PRESENTACIÓN EL ATLAS DE LA REVOLUCIÓN RUSA

Pan, paz, tierra… libertad

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El Atlas de la Revolución Rusa ofrece un panorama del acontecimiento más influyente del siglo XX. Con textos de Moshe Lewin, Enzo Traverso, Eric Hobsbawm, Ignacio Ramonet, Horacio Tarcus, Jorge Saborido y Pablo Stefanoni, entre otros autores, ilustrado con mapas, gráficos, infografías y un amplio despliegue de imágenes, el Atlas busca revisitar críticamente uno de los hechos centrales de la historia contemporánea.
Kazimir Malevich, La carga de la caballería roja, 1932

Umbral de un nuevo mundo, la Revolución de Octubre de 1917 fue probablemente el acontecimiento más influyente del siglo XX. Su onda expansiva impactó en todos los ámbitos, transformando por acción y reacción a la política, la economía, las sociedades, la cultura y las relaciones internacionales. Y si la era que inauguró fue, como bien sostuvo el historiador británico Eric Hobsbawm, una era de extremos, Rusia los concentró todos. Del Imperio zarista en descomposición a la efervescencia revolucionaria soviética y la guerra civil, de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), potencia comunista, burocrática, totalitaria, al nuevo Estado ultracapitalista y mafioso erigido sobre los escombros del Muro de Berlín, que hoy busca enterrar el recuerdo de su fase bolchevique reconstruyendo el hilo histórico de un poder autocrático brusca y brevemente interrumpido por un pueblo sublevado que reclamaba: «¡Todo el poder a los soviets!».

Territorio, población, miseria, servidumbre, analfabetismo, opulencia, represión… todo en la Rusia de principios del siglo XX desafiaba los límites. Y mientras la apertura modernizadora prometida tras el «ensayo general» revolucionario de 1905 –ahogado en sangre– se hacía esperar, la Gran Guerra desatada en 1914 no hizo más que exacerbar los padecimientos del pueblo. A tal punto, que el más atrasado de los Imperios que se disputaban el mundo, engendró de sus entrañas la vanguardia política más osada y creativa de la historia contemporánea, protagonista de la primera revolución marxista victoriosa desde que el fantasma del comunismo empezara a recorrer Europa.

A pesar de las persistentes polémicas en torno al grado de desarrollo industrial y social necesario para el advenimiento del socialismo, el hecho de que la revolución triunfara en Rusia no fue un capricho del destino. La chispa llevaba décadas esperando el momento oportuno para el incendio, y cuando finalmente se le presentó la ocasión, lanzó el asalto al cielo haciendo caso omiso de límites teóricos.

Programa de acción

Entre agosto y septiembre de 1917, Vladimir Ilich Ulianov, conocido como Lenin, escribió El Estado y la Revolución, un texto fundamental de teoría política. El líder del Partido Bolchevique, rama izquierda del Partido Obrero Social Demócrata de Rusia, afirmaba que la prosperidad alcanzada en las naciones más industrializadas de Europa tras décadas de desarrollo relativamente pacífico había convertido a los representantes de la social-democracia al oportunismo y el socialchovinismo, al punto de traicionar a los pueblos apoyando una guerra imperialista.

Pero el objetivo central del texto de Lenin, más allá del enfrentamiento con la izquierda reformista, era proponer un programa de acción para la implementación de la dictadura del proletariado y la eliminación del Estado burocrático burgués asociado al capitalismo monopolista. Se trataba de «explicar a las masas qué deberán hacer para liberarse, en un porvenir inmediato, del yugo del capital». Redactado al calor de los acontecimientos, disparados en febrero (marzo según el calendario gregoriano) por las manifestaciones y huelgas generales que derivaron en motines y la irrupción en todas partes de consejos (soviets) de obreros, soldados y campesinos, forzando al zar a abdicar el trono, El Estado y la Revolución se publicó inconcluso. Lenin postergó la escritura del último capítulo, dedicado a la Revolución de 1905 y la que estaba en curso, cuando la aceleración del vacío político provocada por un gobierno provisional incapaz de controlar los levantamientos y poner fin a la guerra, lo decidió a hacer historia y tomar el Palacio de Invierno, símbolo del poder imperial.

“Comunismo de guerra”

Conscientes de los enormes desafíos a los que se enfrentaban, los bolcheviques observaban inquietos la evolución de las insurrecciones europeas, con las esperanzas puestas en una oleada revolucionaria triunfante que les permitiera acordar una paz sin condiciones ni concesiones y apoyarse en la solidaridad de las naciones más industrializadas para emprender la construcción del socialismo. Además de un ideal, el internacionalismo, encarnado en la fundación en 1919 de la Internacional Comunista, era una necesidad vital.

Pero la aniquilación de las rebeliones occidentales, las extorsiones de los Imperios Centrales para firmar la paz y las intervenciones extranjeras en apoyo a la reacción de los rusos «blancos» contra la Revolución impusieron un «comunismo de guerra» que en cierta forma nunca terminó. La sangrienta guerra civil, que los bolcheviques ganaron luego de tres arduos años, fortaleció al nuevo régimen, pero dejó al país devastado y postergó la resolución de los problemas de la población campesina –la amplia mayoría– expoliada por las requisas y las imposiciones. Convertidos en Partido Comunista, los bolcheviques emprendieron un camino autoritario que quitó poder de decisión a los soviets, eliminó la discusión democrática en el país y fortaleció la maquinaria burocrática del Estado, cada vez más emparentado con el Partido. La represión de los marineros de Kronstadt, que en 1921 se alzaron contra los comunistas, marcó para muchos el fin de la Revolución. El propio Lenin advertiría poco antes de su muerte sobre estas derivas, que su sucesor, Josef Stalin, convertiría en culto extremo a la personalidad –encarnado en la momificación del mismo Lenin– y uso del terror de Estado contra los «traidores».

Como señala el historiador Horacio Tarcus, la Revolución, al igual que Saturno, terminó devorando a sus propios hijos, y hasta a sus padres fundadores. Dirigentes, militantes, intelectuales, científicos, artistas terminaron en el purgatorio estalinista, condenados por un movimiento que en nombre del pueblo terminó consagrando una dictadura de Partido y, contrariamente a lo que Lenin predicaba en El Estado y la Revolución, fortaleció al Estado y su burocracia.

Pero si la Revolución equivocó el rumbo, su proyecto emancipador, que entusiasmó a artistas, intelectuales y trabajadores de todo el mundo, cumplió la hazaña de convertir a la URSS en una potencia científica, industrial y militar, faro para muchas naciones, obligando al capitalismo a moderar sus ambiciones y crear bienestar. Tras el derrumbe del Estado soviético, vencida la batalla cultural, la culpa vergonzante y penitente de las izquierdas mundiales le permitió al capitalismo desbocarse, erigiendo como nuevo enemigo a un grupo de integristas religiosos cuyos objetivos reaccionarios sólo pueden ser considerados superadores por un puñado de fanáticos. Pero, bajo nuevas formas, la explotación contra la que luchó la Revolución sigue vigente.

A cien años de su intervención central en la historia, desde su mausoleo de la Plaza Roja, Lenin continúa incomodando a propios y extraños.


Este artículo forma parte de El Atlas de la Revolución Rusa

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© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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