EDICIÓN 228 - JUNIO 2018
EDITORIAL

De cumbres y abismos

Por José Natanson

Todas las economías felices se parecen, pero cada economía infeliz lo es a su manera. La forma específicamente argentina de la infelicidad económica no es el extractivismo venezolano ni la ultradependencia mexicana ni la absoluta falta de palancas de desarrollo de los países centroamericanos, sino la inestabilidad crónica, esa larga, desesperante cadena de stop and go que tuvo sus hitos en el Rodrigazo de 1975, el fracaso de Martínez de Hoz en 1981, la híper de 1989-1990 y el estallido del 2001, junto a una serie de estampidas de menor envergadura imposibles de recordar. Cuando el 4 de junio de 1975 Celestino Rodrigo anunció súbitamente una devaluación del 160 por ciento no sólo estaba propiciando el primer paro general contra un gobierno peronista de la historia, sino también una desconfianza sobre el peso que se extendería hasta hoy: ese mismo año, cuentan Alejandro Bercovich y Alejandro Rebossio (1), apareció el primer aviso de venta de una propiedad en dólares (una casona en Acassuso ofrecida por la inmobiliaria Varela en La Nación), punto de partida simbólico para un camino hacia la dolarización que ningún gobierno –democrático o autoritario, liberal o progresista– lograría conjurar.

La inestabilidad, el sesgo inflacionario y el fantasma de la crisis a la vuelta de la esquina  son más que simples problemas macro: constituyen el modo de funcionamiento profundo de nuestra economía, el molde que deforma nuestras instituciones y, en el extremo, la base de una cultura política. Ocurre que, contra lo que sostienen las visiones más cuadradamente monetaristas, la legitimidad de la moneda, que está en el fondo de estos dramas estructurales, no es una simple cuestión de política monetaria sino el signo fundante de un orden social. Como el amor o los celos, la moneda no es un absoluto sino el producto de una relación, cuya base es la confianza. Frente a la ausencia de un Estado que la acuñe o respalde, los integrantes de una comunidad se inventarán la propia, se trate de la sal de la Antigüedad, las rodajas de pan de Auschwitz o las tarjetas telefónicas en las cárceles de hoy (o, por supuesto, el dólar). Si un orden monetario descansa en el reconocimiento colectivo que los ciudadanos le asignan, el verdadero principio de legitimidad de la moneda es que la sociedad cree en ella.

Y en este sentido resulta evidente que Argentina tiene un problema serio, cuyo resultado es un cuadro de excepción crónica que habilita sucesivas rupturas con el pasado, un momento fundacional cada diez años. Este estado de “emergencia permanente” (2) puede verse de dos maneras: por un lado, revela la capacidad de la sociedad argentina de introducir cambios y adaptarse a ellos (a diferencia de sociedades esclerosadas al estilo chileno), pero por otro expresa la dificultad para sostener colectivamente esas transformaciones, que suelen llegar asociadas a un “mundo dorado” que se busca recrear, sea éste el modelo agroexportador de fines del XIX o el primer peronismo. En esta historia de tormentas, la sociedad argentina suele operar como una especie de acelerador que dinamiza entusiasmado la fase ascendente de los ciclos, en un dame más que se convierte en amargo desengaño cuando los resultados no son los esperados. Un país de cumbres y abismos.

¿Cómo se explica este patrón histórico? Consideremos tres respuestas, que son en realidad tres formas de ver el mismo problema, de decir lo mismo con otras palabras.

La primera es económica. Como es conocida y como Claudio Scaletta la desarrolla en esta misma edición, la enunciamos aquí someramente: por la naturaleza desequilibrada de su estructura productiva, la economía argentina no produce de manera genuina –es decir mediante exportaciones– los dólares que necesita para funcionar. Así, tras un cierto período de crecimiento, la necesidad de importaciones supera las exportaciones y deriva en escasez de divisas, la temida restricción externa, que a su vez frena la expansión, fuerza a la devaluación y estimula la inflación (y el conflicto social).

