EXPLORADOR IRÁN

El mandato del cambio

Por Carlos Alfieri*
El Irán gobernado por el alto clero chiita presenta complejidades que rehúyen una caracterización simplista. Debajo del férreo orden teocrático palpitan debates intensos, críticas demoledoras, expresiones culturales de notable refinamiento y ansias sociales de cambio.

Como ocurre con India, China o Egipto, Irán (“país de los arios”) es heredero de una civilización varias veces milenaria. Los múltiples sedimentos –étnicos, culturales, religiosos, lingüísticos– que se fueron depositando en tan dilatado decurso histórico fueron conformando los rasgos definitorios de una realidad nacional que persistió insólitamente vigorosa a lo largo de los siglos y atravesó etapas especialmente significativas: el poderoso imperio persa de Ciro el Grande y Darío I, entre los siglos VII a.C. y V a.C., que disputó a los griegos el dominio del Mediterráneo; la conquista de Alejandro Magno en el siglo IV a.C. y la consiguiente helenización; el dominio árabe en el siglo VII, que trajo la islamización del país. En 1501 se produce un acontecimiento que cobraría una proyección muy importante, cuando el Sha Ismail I proclama al chiismo religión oficial del Estado. Al abrazar esa rama minoritaria del Islam, Persia estableció su impronta diferencial dentro del mundo musulmán como una manera de preservar su peculiaridad nacional.

Desde entonces, el clero chiita fue asumiendo paulatinamente, con distintos grados de intensidad, un papel relevante en la historia de la nación y protagonizando frecuentes conflictos con el poder gubernamental, del mismo modo que la Iglesia Católica europea los vivió en su contexto. No resulta sencillo caracterizar de modo unívoco la índole de ese rol, porque si bien predominan en él los ingredientes conservadores, autoritarios, patriarcales y claramente retrógrados, también se pueden distinguir reclamos de justicia, de defensa de la soberanía nacional y de reivindicación de los sectores desposeídos de la sociedad. Tal vez no sea del todo desatinado establecer algún tipo de comparación, por encima de las inmensas diferencias, con el papel que cumplió el catolicismo como aglutinante nacional en Polonia.

Tras el golpe de Estado organizado por la CIA que derrocó en 1953 al primer ministro Mohammad Mossadegh, quien había nacionalizado el petróleo e intentado una democratización del país, la presencia de Estados Unidos fue desplazando a la británica en la explotación de las cuantiosas reservas de hidrocarburos iraníes. La influencia de Washington sobre el régimen del Sha Mohammad Reza Pahlevi fue cada vez mayor y convirtió al país en un eslabón importante de su estrategia militar frente a la Unión Soviética. Mientras tanto, crecían las protestas contra las políticas antipopulares de la monarquía.
En el movimiento de oposición al Sha convergieron diversas clases sociales y tendencias ideológicas, pero los sectores laicos, liberales, socialdemócratas, nacionalistas y marxistas fueron pronto desplazados por los que respondían al clero chiita, que bajo el liderazgo arrollador del ayatollah Ruhollah Jomeini controló por completo la revolución de 1979 y creó la República Islámica.

En rigor, el binomio “república” e “islámica” constituye un oxímoron, que se traduce en una articulación legal que fija dos fuentes de legitimidad del poder: la soberanía divina y la voluntad popular, esta última expresada a través de mecanismos electorales. El problema es que Dios no suele comparecer directamente, por lo que su intervención sólo puede ejercerse de manera vicaria; así, Jomeini impuso como piedra basal del sistema político el principio de velayat-e faqih (gobierno de los jurisconsultos religiosos), que convirtió al Líder de la Revolución y Líder Espiritual –o sea él mismo, sucedido tras su muerte por el ayatollah Ali Jamenei– en la autoridad suprema del Estado. En la práctica, el representante de la soberanía divina.

