LUCHA CONTRA LA DESERTIFICACIÓN Y LA INSEGURIDAD ALIMENTARIA

Alerta en el Cuerno de África

Por Mark Hertsgaard*
El hambre arrasa el Cuerno de África. Los aumentos de temperatura y las fuertes sequías no hacen más que agravar la situación. Para combatir la desertificación, se lanzó el proyecto de la “gran muralla verde”.
Mariana Vidal, «Marina», 2010 (Gentileza Elsi del Río / Arte Contemporáneo)

Al principio no estaban seguras de poder hacerlo. Ni verdaderamente convencidas de deber hacerlo. A decir verdad, en la aldea muchos lo dudaban: cavar hoyos, plantar árboles, tomar iniciativas… ¿No era ese el rol de los hombres?
“Todos pensaban que habíamos enloquecido”, recuerda Nakho Fall, una pequeña mujer regordeta y enérgica, vestida con un ropaje rojo y blanco. Junto con unas doce compañeras, aprovecha la sombra de un árbol. Estamos en Koutal, una aldea del oeste de Senegal. Las cabras y las gallinas corretean entre los senderos arenosos que separan las casas. A las once de la mañana el calor ya es agobiante. Sin embargo, en apenas un mes las lluvias y la humedad del verano harán que se añore esta canícula.
Los hombres de Koutal no podían encargarse de plantar árboles porque ya estaban muy ocupados. Algunos trabajaban en la vecina mina de sal, adonde llegaban gracias a “autocares rápidos” (1) que los regresaban recién al caer la noche. Otros habían migrado a Dakar, la capital, en busca de un empleo, cualquiera fuere.
A pesar de todo, era necesario hacer algo: los árboles desaparecían, llevándose con ellos una parte de la vida de la aldea. “Ni siquiera se oía el canto de los pájaros”, cuenta la señora Fall. Ninguna de las mujeres que la rodean conoce la expresión “cambio climático” pero todas se quejan del clima cada vez más inclemente y de la persistente sequía que ha endurecido la tierra, haciéndola más difícil de cultivar. Sin contar con el aumento de su porcentaje de sal…
Aunque el océano Atlántico se encuentra a unos sesenta kilómetros, poco a poco dos brazos de mar encontraron el camino de la aldea. Adama Kone, ingeniero agrícola, explica: “El gobierno senegalés no está en condiciones de decir en qué proporción se elevó el nivel del mar, pero los tests efectuados en el suelo muestran que el agua salada se infiltró en profundidad”. Una agricultora aprieta entre sus dedos un poco de tierra blanca y nos desafía: “Pruébenla. Verán que decimos la verdad”.
Superando los prejuicios locales, las mujeres de Koutal decidieron luchar por su aldea. Con la ayuda de donantes extranjeros y expertos enviados por las autoridades del país, consagraron seis años a transformar doscientas noventa hectáreas de tierras áridas en un espacio agroforestal verde. Allí producen la madera que luego venden en el mercado y cosechan diversos cereales, como el mijo, para su propio consumo. Tanto los ingresos como la producción alimentaria aumentaron de manera significativa. “Estamos muy orgullosas porque pensamos que nuestros hijos podrán vivir de esta tierra –dice Adam Ndiaye, verdadera ‘abuela coraje’ de la aldea–. Sobre todo, sabrán que es gracias al trabajo de las mujeres”.

