LA DESMUNDIALIZACIÓN EN CUESTIÓN

¿Cómo salir de la crisis?

Por Jean-Marie Harribey*
Deuda, recesión, estancamiento... Frente a este panorama global son pocos quienes aún defienden la mundialización. Sin embargo la desmundialización también comienza a despertar algunas objeciones…


El debilitamiento de las sociedades bajo los embates de las finanzas alcanzó un punto límite: las estructuras de la economía tiemblan y el velo ideológico que cubría sus representaciones se desgarra. Los chantres de la mundialización debieron pues acallar sus ditirambos en favor de la eficiencia de los mercados, y tomó forma un debate en torno a su antítesis: la desmundialización. La originalidad de esta idea reside en que no opone los fervientes de la ortodoxia a los “anti”, sino que atraviesa las filas de los economistas y políticos que se habían sublevado contra la dictadura de los mercados financieros, en particular en el momento del combate contra el proyecto de Tratado Constitucional Europeo.
Desde hace varios meses, editoriales, artículos y libros pusieron sobre el tapete los temas del proteccionismo, la salida del euro y la desmundialización (1). Los argumentos esgrimidos con mayor frecuencia remiten a la naturaleza de la crisis que vive el capitalismo, el marco de regulación necesaria y la cuestión de la soberanía democrática.

Un modelo de desarrollo colapsado

Desde comienzos de los años 80, las estructuras del capital se construyeron de manera tal que producían la máxima rentabilidad de las inversiones financieras –la “creación de valor para el accionista”–, mientras se orquestaba sistemáticamente la desvalorización de la fuerza de trabajo. Ésta permite aquélla, a medida que la libertad de circulación de la que gozaban los capitales posibilitó la competencia de los sistemas sociales y fiscales. Eso es lo que expresa el eufemismo “mundialización”: la reorganización del capitalismo a escala mundial para remediar la crisis de la tasa de ganancia que hacía estragos en la bisagra de los años 60-70, el triunfo de las clases dominantes cuyos activos financieros priman sobre los salarios y la obligación para las estructuras de regulación de someterse en adelante a las exigencias de los mercados.
Dos décadas bastaron para derribar este andamiaje: desde mediados de la década de 2000, la tasa de ganancia dejó de crecer en Estados Unidos y el crédito acordado a los pobres para paliar la insuficiencia de los salarios ya no bastó para absorber la superproducción industrial. El efecto se propagó a la velocidad de la circulación de los capitales.
La crisis no es una suma de dificultades nacionales (griega, irlandesa, portuguesa, española, etc.) que se desencadenaron sólo como consecuencia de problemas específicos internos de cada uno de los países, y sobre los cuales cabría preguntarse por qué se manifestaron simultáneamente. Esta crisis es ante todo la de un capitalismo que llegó a la “madurez” mundial, y cuya lógica de creación de valor para el accionista fue llevada a su paroxismo, puesto que todo estaba destinado a convertirse en mercancía, desde la producción de bienes y servicios básicos hasta la salud, la educación, la cultura, los recursos naturales y el conjunto de personas.
La mundialización no se reduce pues al libre intercambio de mercancías, es decir, a su circulación. Las finanzas por las finanzas mismas fueron alcanzadas por la ley del valor, es decir, por una doble exigencia hoy indisociable: revalorizar el trabajo que no es presurizable hasta el infinito, por un lado; hacerlo sobre una base material que se degrada o se enrarece (2). En la crisis financiera subyacen pues la superproducción capitalista y el callejón sin salida de un modelo de desarrollo.
Uno de los principales argumentos de los partidarios de izquierda de la desmundialización consiste en imputar a la mundialización la destrucción de empleos y la desindustrialización de los países ricos. “Hasta mediados de los años 90 –señala Jacques Sapir–, el aumento de la productividad en los países emergentes no era capaz de modificar las relaciones de fuerza con respecto a los países dominantes. En cambio, desde mediados de los años 90, se observa un aumento de la productividad muy importante en países como China o en Europa del Este. Desde entonces, sectores enteros de actividades abandonan los países industrializados” (3). No hay mejor manera de decir que la degradación de la relación de fuerzas entre la clase dominante y los asalariados en los países industrializados es anterior, por lo menos quince años, al surgimiento de China.
Tomando sólo el ejemplo francés, durante la década del 80 se produjeron el deterioro de la porción salarial en el valor agregado (aproximadamente cinco puntos de valor agregado bruto de las sociedades no financieras con respecto a 1973 y alrededor del doble con respecto a 1982) (4) y el aumento del desempleo. Los niveles alcanzados (muy bajos para la porción salarial y muy altos para el desempleo) no se modificarán realmente más adelante, salvo durante el corto período de 1997 a 2001. Resulta exacto decir pues que la competencia de las fuerzas de trabajo que se acentuó durante los últimos años fortaleció la posición adquirida por los sectores más pudientes; pero es inexacto atribuir a los países emergentes la principal responsabilidad del deterioro salarial en los países capitalistas avanzados.
Finalmente, la violencia de clase del neoliberalismo se traduce en el seno de los países ricos en una distribución capital/trabajo favorable al primero y en una modificación de la distribución interna de la masa salarial (los altos salarios obtienen aumentos muy fuertes, especialmente porque incorporan elementos de remuneración del capital como las stock options). Este segundo aspecto está al menos relacionado tanto con la posición social que ocupan los altos directivos de las empresas, debido a sus competencias técnicas, como con el dumping social exterior del que son víctimas los asalariados de la escala más baja.
De ahí la prudencia teórica necesaria para evitar que un conflicto de clases se transforme en un conflicto de naciones, prudencia que Lordon teme esté “condenada a la inanidad” ya que, según él, “las estructuras de la mundialización económica colocan (a los trabajadores chinos y los trabajadores franceses) también y objetivamente en una relación de antagonismo mutuo, contra el cual ninguna negación podrá hacer nada” (5). De hecho, la solución proteccionista establecería una preeminencia del antagonismo de naciones sobre el de clases. Ahora bien, la naturaleza sistémica de la crisis capitalista mundial remite a la relación social fundamental del capitalismo y pone en duda la capacidad de las poblaciones para salir de ésta a través de un camino nacional.
Salvo muy raras excepciones (como Ecuador con la cuestión de la deuda, por ejemplo), los Estados se encargan de hacer pagar la crisis a las poblaciones; tal es el objetivo fundamental unificador de las clases dominantes. Ningún gobierno quiere ni puede correr el riesgo de asumir las consecuencias de un incumplimiento de las deudas soberanas que podría propagarse desde el momento en que se soltara el primer eslabón. Todos condenan así sus economías a la recesión. Por otra parte, la mundialización no sólo es comercial y financiera; es también productiva, al punto que los grandes grupos multinacionales se preocupan poco por la evolución económica nacional (6). La cuestión de los espacios pertinentes de regulación y de lucha contra la crisis es pues crucial.

