LA FRONTERA ESTADOS UNIDOS-MÉXICO: MÁS CONTINUIDADES QUE RUPTURAS

El muro y el racismo tienen su historia

Por Carlos González Herrera*
Aunque se presentan como novedades de la era Trump, las políticas migratorias fundadas en criterios raciales y la violencia contra los mexicanos corresponden a una larga tradición y a una arraigada cultura en la historia de Estados Unidos.
“Abrazos No Muros”. Familiares separados por la deportación y la inmigración cruzan el Río Bravo, 28/1/17 (José Luis Gonzalez/Reuters)

En los meses previos a las elecciones presidenciales de Estados Unidos el 8 de noviembre de 2016, las apuestas en los ámbitos académicos se inclinaban por un triunfo de la candidata del Partido Demócrata Hillary Clinton: ante su elocuencia, conocimiento y manejo del establishment político nacional e internacional, parecía que las limitaciones de su rival Donald Trump lo dejarían en desventaja en la contienda electoral. Pero no faltaban quienes sostuvieron la posibilidad de la llegada del enigmático magnate a la presidencia. Estos debates se reflejaron en el curso de un simposio internacional organizado en la Universidad Nacional de San Martín (1): al analizar la dimensión peculiar de estas elecciones, surgió la consideración de que como contrapeso a las deficiencias de su discurso formal, las peroratas políticamente incorrectas de Trump encontrarían un sector amplio del electorado no solamente receptivo de sus ideas racistas y antiinmigrantes sino además convencido de tener finalmente un candidato que hablaba su idioma.

Ante la elocuencia, conocimiento y manejo del establishment político nacional e internacional de Clinton, parecía que las limitaciones de su oponente lo dejarían rezagado en la contienda presidencial del 8 de noviembre del 2016.

Sin embargo, el discurso de Trump no puede ser sopesado exclusivamente en la balanza de la ciencia política, sino también en la de la historia. Sus palabras forman parte de una cultura popular muy arraigada en la sociedad estadounidense que vive alejada de las urbes del Atlántico y del Pacífico, y para la que, desde hace 150 años, el inmigrante debiera ser excluido del body politic de su país. Muchas de las ideas demodées de Donald Trump revivieron y reciclaron antiguos sentimientos de inseguridad/superioridad de sectores tradicionales perjudicados por tres décadas de globalización y aparente debilitamiento de las fronteras nacionales.

El muro y la vigilancia

En la narrativa nativista y populista del nuevo presidente estadounidense resaltan dos elementos que se presentan como novedosos sin serlo. El primero de ellos es el muro que pretende separar físicamente a los países a lo largo de los poco más de 3.000 kilómetros de frontera, y que lleva ya años en construcción. En 1990 el gobierno estadounidense comenzó a levantar porciones de rejas en la región de San  Diego (California). A partir de 1996, una reforma a la ley de inmigración amplió los márgenes de autoridad del gobierno federal para vigilar la frontera mediante la construcción de barreras físicas. Posteriormente, y como resultado de los ataques sufridos en 2001, el Congreso de los Estados Unidos le otorgó al recientemente creado Departamento de Seguridad Interior (Department of Homeland Security) amplios poderes para tomar el control total de las zonas contiguas a la frontera internacional. Durante este período se construyeron unos 1.100 kilómetros de barreras físicas para vehículos y personas.   