Más preciso que como Estado teocrático sería definir a la República Islámica como un Estado clerical. Si bien es cierto que la estructura institucional de la república la forma una complicada urdimbre de organismos electivos y no electivos, de pesos y contrapesos, y que tras la reforma constitucional la designación del Líder e incluso su eventual destitución están a cargo de la Asamblea de Expertos, cuyos miembros, todos religiosos, son elegidos por sufragio universal, la instancia última del poder radica en una reducida élite clerical.

Pero el clero chiita iraní no es, en absoluto, monolítico. Por el contrario, al no existir partidos, el debate político se traslada a su propio seno, que obra de algún modo como caja de resonancia de las distintas corrientes que se agitan en la sociedad. Los sectores clericales responden a diversas tendencias ideológicas, a veces totalmente opuestas, e intereses diferenciados, y tejen complejas alianzas dentro y fuera de su ámbito.

Como sucede con todas las clasificaciones, la línea gruesa que separa en dos grandes grupos a los clérigos, el de los “conservadores” o “fundamentalistas” por un lado, y el de los “reformistas”, “moderados” o “pragmáticos” por otro es simplificadora en exceso, aunque no deja de ser útil como primera aproximación, siempre que se tenga presente que con frecuencia un mismo personaje ha pertenecido sucesivamente a ambas tendencias, y que los contenidos ideológicos de ellas no están claramente delimitados.

Con el paso de los años, el régimen de los ayatollahs reprodujo muchos de los males que combatió en el del Sha: autocracia, corrupción, enriquecimiento de una burguesía ligada al poder, represión. Pero además de la celosa defensa de la independencia de Irán, también impulsó innegables avances sociales, como una exitosa alfabetización de la población o el crecimiento extraordinario del alumnado universitario, y dentro de éste, la participación de las mujeres, que ha superado la de los hombres, con lo que, paradójicamente, estimuló en los jóvenes y en las mujeres la apetencia por nuevas cotas de progreso.

Irán es un país multiétnico y plurilingüístico pero con un fuerte sentido de pertenencia nacional, y en el que más del 90% de sus casi 80 millones de habitantes practican el chiismo. Sin embargo, el debate de ideas gozó siempre, aun bajo circunstancias adversas, de una remarcable vitalidad. La sociedad iraní es dinámica, capas apreciables de ella poseen un alto nivel de instrucción y están abiertas al cambio, presiona para ensanchar los márgenes de libertad, está abierta, dentro de sus posibilidades, a lo que ocurre en el mundo y, dentro de ella, los jóvenes y las mujeres son los motores que impulsan las transformaciones. No es casual que haya apoyado masivamente al candidato reformista Mohammad Jatami, presidente entre 1997 y 2005; que haya salido a la calle en 2009 para protestar contra el presunto fraude electoral que permitió al presidente Mahmud Ahmadinejad alcanzar un segundo mandato, o que haya forjado en 2013 el apabullante triunfo del actual presidente aperturista, Hassan Rohani.

El régimen iraní está condenado al cambio, porque la asincronía que muestra con respecto a la sociedad es cada vez más abrumadora. Los jóvenes rechazan el rigorismo moral impuesto por el clero y dan cada vez más muestras de transgresión. Las mujeres, que han avanzado muchísimo, luchan contra la secular discriminación que las estigmatiza. Los estudiantes, los intelectuales, los grupos sociales y políticos batallan por una mayor libertad. Importantes sectores buscan la modernización del país. El cambio parece inevitable, pero la gran incógnita es si se generará dentro del sistema, con una reforma radical de las jerarquías religiosas, o estallará por fuera de él con el renacimiento de corrientes laicas que estuvieron largo tiempo soterradas.

Esta nota integra el EXPLORADOR IRÁN: En el centro de las tormentas

El Irán gobernado por el alto clero chiita presenta complejidades que rehúyen una caracterización simplista. Debajo del férreo orden teocrático palpitan debates intensos, críticas demoledoras, expresiones culturales de notable refinamiento y ansias sociales de cambio.

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* Periodista. Ex editor de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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