EDICIÓN 179 - MAYO 2014
EDITORIAL

¿Para qué cambiar lo que más o menos funciona?

Por José Natanson

Parecen noticias dispersas, incluso menores en la montaña rusa de un país en el que todos los días pasan cosas, pero conviene detenerse en ellas: me refiero a la participación del Ejército en tareas civiles ilustrada por la foto de un batallón de soldados trabajando en villa La Carbonilla, al reemplazo de gendarmes por militares en el Operativo Escudo Norte, a las declaraciones de Daniel Scioli acerca de la conveniencia de discutir la posibilidad de que las fuerzas armadas intervengan en asuntos de seguridad pública y a los pedidos de diferentes dirigentes opositores para que se restablezca el servicio militar obligatorio. Aparentemente inconexas, todas estas iniciativas refieren a dos riesgos que en realidad son uno solo: un incipiente proceso de politización de los militares junto a otro de militarización de la seguridad pública. 

Veamos.


Politización
 


A diferencia de casi todos los países de América Latina, la transición a la democracia no se apoyó aquí en un pacto entre los militares y el poder civil sino que se produjo por derrumbe: la huida vergonzosa de una dictadura que había cometido los crímenes más terribles, que no tenía un milagro económico para mostrar, así sea un milagro discutible como el de Brasil o Chile, y que había sido derrotada en una guerra contra una potencia extranjera (1). La consecuencia de este caso único fue un margen de maniobra también único para que Raúl Alfonsín avanzara en el proceso de juzgamiento de los represores y asegurara el control civil de las fuerzas armadas, una política que continuó con Menem, que aplastó el último levantamiento carapintada, eliminó el servicio militar obligatorio y decretó la asfixia presupuestaria, y por Kirchner, que impulsó los juicios por violaciones a los derechos humanos y protagonizó actos de un enorme valor simbólico, como la orden de bajar el retrato de Videla del Colegio Militar: mucho más que un símbolo de repudio a la represión ilegal, el gesto mostró cómo la autoridad civil era capaz de emitir, alta y clara, una orden que el jefe del Ejército no tuvo más remedio que cumplir, a pesar de que a todas las luces hubiera preferido no hacerlo.

Esta línea de actuación –una de las pocas políticas de Estado realmente existentes– es la que está siendo subvertida por la participación militar en tareas civiles. Por supuesto, alguien podría preguntarse cuál es el problema de que las fuerzas armadas colaboren con la sociedad de la que al fin y al cabo forman parte. Al principio quizás ninguno. Pero con el tiempo, y ante las necesidades de un país que siempre necesitará algo, se corre el riesgo de que sean convocadas para más y más funciones, lo cual lleva a más presupuesto, más estructura y más personal, o sea a más poder. Es así como los militares comienzan a poner condiciones: si son los únicos capaces, por ejemplo, de contener una catástrofe, a la próxima inundación pedirán más recursos, a la siguiente opinarán sobre quién debería ser el ministro de Defensa y a la tercera sobre los juicios contra sus camaradas, y es probable que a esa altura ya hayan olvidado el espíritu nac & pop que los animaba en un comienzo. 

En este contexto, ¿qué tipo de fuerzas armadas queremos para un país como Argentina, que no tiene un solo conflicto fronterizo irresuelto y cuyos recursos estratégicos (soja, Vaca Muerta) se encuentran a buena distancia de sus fronteras (a diferencia por ejemplo de Brasil, donde los nuevos yacimientos petroleros se ubican en su plataforma continental y el tesoro de la biodiversidad se sitúa en el Amazonas)? La respuesta sería: fuerzas armadas modernas, profesionales y… lo más pequeñas posible.


Militarización
 


El novedoso riesgo de una politización de los militares llega junto al no menos novedoso peligro de una militarización de la seguridad pública, que en los hechos implica borronear la frontera entre defensa (externa) y seguridad (interior) que tanto costó construir. La secuencia que lleva de los reclamos para que el Estado reaccione frente a la inseguridad a la intervención de las fuerzas armadas en asuntos internos se viene repitiendo cada vez con más frecuencia en América Latina. Y adquiere más fuerza cuando, en el marco de un extendido grito de “hagan algo”, se afianza la sensación de que las policías están desbordadas: fue después de la violenta paritaria policial de fin de año y de la alarma por la expansión narco cuando Scioli llamó a rediscutir el rol de los militares.

Frente a las respuestas epilépticas, espasmos de medidas atentas al minuto a minuto de la opinión pública, con que los responsables políticos suelen reaccionar a los reclamos de inseguridad, cobra cada vez más importancia el control, efectico y operativo, de las policías. Si algo demostró la rebelión del año pasado es que las fuerzas federales permanecieron disciplinadas bajo el control de Sergio Berni, cuyo rústico estilo espanta-progresismo no debería ocultar que es el único funcionario nacional que se ha demostrado capaz de conducir a la policía, algo que suele destacar Marcelo Sain, a quien nadie podrá acusar de transar con los comisarios. De Weber para acá sabemos que el poder del Estado descansa en última instancia en la coerción, por lo que controlar a quienes tienen el trabajo de ejercerla es una tarea crucial. En palabras de Frank Underwood, el maquiavélico protagonista de House of cards, en respuesta al empresario multimillonario que osó desafiarlo: “No se confunda. Usted podrá tener mucho dinero, pero yo tengo algo más importante: tengo a los muchachos con las pistolas”.