El segundo elemento es la vigilancia sobre los potenciales inmigrantes ilegales, respecto de la cual Trump ha insistido en que debe abarcar a todas las agencias de seguridad del país, incluidas las policías locales. Recordemos que en el año 2010, la gobernadora republicana del estado de Arizona, Janice Kay Brewer, firmó una ley local en materia migratoria que endureció notablemente la actitud oficial en su territorio. La ley no mencionaba a los mexicanos, pero fueron el objetivo principal de esta iniciativa típica del resurgimiento de antiguos sentimientos racistas y antiinmigrantes (2). Pero al igual que el muro, lo sucedido en Arizona, secundado luego por otras autoridades locales y municipales del país, no debe sorprendernos demasiado. En primer lugar porque la arquitectura constitucional que alberga al sistema político de Estados Unidos implica que además de las políticas federales, los estados pueden implantar medidas particulares de trato a los migrantes. Pero sobre todo porque los fundamentos culturales de esa ley no son nuevos. Desde hace un siglo, la política migratoria estadounidense ha pretendido administrar la entrada de extranjeros a su territorio basándose en criterios raciales. La inmigración europea y de Medio Oriente fue manejada por la mayor de las instalaciones del Servicio de Inmigración, ubicada en Ellis Island, en la entrada del puerto de Nueva York. La estación migratoria de Angel Island en San Francisco se especializó en el manejo de la entrada de ciudadanos chinos, japoneses y coreanos. La administración de la migración mexicana y posteriormente centroamericana ha sido llevada a cabo a través de numerosos puertos de entrada terrestres ubicados a lo largo de los 3.000 kilómetros de frontera. No hace falta decir que esta última es la que más complicaciones sociales y económicas y repercusiones de orden humanitario ha tenido.

La vigilancia de sus fronteras y la actuación de las autoridades locales en estados como Texas, California, Colorado o la propia Arizona han usado el filtro racial para vigilar sus ciudades y, desafortunadamente, para impartir justicia. En otras palabras, el recurso cultural y anímico que sustenta muros y leyes antiinmigrantes ha estado latente por más de cien años y solamente la necesidad de seguir contando con una fuente de trabajo abundante y barato había logrado contener esos prejuicios (3).

Es casi imposible obviar una mención al libro del influyente académico Samuel Huntington,  Who We Are? The Challenges to America’s National Identity [¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense]. Publicado en 2004 y en plena asimilación de la experiencia de los ataques terroristas del 2001, alertaba sobre el gravísimo reto y riesgo que la presencia de inmigrantes imponía sobre la viabilidad futura de la forma civilizatoria que los Estados Unidos habían encarnado durante dos siglos. A Huntington hay que reconocerle una retórica no sólo cercana a la performance, sino altamente efectiva sobre el ánimo atemorizado del pueblo estadounidense, que no termina de salir del trauma de los atentados del 11 de septiembre. Sin embargo, no deja de ser una propuesta que desvirtúa la realidad, ignorando el proceso histórico que aquí se ha esbozado, y que hace un juego de espejo a la política migratoria de aquel país. Por ello, sostengo la urgencia de miradas largas sobre el fenómeno migratorio, ese gran fantasma que parece recorrer el mundo contemporáneo.

Los traslados de poblaciones, o partes de ellas, desde el lugar donde se considera están el hogar, la familia, lo propio, a sitios alejados física o culturalmente, han existido desde hace  muchísimos años. En el siglo XIX esa experiencia humana se tornó masiva, dando pie a las migraciones del siglo XX que han obligado a redefinir las antiguas relaciones metrópoli-colonia, centro-periferia, primer mundo-tercer mundo, por un aquí y allá que se había sobrepuesto a las distancias: las “zonas de contacto” entre esos mundos asimétricos dejaron de estar en la seguridad de los alejados espacios coloniales africanos, asiáticos, indostaníes o latinoamericanos.

Lo que Huntington y los “alarmados” por la presencia masiva de migrantes olvidan es que las corrientes migratorias de los últimos cien años son producto del desdoblamiento de las realidades coloniales, de la descomposición de los legados de siglos de colonialismos y dominios imperiales. La migración masiva y descontrolada contemporánea pareciera ser la venganza no planeada, “el tiro por la culata”, producido por la arbitrariedad y la falta de sensibilidad metropolitanos. Esta migración, ya como producto del desanudado de los remedos de sociedad civil que se dejaron en las colonias, o también como continuación de proyectos de extracción de mano de obra de un país hacia otro, como es el caso de México y los Estados Unidos, mueven las “zonas de contacto” al traspatio de las potencias (4). El tercer mundo ya no está en un lejano “allá”, se mudó a un atemorizante “aquí”. Esas movilizaciones masivas de seres humanos trasladan el choque de culturas, costumbres, lenguas y visiones del mundo diferentes de la periferia empobrecida a los vecindarios del mundo rico y desarrollado (5).