La segunda explicación es política. En buena medida como reflejo de la estructura material descripta más arriba, Argentina no ha logrado consensuar un modelo de desarrollo, un conjunto mínimo de políticas que, más allá del sesgo que le imprime cada gobierno, logren preservarse en el tiempo: en contraste con la persistencia del liberalismo chileno y el desarrollismo brasilero, nuestro país arrastra una puja irresuelta entre la tradición liberal y la nacional-popular. Contrafácticamente, quizás la economía argentina habría evolucionado de manera más estable si hubiera apostado sostenidamente al dinamismo exportador del campo (aunque al costo de una mayor exclusión social) o al desarrollo industrial (aunque al costo de un menor crecimiento), pero más de medio siglo de tensiones lo impidieron. Como señala Pablo Gerchunoff, que acaba de reeditar su luminoso ensayo de historia económica (3), este choque de proyectos es lo que impide consensuar un tipo de cambio que satisfaga las aspiraciones de consumo de la sociedad y al mismo tiempo permita una dinámica exportadora capaz de superar la restricción externa: el precio del dólar como emergente del conflicto.

La tercera explicación es de cultura política. Argentina, un país socialmente más homogéneo que todas las naciones latinoamericanas salvo Uruguay, aloja sin embargo una sociedad culturalmente dividida. Esta realidad, que puede comprobarse con solo escuchar las conversaciones en los bares, se refleja en el hecho de que es uno de los pocos países que cuenta no uno sino dos mitos fundantes: el mito del pueblo y el mito de la clase media (frente a, por ejemplo, el único mito fundante de Brasil: la democracia racial). Sutilmente naturalizada, esta tenaz dualidad  se verifica en un aspecto clave de cualquier identidad nacional (obviamente construida por hombres): la imagen de la mujer deseada. Nuevamente a diferencia de Brasil, donde la mujer deseada es una sola (alegre, optimista y en general mulata), en la cultura popular argentina, sobre todo en el tango, son dos: la novia, una especie de prolongación de la madre, humilde, responsable y asexuada, y la otra, que como explica el sociólogo Vicente Palermo suele ser una mujer bella y emancipada, que ama y abandona, tiene carácter y sueños e incluso está dispuesta a dejar el barrio (y que en general termina mal) (4). Aunque ambas pueden fundirse lacanianamente en una sola, en la mayoría de los tangos aparecen como modelos opuestos: Palermo afirma que detrás de los cuestionamientos morales que suelen rodear a “la perdida” se esconde un deseo cargado de culpa y admiración, y que por eso hay más tangos dedicados a ella que a la confiable pero aburrida novia-madre. Por ejemplo:

Cuando sales por la madrugada

Milonguita, de aquel cabaret

toda tu alma temblando de frío

dices: ¡Ay, si pudiera querer!

Y entre el vino y el último tango

p’al cotorro te saca un bacán

¡Ay, qué sola, Estercita, te sientes!

Si llorás… ¡dicen que es el champán! (5)

Gradualismo

La corrida contra el peso puso en cuestión la perspectiva económica del macrismo, la idea de que el shock normalizador-liberalizador de inicios de la gestión (fin del cepo, devaluación, baja de retenciones, acuerdo con los buitres) apuraría un flujo de inversiones que echaría a andar nuevamente la rueda de la economía, generando un ciclo virtuoso de crecimiento que de a poco iría reduciendo el peso de la deuda –necesaria para financiar la transición– sobre el PIB. Una lectura ingenua de los beneficios de la globalización y el diseño perverso de la política monetaria, junto a un cambio de las condiciones internacionales, llevaron al fracaso del plan, que ya estaba siendo reemplazado por una apuesta más modesta a la continuidad de las políticas sociales y algo de obra pública que garantizara cierto crecimiento de cara a las elecciones del año que viene. El oscuro futuro económico abierto tras la corrida –recesión, inflación, caída del salario real– abre un interrogante incluso sobre esta aspiración mínima.

