EDICIÓN 185 - NOVIEMBRE 2014
EDITORIAL

La nueva derecha en América Latina

Por José Natanson

Los resultados de los comicios presidenciales en Brasil, el antecedente de Henrique Capriles en Venezuela y las encuestas en Argentina definen un paisaje electoral más competitivo que el del pasado, con los gobiernos progresistas enfrentando más dificultades para retener el poder y en el que se destaca la emergencia de una nueva derecha, que es democrática, pos-neoliberal e incluso está dispuesta a exhibir una novedosa cara social (casi diríamos populista, si no estuviéramos tan cansados de la palabra, tanto en su acepción despectiva como en su –en otro momento valiosa, a esta altura un poco hartante– elevación epistemológica).

Pero no nos desviemos y tratemos de caracterizarla.

Democrática

El talante democrático de la nueva derecha es toda una novedad regional. En efecto, históricamente las fuerzas conservadoras rara vez resistían la tentación de golpear las puertas de los cuarteles cuando percibían que sus intereses no podían imponerse por vía de las urnas, como sucedió en 1955, 1966 y 1976 en Argentina y como ocurrió en 1964 en Brasil, en 1973 en Uruguay y en los 80 en toda Centroamérica, o cuando, como en el Chile de Allende o la Guatemala de Arbenz, consideraban que la radicalización de los gobiernos de izquierda había alcanzado niveles intolerables. Todo esto ocurría, por supuesto, en contextos políticos pretorianizados, en donde los militares funcionaban como un recurso más del juego político y en donde también la izquierda recurría de vez en cuando a ellos, como en Perú en 1968 y en Ecuador en el 2000.

Pero eso ha cambiado y hoy la derecha latinoamericana ha aceptado a la democracia como el único sistema posible (el peor sistema diseñado por el hombre a excepción de todos los demás, según el célebre aforismo de Churchill). Esto no implica, por supuesto, que esté completamente libre de intentos golpistas, ensayos de desestabilización y deslices autoritarios, como demuestra la experiencia reciente de Honduras, Paraguay, Ecuador y Bolivia. Hay quienes practican el “golpismo sin sujeto”, la nueva modalidad del desplazamiento extra-institucional del siglo XXI (1), y están aquellos que se niegan a aceptar derrotas electorales limpias, algo que por otra parte no es un vicio exclusivo de la derecha, a juzgar por las denuncias de fraude agitadas por Andrés Manuel López Obrador tras las elecciones de 2006 en México.

Pero, más allá de los matices, lo central es que los núcleos más recalcitrantes constituyen sectores minoritarios dentro de las fuerzas de la nueva derecha, que son más complejas y contradictorias de lo que el punto de vista simplista está a menudo dispuesto a admitir. En una mirada general, sus partidos y candidatos surgieron sobre el final de los períodos autoritarios y en algunos casos enfrentándolos, como sucede con el PSDB brasilero, un partido modernizante de profesionales e intelectuales que se sumó a las protestas contra el gobierno militar, o como ocurre con Sebastián Piñera y su célebre voto por el No en el plebiscito contra Pinochet, lo que desde luego no les ha impedido explorar más tarde alianzas con fuerzas vinculadas a las dictaduras, como el DEM brasilero o la UDI chilena. En suma, el carácter democrático de la nueva derecha –más allá de sus convicciones, que como no somos psicólogos preferimos no explorar– se explica por una cuestión de origen.

Pos-neoliberal

Además de democrática, la nueva derecha es pos-neoliberal. Aunque sus programas económicos incluyen las conocidas prescripciones pro-mercado, son escasas las menciones explícitas a las políticas de desregulación, privatización y apertura comercial que constituían el núcleo básico del Consenso de Washington. Estrategia que, una vez más, tiene menos que ver con la astucia ocultista del marketing político que con el contexto: ocurre que todas estas reformas ya fueron aplicadas y que, aunque hubo correcciones y contrarreformas de distinta intensidad, en términos generales se encuentran vigentes. Por ejemplo, el arancel promedio latinoamericano –indicador de apertura comercial– se sitúa actualmente en el 14 por ciento, contra el 42,5 en 1985; el costo laboral –indicador de flexibilización– se redujo 40 por ciento, y el gasto público –indicador de intervención estatal– pasó del 20,5 al 35 por ciento (2). En otras palabras, las propuestas no incluyen menciones explícitas al neoliberalismo porque el neoliberalismo es antipático pero sobre todo porque el neoliberalismo ya ocurrió.

Nuevamente habrá que matizar el argumento. Las bajas dosis de neoliberalismo explícito contenidas en los programas económicos de la nueva derecha no implican de ningún modo equipararlas a los oficialismos de izquierda. Una derecha sin izquierda es un imposible geométrico tanto como un absurdo político. Las diferencias siempre existen; lo crucial es capturarlas analíticamente y considerarlas en su justa medida. Por ejemplo, un triunfo de Aécio Neves en Brasil, como uno de Lacalle Pou en Uruguay o uno de Mauricio Macri en Argentina, no hubiera implicado un retorno al proyecto del ALCA, como se anda diciendo por ahí, por el simple hecho de que, aun si ese hubiera sido su objetivo, los empresarios paulistas no se lo hubieran permitido, y porque la estrategia de Estados Unidos consiste ahora en firmar tratados de libre comercio bilaterales más que embarcarse en imposibles negociaciones con bloques.