Perfilamiento racial

En los últimos años hemos presenciado una escalada de acciones llevadas a cabo tanto por instituciones pertenecientes al Estado como a la sociedad estadounidenses marcadas por un filtro cultural que podemos llamar, para acudir a un término muy preciso en la historia política de los Estados Unidos, racial profiling (6) o perfilamiento racial. La vigilancia, el monitoreo, los procesos de investigación criminal, así como las acciones persecutorias y punitivas, añaden o incluso pueden tener como antecedente el perfil racial para hacer funcionar el aparato del law enforcement o de aplicación de la ley.

La presencia de diferentes grupos étnicos y raciales, así como las adscripciones nacionales y religiosas han dejado de ser vistas en las naciones metrópoli como un rasgo folk positivo por la diversidad de oferta cultural, lingüística y culinaria que ofrecen, para ser contempladas como un riesgo a la esencia cultural y a la seguridad nacional.

También hemos visto campear las propuestas de que esta focalización de lo racial como una forma de perfilar los riesgos, además de una vía para la administración de las acciones del Estado en zonas o regiones fronterizas o de multiplicidad étnico-racial, es producto de manera exclusiva de la radicalización de las minorías en los países que, erróneamente, suelen llamarse receptores.

Quisiera proponer cuatro dimensiones del perfilamiento racial a explorar. Las dos primeras funcionan como una plataforma histórico cultural: 1) acción orquestada para racializar los espacios fronterizos, entendidos como zonas de contacto que desbordan la frontera físico-política que aparece en los mapas; 2) la racialización como una forma de vigilancia que, desde la frontera política y geográfica –border– se expande hacia los múltiples espacios de la frontera cultural –frontier–, que remite al horizonte civilizatorio. Las otras dos son implementaciones de políticas públicas basadas en las dos primeras dimensiones; 3) la racialización como una herramienta que regula no solamente los cruces fronterizos, sino también los diversos espacios de la vida diaria: laborales, de salud, educativos, de vivienda y aquellos del campo de la vigilancia y seguridad; 4) la racialización como una práctica que, contra la idea de que el perfilamiento racial sea una novedad del siglo XXI, tiene una antigüedad de por lo menos 150 años.

Los apoyos que la narrativa Trump se ganó a lo largo de la campaña electoral y las simpatías que siguen beneficiándolo al cabo de sus primeros cien días de gobierno tienen buena parte de su explicación en esta notable continuidad de rasgos de la cultura política, social y racial de una porción importante de la sociedad estadounidense. La relación entre el perfilamiento racial y la violencia contra la población mexicana en los Estados Unidos puede ser documentada desde 1845 y tiene tres grandes ciclos temporales: 1845-1945, cuando el racismo disparó de modo casi irrestricto la violencia física, incluidos los linchamientos; 1945-2001, que con altibajos conforma un largo ciclo de contención de las expresiones violentas del racismo, explicable por la participación de los mexicanos en la Segunda Guerra Mundial, por la importancia económica del Programa de Bracero, que entre 1945 y 1964 permitió 5 millones de permisos de trabajo temporal, y por la lucha por los derechos civiles de los años sesenta; desde comienzos del siglo XXI, donde se registra un preocupante reavivamiento de prácticas violentas asociadas al perfilamiento racial, tales como las muertes por disparos de la Patrulla Fronteriza y por agentes de departamentos de policía de diversas ciudades.

Hoy más que nunca, la historia debería ser una aliada de la política para un país como México, para tener la capacidad de demostrar cómo la frontera que le fue impuesta desde el norte fue y sigue siendo un espacio físico cuyo contenido social y cultural se ha encontrado en un constante estado de transición y complicado afianzamiento: la construcción de las identidades que contienen o excluyen, los filtros que definirán lo permitido y lo prohibido, lo legítimo y lo transgresor. Incluso elementos constitutivos de esta frontera, como lo son la exclusión, la discriminación y el racismo dirigidos hacia los mexicanos, tuvieron que ser paulatinamente elaborados en los Estados Unidos por el Estado y muy diversos sectores de su sociedad. Se ha transitado desde el racismo rústico y ramplón del “not dogs or mexicans allowed”, pasando por las cuotas migratorias, los programas de trabajadores migratorios, hasta esta versión, poco sofisticada, del nacionalismo económico de la administración Trump.