Comparaciones odiosas


No hace falta viajar a Centroamérica para comprobar el doble riesgo del que estamos hablando. En Brasil, las policías estaduales, equivalentes a las policías provinciales en Argentina, se denominan Policía Militar, tienen una relación orgánica con el Ejército y han sido creadas a su imagen y semejanza, a punto tal que sus jefes, designados por cada gobernador, no llevan el grado de comisario sino de… coronel. Pero como con esto no alcanza, las fuerzas armadas brasileras han sido utilizadas para tareas tan variadas como el desalojo de militantes del Movimiento Sin Tierra que habían ocupado una hacienda del hijo de Fernando Henrique Cardoso, el traslado de alimentos, medicinas y agua a pueblos del Amazonas víctimas de la terrible sequía de 2005, la distribución de los nuevos billetes del Plan Real, el combate al dengue en hospitales móviles instalados en Río de Janeiro y, más recientemente, la seguridad durante el Mundial. A cambio, los militares impulsaron –y consiguieron– la renuncia de dos ministros de Defensa de Lula con los que discrepaban, impusieron todo tipo de trabas a los escasos intentos por investigar la represión de los 60 y 70 y hasta pidieron públicamente que se suspenda la transmisión de la novela Amor y revolución, que contaba el romance entre una guerrillera y un oficial del Ejército en tiempos de dictadura (2).


Sociedad del miedo


Rebobinemos antes de concluir. En Argentina, las tendencias descriptas más arriba responden a un giro de la opinión pública hacia posiciones más conservadoras en materia de inseguridad, tal como evidencian los frecuentes reclamos punitivistas, el rechazo al proyecto de reforma del Código Penal e incluso los porcentajes nada desdeñables de personas que justificaron los linchamientos (3). 

Las sociedades del miedo, como la que se está consolidando entre nosotros, implican un fortalecimiento de la cohesión defensiva de ciertos grupos sociales pre-constituidos y un debilitamiento de los lazos con otros colectivos, una degradación de la existencia comunitaria que renueva la clásica pregunta de Alain Touraine: “¿Podremos vivir juntos?”. Y sin embargo, todavía no está claro hasta qué punto, ni de qué modo exactamente, este nuevo contexto social está afectando la vida cotidiana. Si por un lado es cierto por ejemplo que en los últimos años se multiplicaron los countries y barrios cerrados, también es verdad que, al menos en la Capital Federal, el metro cuadrado de las casas no aumentó menos que el metro cuadrado de los departamentos, habitualmente considerados más seguros. Del mismo modo, la venta de armas para uso personal se incrementó ligeramente, pero la seguridad privada se mantiene en estándares todavía muy bajos: en Argentina hay 3,7 efectivos de seguridad privada por cada mil habitantes, contra 10 en Venezuela, 8 en Guatemala y 8,3 en Brasil, donde trabajan en el pujante negocio ¡1.600.000 personas! (4) Por último, los cinéfilos sabemos bien que todavía existen las funciones de trasnoche –ausentes, salvo en los shoppings, en la mayoría de los países de la región– y que los autos blindados, tan comunes en otros lugares, son aquí una rareza.

Con esto no pretendo minimizar el problema sino simplemente señalar que hasta ahora no alcanza a alterar completamente el día a día de la clase media urbana (el miedo no ha afectado la inclinación peachista de las parejas jóvenes ni la legendaria vida nocturna que dicen que aún late en Buenos Aires), aunque probablemente sí esté modificando la cotidianidad de los sectores populares. Como suele suceder, el problema, aunque de evidente impacto policlasista, afecta primero, y más duramente, a los menos favorecidos. En cuanto a la política, tampoco está tan claro hasta qué punto la inseguridad determina los resultados electorales: probablemente incida más en las elecciones provinciales que en las nacionales, aunque últimamente también parece impactar en las municipales, a pesar de que los intendentes no tienen responsabilidad directa en el tema. Como sea, el fracaso de los candidatos de agenda única al estilo Blumberg o De Narváez demuestra que el problema, por más importante que sea, no es suficiente para ganar una elección. 

1.Rut Diamint, “La historia sin fin: el control civil de los militares en Argentina”, Nueva Sociedad, Nº 203, enero-febrero de 2008.

2.Jorge Zaverucha, “La militarización de la seguridad pública en Brasil”, Nueva Sociedad, Nº 203, enero-febrero de 2008.

3. Nada menos que el 28 por ciento según la encuesta publicada el 4 de abril de 2014 en Infonews.

4. José Gabriel Paz, “El fenómeno actual de la Seguridad Privada en América Latina y su impacto sobre la Seguridad Pública”, Retos y Perspectivas de la Seguridad Pública, Universidad de Guadalajara.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Edición MAYO 2014
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