En busca de una solución de fondo

Las aldeanas no sospechaban que de esa manera participarían en un proyecto que sus partidarios llamaron “la gran muralla verde” de África. Por el momento, se trata más de una ilusión que de una realidad. Pero si dicha “muralla” viese la luz, podría cambiar la situación del continente y constituir una ventaja decisiva no sólo en la lucha contra el cambio climático, sino también contra el hambre y la pobreza.
El hambre, que ya viene asolando el Cuerno de África, confirma lo que los científicos predicen hace años: en las próximas décadas, el continente negro será el primero en sufrir el aumento de la temperatura y la sequía. Evidentemente, el cambio climático no lo explica todo: si a 750.000 africanos del Este, la mitad niños, les espera una muerte segura, es también porque una guerra civil causa estragos en Somalia –el epicentro de la hambruna– que, para colmo de males, hace años padece el abandono de su gobierno. No por ello es menos cierto que la actual sequía es la más grave desde 1960. Un cataclismo que también afecta a Kenia y a Etiopía, dos países más estables que su vecino somalí.
Todo sugería la tendencia desfavorable de las evoluciones climáticas, por lo que había que reaccionar, sin vacilar en adoptar nuevos enfoques: más que repartir alimentos de emergencia –lo cual alivia la conciencia de los gobiernos occidentales y la de las poblaciones que los eligieron, pero que no aporta una solución permanente–, ¿no convenía atacar directamente la raíz del problema? Así nació la idea de la gran muralla verde de África, un concepto que, sin embargo, tiene varias definiciones.
La idea que el entonces presidente de Nigeria, Olusegun Obasanjo, anticipó en 2005 era simple: plantar una franja de árboles de 15 kilómetros de ancho destinada a impedir, a medida que se intensifique el cambio climático, que el desierto de Sahara se extienda más al sur. De Senegal, al oeste, a Yibuti, al este, debía proteger a diez millones de campesinos pobres (y a sus familias) de los mismos problemas que sufre Koulta.
Retomada por los jefes de Estado del continente, la fórmula adquirió renombre internacional cuando en 2007 fue integrada a la cooperación euro-africana sobre cambio climático con el nombre de Programa “gran muralla verde” en el Sahara y el Sahel. Su objetivo: “Luchar contra la desertificación, la degradación de los suelos, la reducción de la biodiversidad y la inseguridad alimentaria”, explica el profesor Abdoulaye Dia, director ejecutivo de la Agencia Panafricana creada para la ocasión. En 2007, el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (FMAM) (2) anunció que el proyecto –del cual es socio– sería dotado de una primer partida de 119 millones de dólares.

“Reverdecimiento sustentable”

Pero con el transcurso del tiempo, esta versión inicial fue recibiendo numerosas críticas: científicos y Organizaciones No Gubernamentales (ONG) denunciaron un enfoque vertical que subestima el potencial local. Predijeron el fracaso de la empresa, porque no tiene en cuenta la necesidad de ocuparse a largo plazo de los brotes, regarlos, protegerlos de los animales, podarlos, etc. Esto implicaría proveer a las poblaciones de medios suficientes, en especial para el riego.
Dennis Garrity, director del Centro Agroforestal Mundial, un instituto de investigación conocido por su antiguo acrónimo ICRAF (International Center for Research in Agroforestry), relata: “En los años 1970, una idea semejante ya había suscitado gran interés en todo el mundo. Terminó en un fracaso bochornoso. Al principio, los jefes de Estado africanos estaban entusiasmados y los ministerios locales de Agricultura recibieron mucho dinero. Lo que equivalía a decir: ‘Dennos el dinero y plantamos todo lo que ustedes necesiten’. Se plantaron millones de árboles y, desde luego, la gran mayoría murió”.
Más que un inmenso muro arbolado, Garrity propone una interpretación más metafórica, pero también ambiciosa, del proyecto de la gran muralla verde: promover los saberes locales y los conocimientos científicos orientados a la preservación del medio ambiente y el desarrollo sustentable. Según él, la reforestación tiene que seguir siendo un eje de acción central, pero debe integrarse en una visión global que incluya la producción de víveres y los ecosistemas, como en Koutal. Se trata no sólo de luchar contra la degradación del terreno, sino también de favorecer las cosechas, los ingresos producidos por la tierra y la seguridad alimentaria. Así, podría aparecer un mosaico de iniciativas, ya sea que participen o no en la constitución de un verdadero “muro” perfectamente lineal en el mapa.
No faltan los ejemplos exitosos. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (Food and Agriculture Organization, FAO) los censó (3). Esta organización evoca, en particular, que en estos casos no se contentaron con plantar árboles, sino que los cuidaron (4). Garrity y sus colegas se refieren gustosos a tales experiencias de “reverdecimiento sustentable de la agricultura”. Colocar árboles en medio de campos cultivados constituye de hecho una vieja práctica africana que la importación de técnicas “modernas”, tomadas de los países industrializados, había hecho olvidar y que los agrónomos están redescubriendo en la actualidad. El principio es simple: las hojas que caen crean un manto verde permanente que protege el suelo y lo regenera, aumentando su fertilidad y su capacidad de conservar el agua.
Todos los partidarios del proyecto de la gran muralla verde concuerdan en señalar su importancia: falta pues identificar precisamente las modalidades. Los que financian el proyecto –gobiernos africanos y europeos, agencias de desarrollo, ONG– y las poblaciones locales, en cuyo nombre se lo promueve, ¿sabrán ponerse de acuerdo en una visión común?

