EDICIÓN 181 - JULIO 2014
EDITORIAL

La emergencia, otra vez

Por José Natanson

Es curioso cómo suceden las cosas. Hasta que la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos estremeció con la noticia de su fallo a favor de los fondos buitre, Argentina parecía acercarse a una normalidad que históricamente le ha resultado esquiva: la economía, que a fines del año pasado se agitaba en la cama elástica del dólar y la inflación, recuperó niveles razonables de estabilidad (aunque, claro, al altísimo precio de una devaluación y un aumento de las tasas que disparó los costos, deprimió el salario real y potenció el cuadro recesivo, con una inflación que se mantiene alta). Las paritarias cerraron sin sorpresas e incluso el gobierno, siempre más hábil para lidiar con la economía real que con el mundo financiero, había logrado arreglar su diferendo con Repsol, comenzó a pagar los juicios pendientes en el CIADI e incluso llegó a un acuerdo con el Club de París. 

Desde el punto de vista político, el panorama también se iba ordenando: las perspectivas de unas PASO oficialistas, abiertas a todos los peronistas no opositores que se sintieran con fuerza para disputarlas, funcionaban como un dique de contención simbólico para eventuales tentaciones secesionistas, incluso cuando algunos de los tempranamente anotados (una lista que va de Agustín Rossi y Aníbal Fernández a Daniel Scioli) no tienen chances serias de imponerse, frente a una oposición que, más ruidosamente, también se acomodaba.


¿Cuándo se jodió Argentina?
 


La historia económica argentina registra un patrón de alteraciones mucho más profundo que el del resto de los países del Cono Sur, en una pauta de cambio por ruptura solo comparable a la de los convulsionados países andinos. Esta dificultad para construir por acumulación impide la elaboración de políticas de Estado y crea una especie de cuadro de excepción permanente (1) que es condición para instaurar sucesivas rupturas con el pasado, que si por un lado revelan la enorme capacidad de Argentina para introducir cambios y adaptarse a ellos, por otro confirma la dificultad para sostener colectivamente esas transformaciones (que, por otro lado, suelen llegar asociadas a un “mundo dorado” que se busca recrear, sea éste el país agroexportador de fines del XIX, el primer peronismo o, para cada vez más intelectuales sesentosos, los primeros años del alfonsinismo). 

Este estilo tan argentino de desarrollo probablemente se explique por las presiones de una sociedad dotada de un ideal igualitarista más potente que el de cualquier otro país de América Latina salvo Uruguay. Un ideal que llegó hace más de un siglo en los barcos de los inmigrantes, junto a sus concepciones anarquistas y socialistas, su rechazo casi genético a los autoritarismos patriarcales que dominaban sus países de origen y su fe en la acción colectiva, de la que las huelgas contra la Ley de Residencia de 1902, la Semana Trágica de 1919 o la Patagonia Rebelde de 1920 fueron tempranas demostraciones (y el yrigoyenismo, primer populismo latinoamericano, su novedosa expresión política). La sociedad argentina es una sociedad mucho más combativa y jacobina que la de su vecino más cercano, Brasil, donde quien define el rumbo nacional no es la sociedad sino el Estado, concebido como el responsable de un proyecto modernizador garantizado por la continuidad de las elites. Y si en Argentina prevalece la sociedad y en Brasil el Estado, en Chile, por supuesto, el que reina es el mercado, cuya penetración cultural alcanza niveles solo comparables a países capitalistas avanzados como Estados Unidos. 

El resultado es que, al menos desde el siglo pasado, la historia argentina está marcada por dos tradiciones, la liberal y la nacional-popular, en permanente conflicto, que a su vez dieron origen a los dos grandes mitos fundantes de la argentinidad: el mito del pueblo y el mito de la clase media (una vez más resulta notable la diferencia con Brasil y su único mito fundante: la democracia racial). En esta historia de tormentas, la sociedad argentina suele operar como una especie de acelerador que dinamiza entusiasmado la fase ascendente de los ciclos, en un dame más que se convierte en amargo desengaño cuando los resultados no son los esperados (2). Quizás por eso, una de las características psicosociales más particulares de Argentina es la tendencia a la interpretación permanente, que explica tanto la insólita concentración de psicoanalistas por metro cuadrado como la proliferación de libros de historia autocompasiva que suscriben la vieja pregunta de Mario Vargas Llosa (¿Cuándo se jodió el Perú?) (3), solo que aplicada a nuestra propia decadencia, que podrá haber comenzado en 1945, con el populismo, o en 1976, con el neoliberalismo, pero que no se cuestiona. 