Desde el punto de vista político, la incompetencia demostrada a la hora de manejar la crisis –10 mil millones de dólares de reservas perdidas para terminar con una devaluación del 25 por ciento y una tasa del 40– ubicó al macrismo en la larga serie de gobiernos que, del Rodrigazo hasta hora, se muestran desconcertados y titubeantes frente al ánimo destemplado de los mercados. Los gestos políticos emitidos después apuntaron a mostrar una mayor apertura, aunque cabe preguntarse por su efecto real: ¿calmará a los inversores una presencia más frecuente del gobernador Gerardo Morales en la Casa Rosada? ¿Cómo tomarán los tenedores de Lebacs la repatriación de Ernesto Sanz? El nuevo rol asignado a Nicolás Dujovne parece más orientado a unificar la negociación con el Fondo que a alterar el diseño del poder, que sigue descansando en el jefe de Gabinete y los dos secretarios coordinadores. Por último, ciertos gestos y algunas medidas resultan francamente desconcertantes: reclamos a los exportadores que no liquidan divisas, acuerdo de precios para moderar la inflación, negociación con las petroleras para que prorroguen el aumento de los combustibles e incluso la versión de un freno a la baja de retenciones. Quién diría que, junto al torniquete ortodoxo, el gobierno terminaría ensayando manotazos morenistas.

En rigor, el proceso de deterioro político del oficialismo había comenzado en diciembre, con la sanción de la reforma previsional, que provocó una fuerte movilización popular, forzó al macrismo a ordenar una represión ampliamente televisada y, por primera vez desde su llegada al poder, quebró el bloque comunicacional que lo venía acompañando: la “verdad infográfica” –que evidenciaba la pérdida de ingresos de los jubilados con la nueva fórmula– se impuso. Luego vinieron los aumentos de tarifas, que generaron resistencia incluso entre los propios integrantes de la coalición de gobierno, y finalmente la corrida.

Pero conviene no apurarse. Con todos sus problemas, el macrismo conserva el control de los tres Estados más importantes, dispone de candidatos taquilleros y ha demostrado que tiene recursos políticos para mantenerse en pie, además, claro, del apoyo externo: aunque encara la negociación con el Fondo desde una posición de debilidad, cuenta con que el organismo no dejará caer a uno de los suyos, y que hará todo lo posible para evitar la temida restauración populista. Como explicó Marcelo Zlotogwiazda citando un paper de Stephen Nelson (6), el análisis del comportamiento histórico del Fondo confirma que, frente a situaciones económicas similares, suele ser más contemplativo y laxo con aquellos países gobernados por una visión liberal.

Nada está definido aún, como se apuran a vaticinar los socios del club yo te lo dije. Tan prematuro era afirmar dos meses atrás que Macri tenía garantizada su reelección como asegurar hoy que la tiene total, definitivamente perdida. Quizás una forma más precisa de considerar los efectos de la crisis sea señalar que produjo un cambio en la escena: si antes había cierto consenso en que la reelección era posible, incluso bastante probable, hoy parece mucho más lejana. El hecho de que haya comenzado a caer incluso la imagen de María Eugenia Vidal, que hasta el momento flotaba sobre los problemas irresueltos de su provincia al mejor estilo sciolista, confirma la intuición de que el gobierno, y con él Argentina, ha ingresado en una nueva etapa. 

1. Estoy verde. Dólar, una pasión argentina, Aguilar, 2013.

2. Hugo Quiroga, La Argentina en emergencia permanente, Edhasa, 2005.

3. Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto, Paidós, 2018.

4. La alegría y la pasión. Relatos brasileños y argentinos en perspectiva comparada, Katz, 2015.

5. “Milonguita (Esthercita)”, de Enrique Delfino y Samuel Linning, 1920.

6. The Currency of Confidence.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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