¿Cómo concretar el proyecto?

Este era uno de los temas de la conferencia ministerial organizada en Dakar en junio de 2011. Todos los participantes del proyecto se reunieron para reflexionar sobre su prosecución. Si bien los jefes de Estado africanos –entre ellos el presidente senegalés Abdoulaye Wade, quien desde siempre apoya el programa– se muestran sensibles a la visión original del presidente Obasanjo, los socios capitalistas occidentales –Unión Europea, FMAM, Banco Mundial y FAO– comparten la idea de que tal conceptualización está destinada al fracaso. Parece que están más de acuerdo con las tesis de Garrity. También se encuentran frente a problemas logísticos, ya que son tres las organizaciones africanas que reclaman la dirección del proyecto: la Agencia Panafricana para la Gran Muralla Verde, la Unión Africana y la Comunidad de Estados del Sahel-Sahara.
Además de presentar el riesgo de enriquecer a los ministerios de Agricultura más que a las poblaciones locales, la visión del presidente Obasanjo se basa en un error de análisis científico. Las imágenes de alta resolución que tomaron los satélites del Instituto Estadounidense de Estudios Geológicos (United States Geological Survey, USGS) muestran que, en realidad, el Sahara no avanza como una ola desplegándose hacia el sur. Evidencian muchos bolsones de terrenos mal cuidados, donde el suelo está gravemente empobrecido, según afirma Ray Tappan, del USGS. Eso no significa que el concepto de gran muralla sea un problema, porque la desertificación es real; pero la visión “metafórica” de Garrity podría considerarse más adaptada. Estima que “hay que apuntar a franjas de tierra, no a todo el borde del Sahel-Sahara”.
El geólogo Dia mide la pertinencia de los argumentos científicos que invalidan la visión “literal”. Sin embargo, el riesgo de herir la susceptibilidad de los dirigentes africanos que manifestaron su apoyo al proyecto inicial, le impide intervenir de manera demasiado notoria –una contradicción común en los procesos políticos de toma de decisión–. Así, para hacer progresar la idea, Dia se esfuerza por encontrar un argumento para que todos puedan “salvar las apariencias”, en particular señalando que las divergencias no son tan grandes como parece: “Todos tenemos la misma estrategia”.
Para Garrity, lo importante no es pelearse sobre las palabras, o a favor de tal o cual concepción de la gran muralla verde: eso incumbe a los jefes de Estado. En cambio, “podemos tratar de promover realizaciones concretas en distintos lugares del Sahel y valorizar las experiencias que ya tuvieron éxito en las poblaciones locales”. En otras palabras, que los dirigentes políticos utilicen los términos que deseen, mientras que en el terreno los trabajos empiecen, sin dejar de lado los estudios científicos ni los savoir-faire locales: “que nadie piense que basta con sólo plantar árboles”.

1. Camionetas que, por algunos francos CFA, transportan a las poblaciones en condiciones a menudo acrobáticas.
2. El Fondo para el Medio ambiente Mundial (FMAM) se creó en 1991 y reúne a 182 países.
3. FAO, La pratique de la gestion durable des terres. Directives et bonnes pratiques pour l’Afrique subsaharienne – Applications sur le terrain, Roma, 2011.
4. “Cómo hacer reverdecer el Sahel”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, agosto de 2010.

* Periodista, autor de HOT: Living Through the Next Fifty Years on Earth, Houghton Mifflin Harcourt, Boston, 2011.

Traducción: Teresa Garufi.

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