EDICIÓN 189 - MARZO 2015
EDITORIAL

La centrifugadora argentina

Por José Natanson

La muerte de Alberto Nisman, la precuela de su denuncia contra el gobierno y las secuelas de la investigación, la reforma de los servicios de inteligencia y la marcha de los fiscales confirman, una vez más, la dinámica centrífuga y anticooperativa de la política argentina. La saga completa, de la que aún no hemos visto el final, resulta estremecedora, no por familiar menos deprimente. ¿Cómo se explica este estilo? Antes que echar culpas y entrar en un reparto de responsabilidades, si es consecuencia del autoritarismo del gobierno o la actitud de la oposición, intentemos una mirada más estructural a partir de tres dimensiones: la cultura política, el sistema de partidos y el ecosistema mediático, que tal vez ayuden a explicar el estilo excéntrico –en su primera acepción: lejos del centro– tan característico de la política argentina. 

Cultura política

La cultura política es como las brujas: nadie la ha visto pero que la hay, la hay. La nuestra, como todas, mezcla rasgos diversos y hasta contradictorios, entre los que cabe señalar la fuerte tradición inmigrante y la impronta anarquista y socialista de fines del XIX, que derivó en una conciencia igualitarista inédita en América Latina y, más tarde, en un fuerte impulso plebeyo de ampliación de derechos. Una sociedad civil vibrante, sindicatos sólidos y tradiciones partidarias muy arraigadas (con estructuras partidarias débiles y movimientistas), definen un mix particular, marcado por un fuerte protagonismo de la sociedad por sobre el Estado, evidenciado en la multiplicación de movilizaciones no sólo por parte de los clásicos actores populares sino también de nuevos sujetos reclamantes (los ahorristas, los caceroleros, los prefectos, el campo). 

Sobre el fondo de la tensión siempre irresuelta entre la tradición liberal (y su sujeto: la clase media) y la populista (y el suyo: el pueblo), se recorta un país con bajos niveles de institucionalidad, incluso en comparación con otros Estados latinoamericanos. La peculiaridad argentina es la combinación de baja institucionalidad con alta politización. Esto no es un elogio ni una crítica; simplemente es una descripción. Las instituciones son, básicamente, mediaciones, y en Argentina pareciera como si solo una fina capa de gelatina separara a la única autoridad verdaderamente reconocida –la autoridad presidencial– de los factores de poder, sean éstos empresas, sindicatos, movimientos sociales o la opinión pública movilizada. La consecuencia es una tendencia decisionista que deriva en ciclos breves de ilusión y desencanto que dificultan la construcción de políticas consensuadas y de largo plazo. Ante crisis como la hiperinflación de 1989 o el estallido de 2001, e incluso ante momentos de alta tensión como el conflicto del campo del 2008, los actores tienden a comportarse de modo poco cooperativo, al filo de los posicionamientos antisistema. 

Sistema de partidos

La segunda explicación es de sistema político. Los bipartidismos, de entre los cuales el ejemplo modélico es el estadounidense, tienden a ordenar la política en torno a un eje claramente definido, lo que otorga nitidez a las opciones disponibles y transparenta la diferencia, que es el eje de la construcción democrática en las sociedades contemporáneas. Como la fuerza que está en la oposición sabe que el día de mañana puede acceder al gobierno, tiene incentivos para plantear políticas constructivas, lo que alienta una coordinación que fortalece esquemas institucionales más balanceados y que, en momentos de crisis, permite articular alianzas de salvación nacional mediante el acuerdo de dos fuerzas fundamentales (1). El bipartidismo es un elogio del centro.

El Pacto de Olivos fue el momento cumbre y a la vez el inicio de la decadencia del bipartidismo vigente desde la transición democrática. A partir de ese momento, uno de los miembros del dueto, el radicalismo, inició un declive progresivo que el triunfo de De la Rúa no pudo frenar. Hoy, más de dos décadas después, Argentina sufre un sistema de partidos desequilibrado y en permanente mutación. Técnicamente un multipartidismo con fuerza predominante, parece un lego de mil piezas manipulado por un chico inquieto que lo rearma ante cada elección. Recordemos: cinco candidatos del 20 por ciento en 2003, kirchnerismo versus dos coaliciones en 2007, kirchnerismo contra una oposición pulverizada en 2011, y en el medio un radicalismo con presencia nacional pero sin candidato a presidente, formaciones provinciales –y aun municipales– que de un día al otro se convierten en opciones nacionales competitivas, y un peronismo indestructible y plástico que todo lo abarca.

Esta singular morfología partidaria alimenta la centrifugadora. Las fuerzas de oposición, obligadas competir entre ellas antes que con el gobierno, caen a menudo en una radicalización extrema, mientras que el oficialismo enfrenta dificultades para econtrar interlocutores opositores autorizados (en los pocos casos en los que decide buscarlos), como sucedió con la reforma del Código Penal, elaborada por una comisión multipartidaria pero abortada por la dinámica impuesta por un actor nuevo (el massismo) que arrasó con ella apenas reparó en que esto le resultaba conveniente. Como el peronismo aparece como la única posibilidad cierta de acceder al poder, todos, o casi todos, se declaran peronistas, lo que condena a la irrepresentatibidad al sector de la sociedad referenciado en la larga tradición republicana, que Juan Carlos Torre define como “los huérfanos de la política de partidos” (2). En este escenario de baja alternancia, o de alternancia intraperonista, el peligro no deriva tanto de quien está en el poder como de aquel que aspira a ocuparlo: si cree que nunca le va a llegar el turno, si piensa que sus chances se reducen a cero, se corre el riesgo de que agote su “paciencia democrática” y se deje seducir por el canto de sirena de los atajos autoritarios, como en Venezuela.