En cambio, sí podría llevar a una “flexi-bilización” del Mercosur, propuesta compartida por los partidos opositores de los cinco socios del Mercosur. Aunque no resulta fácil entender qué significa exactamente, porque la idea suele formularse en términos abstractos, parecería apuntar a una transformación del bloque, de la unión aduanera que es actualmente a una zona de libre comercio, para lo cual habría que derogar la famosa cláusula 31, que les impide a los integrantes negociar individualmente tratados comerciales con terceros. Un cambio de este tipo, que acercaría al Mercosur a modelos de integración más abiertos como el NAFTA o la Alianza del Pacífico, supondría abandonar el arancel unificado (por otra parte lleno de agujeros, excepciones y regímenes especiales), los proyectos de integración productiva (salvo en casos como el de la industria automotriz, escasamente desarrollados) y la convergencia económica estructural (limitada a las declaraciones de deseos de las cumbres de presidentes). En otras palabras: más que “abandonar” el Mercosur, implicaría recuperar su espíritu comercialista original –recordemos que el tratado fundacional fue firmado en 1991 por Carlos Menem y Fernando Collor de Mello– orientado a facilitar los negocios de los sectores empresariales más dinámicos de cada país.

Social

Por último, la nueva derecha tiene una cara social. Sus líderes prometen mantener los programas desplegados en la última década e incluso disputan la simbología de la izquierda, como ocurre con Capriles, que aseguró que no desarmará las misiones chavistas en caso de llegar a la presidencia, bautizó Simón Bolívar a su comando de campaña y hasta se viste con el amarillo, azul y rojo en los actos proselitistas. El hecho de que los candidatos de otros países hayan recurrido a la misma estrategia y que incluso se debata su “caprilización” (3) confirma que, como en su momento sucedió con Hugo Chávez, el primer líder de la nueva izquierda en llegar al gobierno, Venezuela dispone de una asombrosa capacidad anticipatoria.

Real o impostada, la cara social de la nueva derecha la hace competitiva, le permite combinar la apuesta al “voto de opinión” de las grandes ciudades con las redes clientelares tradicionales, a veces heredadas de las dictaduras, como sucede con la UDI en Chile y con DEM en Brasil, y en otros casos construidas por los viejos partidos populistas, como ocurre con los blancos en Uruguay o como sucede con Macri en la Ciudad de Buenos Aires, donde el PRO absorbió una parte de la densa trama del viejo PJ Capital y consiguió, en todas sus elecciones, resonantes triunfos en las comunas del Sur.

Esto marca un contraste con la mucho más ideológica derecha clásica, lo que a su vez se refleja en el perfil de sus líderes. A diferencia de los viejos dinosaurios, en general economistas estilo Alsogaray, Cavallo o López Murphy, la nueva derecha está integrada por empresarios, gestores y deportistas, de Mauricio Macri a Vicente Fox, de Samuel Doria Medina a Daniel Scioli. Hombres de acción, que casi siempre son jóvenes o se esfuerzan por parecerlo, y que combinan berlusconianamente la tradición liberal con la conservadora y exhiben una agilidad programática y un sentido de la oportunidad de una astucia ausente en sus latosos antecesores.

Novedades

Los rasgos analizados más arriba se reflejan en dos grandes transformaciones electorales. La primera es un cambio de los votantes de la izquierda, que ha ido perdiendo parte de su apoyo original en las clases medias para anclarse, cada vez más, en los sectores populares, como demuestra el movimiento del electorado del PT del Sur al Nordeste, y como revelan también los avances del Frente Amplio en el interior. Incluso Evo Morales, que arrasó en los comicios presidenciales de Bolivia, obtuvo en el núcleo altiplánico menos votos que en el pasado, como advierte Federico Vázquez en la columna que acompaña este editorial. La segunda novedad, que será necesario explorar con más calma, es la dificultad de los gobiernos progresistas para seducir a los votantes más jóvenes, que cada vez más tienden a inclinarse por la oposición, quizás porque la dramática experiencia del neoliberalismo permanece en ellos como un recuerdo difuso, lejano. Por todos estos motivos, y por más que todavía no logre llegar al poder, la nueva derecha aparece como un sujeto nuevo y competitivo en la política latinoamericana.

1. Véase Juan Gabriel Tokatlian, “El neogolpismo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 178, mayo de 2014.
2. Eduardo Lora, “Las reformas estructurales en América Latina. Qué se ha reformado y cómo medirlo”, BID.
3. www.artepolitica.com

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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