Soberanía, regulación y cooperación

¿Debe fustigarse la “quimera” (7) de las instituciones internacionales fuertes? Sí, si se trata de rechazar el cliché de la “gobernanza mundial” o de condenar las tergiversaciones y los fracasos de los G8, G20 y otros conciliábulos de los gobernantes dominantes. Pero hay un problema a resolver: el de la construcción de una regulación mundial. El período que citan como ejemplo los partidarios de izquierda de la desmundialización es además el de la posguerra marcado por la regulación de tipo keynesiano inaugurada en Bretton Woods.
Dos hechos decisivos muestran la urgencia de una regulación, sin esperar que el capitalismo sea abolido o simplemente restringido. El primero recae sobre la agricultura, que hoy se caracteriza por la desregulación del intercambio agrícola en todos los niveles, que tiene como consecuencia la captación en los países del Sur de las mejores tierras para los cultivos de exportación en detrimento de los cultivos para consumo interno, la caída de la demanda efectiva y la extrema volatilidad de los precios básicos mundiales. ¿Cómo es posible imaginar que cada país pueda encontrar una relativa autonomía y ver así instaurarse una soberanía alimentaria si los mercados agrícolas no son rigurosamente encuadrados a escala mundial para liberar los productos agrícolas y, más aun, todas las materias primas, de la influencia de la especulación y los riesgos del mercado? (8).
El segundo hecho atañe a la lucha contra el recalentamiento climático que concierne a todo el mundo. Ahora bien, hasta el momento, los fracasos de las negociaciones después de Kyoto, en Copenhague en 2009 y Cancún en 2010, se debieron esencialmente a los conflictos de intereses entre los Estados más poderosos, prisioneros de su obediencia a las exigencias de los lobbies y grupos multinacionales. El surgimiento de una conciencia ciudadana para la salvaguarda de los bienes comunes, dotada de una visión global, puede influir en estas negociaciones, por ejemplo, a través del llamado de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático, por iniciativa del gobierno boliviano en abril de 2010.
Además, tanto la agricultura como el clima revelan la imperiosa necesidad de cambiar radicalmente el modelo de desarrollo subyacente a la mundialización capitalista. Este aspecto es a veces ignorado por los partidarios de la desmundialización que tienen como principal referencia el modelo fordista nacional, desde luego mejor regulado que el modelo neoliberal, pero que generó un productivismo devastador. Nos enfrentamos pues a la definición del lugar donde puede ejercerse la soberanía democrática.
¿Cómo plantean el problema los partidarios de la desmundialización? “Independientemente de lo que se piense, la solución de la reconstitución nacional de soberanía impone su evidencia porque tiene sobre todas las demás el gran mérito práctico de estar allí, inmediatamente disponible, evidentemente a través de las transformaciones estructurales que la tornan económicamente viable: proteccionismo selectivo, control de los capitales, supervisión política de los bancos; todas cosas perfectamente realizables, siempre que se lo desee”, escribe Frédéric Lordon (9). Estos tres niveles de transformaciones estructurales son totalmente pertinentes. Lo que genera problemas es “la evidencia”, lo “inmediatamente disponible”, lo que “ya está ahí”, mientras que el proceso de mundialización tuvo como principal consecuencia vaciar la democracia de su sustancia para confiar las llaves de la casa común a los mercados financieros.
Por lo tanto, la extrema dificultad que los pueblos deben superar es reconstruir totalmente su soberanía y no simplemente reactivarla. La tarea debe realizarse tanto a nivel nacional como, en lo que respecta a los europeos, a nivel regional, dado que el enfrentamiento con las fuerzas del capital ya no se produce únicamente a nivel nacional, ni siquiera quizás principalmente. La contradicción a superar se debe a que si bien la democracia aún se expresa, sobre todo a escala nacional, las regulaciones y transformaciones que deben realizarse, especialmente ecológicas, se sitúan más allá de las naciones; de ahí la importancia de la creación progresiva de un espacio democrático europeo. Al no ser la crisis una suma de crisis nacionales, no habrá una salida nacional de la crisis.