Medios

Estas características explican en buena medida la dinámica que adquirió el caso Nisman, un episodio que podría haber empujado a los actores políticos a comportarse de un modo sereno y prudente e incluso haber funcionado como la oportunidad para iluminar una de las zonas oscuras de la democracia, los sótanos de los servicios de inteligencia, y que en cambio derivó en un río revuelto de medias verdades, pistas falsas y operaciones. En términos sociales, el resultado parecería ser la afirmación de las dos minorías intensas de la polarización kirchnerista: para la oposición más visceral, fue una demostración de que estamos ante un gobierno dispuesto a todo (el “ahora matan” de Elisa Carrió); para el kirchnerismo sunnita, una operación, probablemente digitada desde afuera, para forzar su salida anticipada del poder. En este sentido, la muerte de Nisman opera sociológicamente como un reforzador de ideas previamente constituidas (que el kirchnerismo es asesino, que la oposición es golpista), lo que curiosamente lleva a ambos núcleos duros a dudar de la hipótesis del suicidio, que al cierre de esta edición seguía siendo la más probable de acuerdo al expediente judicial.

La prensa le agrega un plus de melodrama a este cuadro confuso. Por su propia forma de funcionamiento, los medios, en especial los audiovisuales, tienden a generalizar y simplificar, espectacularizan incluso los hechos más triviales y, ante un caso policial, operan bajo una lógica de serialización que exige novedades permanentes. Pedirle calma a la televisión es como pedirle serenidad a un epiléptico. Y aunque la preminencia mediática no es una realidad exclusiva de la Argentina, porque los medios ocupan un lugar central en todas las democracias modernas, aquí desempeñan un rol particular: la presencia de una amplia clase media y una larga tradición letrada alimentan una oferta que, con ocho diarios de circulación nacional, tres periódicos de negocios y cinco señales de noticias que trasmiten 24 horas, resulta comparativamente más amplia que la de cualquier otro país latinoamericano. Un ecosistema mediático denso y cuyo actor principal, el Grupo Clarín, goza de un poder relativamente superior al de otros conglomerados de la región, incluyendo la Red Globo y Televisa (3).

Fronteras

En Argentina la muerte no es parte del juego político. Podría ser diferente: de hecho, lo fue durante décadas y todavía lo es en países como México, Honduras o Colombia, donde, sobre todo en las regiones periféricas, funciona como un recurso más de la política cotidiana. Aquí la muerte se volvió intolerable, y ese es uno de los pocos consensos transversales de nuestra democracia, duramente conseguido. Por eso de 1983 para acá la muerte establece siempre una frontera: cada muerte es un fracaso de la democracia que obliga a las instituciones a reaccionar. El Estado puede hacer cualquier cosa salvo ignorarla. 

La muerte de Omar Carrasco decidió al menemismo a terminar con el servicio militar obligatorio, las de Kosteki y Santillán obligaron a Duhalde a adelantar las elecciones, la de Axel Blumberg llevó a una reforma del Código Penal, las de Cromagnon derivaron en el juicio político a Aníbal Ibarra y las de la Estación Once catalizaron un cambio en la política ferroviaria. La aparición sin vida del cuerpo de Nisman forzó una nueva ley de inteligencia. No todas las respuestas fueron positivas: no lo fue, por ejemplo, el giro punitivista que siguió a la muerte de Blumberg y las masivas manifestaciones convocadas por su padre. Sin embargo, siempre hubo un antes y un después de la muerte, lo que demuestra que la democracia argentina porta el antígeno de la violencia política, que el anticuerpo funciona. Pero cuidado. En un país abierto a la transformación y al conflicto, hemos aprendido cómo introducir los cambios necesarios para salir de los atolladeros en los que nosotros mismos nos colocamos. Todavía tenemos que aprender a sostener colectivamente esos cambios.

1.El bipartidismo, como todo sistema de partidos, está lejos de ser perfecto. En algunos casos, su tendencia centrípeta lleva a que las dos grandes fuerzas se confundan en una sola, lo que puede generar un esquema de componendas que alimenta la corrupción y hace que la sociedad tenga dificultades para distinguir a uno del otro, con posibles salidas disruptivas, como sucedió en la Venezuela pre-Chávez y podría suceder en España.

2.“Los huérfanos de la política de partidos. Sobre los alcances y la naturaleza de la crisis de representación partidaria”, en Desarrollo Económico, vol. 42, Nº 168.

3. Martín Becerra y Guillermo Mastrini, Los dueños de la palabra: Acceso, estructura y concentración de los medios en la América latina del Siglo XXI, Prometeo, Buenos Aires, 2009.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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