Imperio y periferia

Hoy en día la frontera o los borderlands siguen impactando a la razón y estrujando al corazón por el descarnado vis à vis entre una nación poderosa e industrializada, “la potencia”,  y otra cuya constante parecer ser un perenne estado de saltos frustrados para salir de la pobreza. El abismo material entre las dos naciones es tan grande en la actualidad, y produce tantos desequilibrios, que cualquier esfuerzo por suavizar su frontera se vuelve un chocante intento por romantizar lo que es necesariamente conflictivo. Esto sin negar que la frontera es un lugar fascinante de riqueza cultural por la multitud y variedad de sus intercambios y sincretismos. En ella la violencia cotidiana, real y simbólica, proviene en buen grado del hecho de que las relaciones de poder y subordinación que atraviesan los vínculos entre la nación imperial y una nación periférica se concentran en un espacio relativamente pequeño. Relaciones nacionales de tal complejidad y tensión no pueden producir zonas limítrofes pacíficas, armoniosas y de comprensión fácil.

Es necesario rechazar la visión de la frontera como un escenario sencillo y que se forma por decreto, acuerdo, o tratado impuesto por la fuerza. La construcción de la frontera entre los Estados Unidos y México no es un problema de mapas, aunque haya quien así lo suponga. La distancia entre una línea divisoria trazada en un mapa oficial y una frontera construida y entendida a través de prácticas sociales y de autoridad es enorme. La primera se logra en poco tiempo, la segunda, tal como se ha demostrado, toma décadas en el mejor de los casos.

1. Referencia al Simposio Internacional “Para una nueva historia contemporánea de América Latina: un debate abierto”, organizado por el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional  de San Martín (UNSAM), realizado el 26 y 27 de agosto de 2016.
2. La base social de apoyo a la iniciativa SB1070 había sido aglutinada por el tristemente célebre sheriff del condado de Maricopa, donde se encuentra la ciudad de Phoenix, Joe Arpaio, que a partir de 1992, desde su oficina impulsó una política de criminalización basada en el racial profiling. Fue constantemente acusado de arrestar  personas para investigarlas por su apariencia física, llegando incluso a sitiar a comunidades hispanas enteras para revisar el estatus de cada uno de sus habitantes. El sheriff Arpaio fue reelecto en cinco ocasiones consecutivas entre 1992 y 2016.
3. El endurecimiento con la inmigración no documentada hacia los Estados Unidos se ha hecho evidente. En los estados fronterizos con México, las cárceles albergan a más del 50% de sus internos por los llamados “delitos migratorios”, siendo Arizona el ejemplo más conspicuo.
4. Durante los últimos años, la migración mexicana ha disminuido sensiblemente por la depresión de los mercados laborales estadounidenses. Hoy la novedad es el aumento de la migración centroamericana , que huye por una combinación de factores económicos y de violencia política y criminal.
5. Las ciudades mexicanas alineadas al sur de la división internacional se convierten hacia el siglo XXI en poblaciones enormes y rebasadas en su capacidad de albergar con dignidad a sus millones de habitantes. Tijuana, Juárez o Nuevo Laredo siguen siendo reservorio de mano de obra abundante y de bajo costo y testigos del carácter oportunista de las políticas de inmigración de los Estados Unidos, de sus ciclos de inversión y desinversión, así como de la baja cultura emprendedora del empresariado local.
6. Una definición operativa aceptable sería la de una práctica en la que las autoridades definen el curso de su actuación hacia un individuo, no por su comportamiento, sino por sus características raciales y étnicas, que se pueden extender a las de origen nacional o adscripción religiosa.


Este artículo forma parte de la edición especial deLe Monde diplomatique/UNSAM

América Latina. Territorio en disputa

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* Invitado al Ciclo Leer América Latina organizado por el Programa Lectura Mundi. Doctor en Antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor Titular de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ) en los programas de pregrado y posgrado.

UNSAM / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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