Esta crisis crónica de identidad se refleja en cuestiones más gratas que una evolución económica particularmente encrespada. Una de ellas es la mujer deseada. A diferencia de Brasil, donde la mujer deseada es una sola (alegre, bien predispuesta y en general mulata), en la cultura popular argentina son en realidad dos mujeres. Esto se comprueba sobre todo en el tango, que rescata moralmente a un tipo de mujer, la novia, una especie de prolongación de la madre, familiar, humilde, confiable y más bien asexuada. Pero el deseo, como explica Palermo citando al especialista Gustavo Varela (4), no apunta a ella sino a la otra, la mujer emancipada, que ama y abandona, tiene carácter y sueños e incluso está dispuesta a –¡horror!– dejar el barrio. Palermo afirma que hay más tangos dedicados a la segunda que a la primera y que detrás del cuestionamiento moral se esconde un deseo cargado de culpa y admiración. Por ejemplo: “No dejes a tus viejos/ Cuidado, che, chirusa/ El lujo es el demonio/ Que causa perdición /Y cuando estés muy sola /Sin una mano amiga/ Has de llorar de pena/ Tirada en un rincón” (5).


Instituciones = tiempo


La evolución discontinua característica de nuestra historia y una vida pública marcada por el conflicto condicionan las instituciones y ecualizan la política de un modo muy particular. Ni cáscaras vacías que deben amoldarse mansamente a la decisión popular, como sostienen los herederos de Laclau, ni biblias sagradas que deben permanecer por siempre intocadas, como creen los fetichistas republicanos, las instituciones son, en su definición básica de manual de ciencia política, patrones repetitivos de interacción que cristalizan en prácticas, símbolos y aparatos, que con el tiempo se autonomizan de las circunstancias que les dieron origen y adquieren valor en sí mismas. Pero el razonamiento es doble, porque así como el tiempo osifica a las instituciones, las rutinas institucionales hacen más previsible, más lineal al tiempo. En el fondo, instituciones y tiempo son lo mismo.

La historia taquicárdica de Argentina, y las instituciones gelatinosas que genera, condicionan el tipo de liderazgo, una comprobación del pasado que resulta bastante útil para pensar el futuro. Si se mira bien es fácil darse cuenta que, desde la recuperación de la democracia en 1983, los contextos de emergencia propiciaron el ascenso de candidatos provenientes de la periferia de la política. Me refiero a Raúl Alfonsín, referente de la minoría anti-balbinista del radicalismo, uno de los pocos dirigentes que se opusieron públicamente a la guerra de las Malvinas y el único que convirtió a los derechos humanos en el eje de su discurso; a Carlos Menem, que con un discurso vagamente populista y un conjunto de amistades sindicales y militares inconvenientes dio el batacazo derrotando al gran favorito, Antonio Cafiero, en la interna del 88, y a Néstor Kirchner, que como gobernador de una provincia lejana y fría encarnó –después de una primera etapa de sintonía– la resistencia interna a la hegemonía menemista. Minoritarios en sus partidos –e incluso, en el caso de Menem y Kirchner, provenientes de distritos extra-pampeanos–, estos líderes, cuya dimensión inesperada quedaba subrayada por un estilo personal un poco extravagante, de patillas o mocasines, contrastan con el perfil previsible y ampliamente conocido de los candidatos de la continuidad, como De la Rúa o Cristina. 

¿Cómo llegarán la economía y la política a octubre del 2015, en una situación de normalidad o de emergencia? Mi impresión, mirando la historia reciente, es que de ello dependerá en buena medida el ascenso de un candidato conocido o un semi-outsider. La opción entre la excepción o el “país en serio”, por usar la consigna del primer Kirchner, podría también funcionar como respuesta empírica a la interesante pregunta que se formuló Nicolás Tereschuk (6): ¿Se puede gobernar a Argentina desde el centro? ¿O para domar a una sociedad en permanente disputa se necesita un líder de extremos?


Alien


Retomemos la coyuntura antes de concluir. Hasta que el fallo de la justicia norteamericana alteró los planes, Argentina parecía encaminarse a un 2015 relativamente sereno, económica y políticamente. Luego de la crisis del 2001, las instituciones se recompusieron de manera bastante asombrosa sobre el pilar del fortalecimiento de la autoridad presidencial, aunque por supuesto siguen llenas de problemas, mientras que la economía ofrecía un panorama menos brillante que el de los últimos años, recesivo pero estable: en todo caso, sin bombas de tiempo. Incluso el peronismo, el partido de la emergencia, parecía que por fin iba a ofrecer a la sociedad una opción sosegada, ya sea de continuidad con cambios o de cambios con continuidad. Pero Argentina es como Sigourney Weaver en Alien (7): avanza un poco a tientas por claustrofóbicos pasillos retorcidos, llenos de aparatos oxidados, cables pelados y exasperantes goteos, y se sacude de miedo cuando un gato salta de la nada o el alienígena asoma desde una esquina. Y como ni siquiera en medio del conflicto con los fondos buitre se trata de responsabilizar a los extraterrestres por todo lo malo que nos pasa, recordemos que el temible xenomorfo también puede anidar en las entrañas de los pasajeros e incluso, en sus olvidables secuelas, llega a confraternizar con ellos.

1. Hugo Quiroga, La Argentina en emergencia permanente, Edhasa, 2006.

2. Vicente Palermo, en un libro de próxima aparición.

3. Conversación en la catedral, Alfaguara, 2004.

4. En el mismo libro.

5. “Chirusa”, de Manuel “Nolo” López y Juan D’Arienzo, 1928.

6. En Artepolítica.

7. Ridley Scott, 1979.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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