación sentimental. Si de política se trata, conviene ser claros y huir de los enfoques azucarados: la de los 90 fue una década negativa desde casi todos los puntos de vista. 

Dicho esto, creo que vale la pena revisitar el período para extraer algunas conclusiones sobre la Argentina de hoy e incluso sobre la Argentina que se viene. Y en este sentido el primer razonamiento podría ser un contraste, el que separa la figura de Alfonsín, alrededor de la cual se ha construido un curioso consenso multipartidario en torno a un líder aparentemente desprovisto de contradicciones, aristas amenazantes y ángulos problemáticos (el Alfonsín esférico), frente a un Menem que opera como el culpable absoluto de todos los males, del pasado y del presente. Aclaremos, una vez más, que esto no exculpa al ex presidente, responsable de mucho de lo peor de aquellos años, pero agreguemos también que es fácil detectar detrás de estos mecanismos de creación de sentido común colectivo una forma sutil de des-responsabilización social. Como sabemos los adeptos al extravagante hobby semanal de clases medias que es el psicoanálisis, un poco de negación siempre es necesario para seguir avanzando. 

En una nota publicada en la edición especial de el Dipló por los 30 años de democracia, Martín Rodríguez se preguntaba quién se animaría a inaugurar, como hizo Cristina Kirchner con el de Alfonsín, el busto de Menem en la Casa Rosada. Mi respuesta sería: la generación que se prepara para llegar al poder –los Scioli, los Massa, los Insaurralde– está llamada a hacerlo. Se trata, ya lo hemos dicho, de una camada de dirigentes nacidos y criados en los años de Menem pero que se hicieron grandes durante el kirchnerismo. Expresión del mix entre política, espectáculo y deporte típica de los 90, son también líderes desideologizados y flexibles, tan populares como conservadores. Con un botín clavado en cada década, quizás alguno de ellos se anime a estrenar en un mismo acto los bustos de Menem y Kirchner, y en ese caso estarían haciendo justicia con sus propias trayectorias. Pero parece improbable: la sociedad difícilmente valore una operación simbólica de estas características y una de las claves del éxito de esta generación de políticos es la atención extrema a una opinión pública a la que nunca osan controvertir, un vicio en el que curiosamente no incurría ninguno de sus dos maestros.

1. Véase la nota “La década narrada” publicada en el suplemento Ni a palos, 20 de octubre de 2013.

2. Una interesante historia de los cambios en Alexandre Roig, “La Dirección General Impositiva de la Agencia Federal de Ingresos Públicos de la Argentina”, Working Paper Series, Princeton University, septiembre de 2008.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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