Una transformación radical

Queda entonces la cuestión de saber por dónde comenzar el trabajo de deconstrucción del capitalismo neoliberal. A corto plazo, y de manera urgente, declarar ilegítimas la mayoría de las deudas públicas y anunciar que no serán honradas, decidiendo a escala europea los países prioritarios, teniendo en cuenta sus dificultades. Basar estas decisiones en una auditoría general de las deudas públicas. Proceder a la socialización de todo el sector bancario europeo. Y restaurar una fuerte progresividad de la fiscalidad. No existe al respecto ninguna imposibilidad práctica; sólo falta la voluntad política de “la eutanasia de la renta” (Keynes) mediante su eliminación (10).
A mediano y largo plazo, el proceso que debe iniciarse es el de la transformación radical del modelo de desarrollo en un sentido no capitalista. La destrucción de las actuales estructuras de las finanzas es el primer paso que la prohibición de las transacciones de mutuo acuerdo y de los productos derivados y la tributación de las restantes transacciones financieras podrían llevar a cabo. Pero, además, es indispensable la estricta delimitación del espacio mercantil gobernado por la búsqueda del beneficio para que puedan desarrollarse actividades no mercantiles u orientadas a la satisfacción de las necesidades de las poblaciones preservando el equilibrio ecológico.
¿Qué nombre darle a todo eso? Las protecciones que son necesarias (del derecho laboral, la seguridad social, la naturaleza…) no constituyen necesariamente un sistema proteccionista. La idea de selectividad de los sectores que deben “desmundializarse” o, por el contrario, universalizarse, es sin dudas más difícil de implementar, pero ofrece las ventajas de señalar los verdaderos objetivos que deben alcanzarse, esbozar una bifurcación socio-ecológica de las sociedades y construir paso a paso una cooperación internacional digna de ese nombre. Éste es el mensaje del altermundialismo, que no abandona en absoluto la crítica a la mundialización, sin por ello creer pertinente su aparente opuesto.

1. Para una visión general de las controversias, véanse Harrrribey, J.M.,  “Démondialisation ou altermondialisme?”, http://alternatives-economiques.fr/blogs/harribey/2011/06/07 y “La démondialisation heureuse? Éléments de débat et de réponse à Frédéric Lordon et à quelques autres collègues”,
http://alternatives-economiques.fr/blogs/harribey/2011/06/16/. Además, Frédéric Lordon, www.fredericlordon.fr/triptyque.html, Bernard Cassen y Jacques Sapir, www.medelu.org.
2. J. M. Harribey, “Crise globale, développement soutenable et conceptions de la valeur, de la richesse et de la monnaie”, Forum de la Régulation, París, 1/2-12-09, http://harribey.u-bordeaux4.fr/travaux/monnaie/crise-valeur-monnaie.pdf.
3 J. Sapir, “La mondialisation est-elle coupable?”, Debate entre Daniel Cohen y Jacques Sapir, Alternatives économiques, N° 303, junio de 2011.
4. Informe J. P. Cotis, “Partage de la valeur ajoutée, partage des profits et écarts de rémunérations en France”, Institut national de la statistique et des études économiques (INSEE), París, 2009.
5. F. Lordon, “La desmundialización no es una mala palabra”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, agosto de 2011.
6. M. Husson, “Une crise sans fond”, 28-7-11, http://hussonet.free.fr/sansfond.pdf.
7. F. Lordon, op. cit.
8. Aurélie Trouvé y Jean-Christophe Kroll, “La política agrícola común agoniza”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, enero de 2009.
9. F. Lordon, “Qui a peur de la démondialisation?”, 13-6-11, http://blog.mondediplo.net/2011-06-13-Qui-a-peur-de-la-demondialisation.
10. François Chesnais, Les dettes illégitimes, Quand les banques font main basse sur les politiques publiques, Raisons d’agir, París, 2011.

* Profesor de la Universidad de Burdeos-IV, coordinador del libro de Attac Le Développement a-t-il un avenir? Pour une société solidaire et économe, Mille et une nuits, París, 2004, y autor de La Démence sénile du capital, fragments d’économie critique, Le

Traducción: Gustavo Recalde

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