EXPLORADOR ÁFRICA

Los caminos inesperados de Mandela

Por Achille Mbembe*
A los 95 años falleció Nelson Mandela. Aclamado en los cinco continentes, su nombre es sinónimo de resistencia, liberación y universalidad. Hasta poco antes de morir seguía afirmando que había que continuar con la inmensa tarea de la emancipación.
Gideon Mendel / Corbis / Latinstock

Cuando Nelson Mandela se apague, podremos declarar el fin del siglo XX. El hombre que hoy se encuentra en el crepúsculo de su vida fue una de sus figuras emblemáticas. Exceptuando a Fidel Castro, tal vez sea el último de una estirpe de grandes hombres condenada a la extinción, a tal punto nuestra época tiene prisa por acabar de una vez por todas con los mitos.

Más que el santo que él afirmaba con gusto nunca haber sido, Mandela habrá sido, en efecto, un mito viviente, antes, durante y después de su largo encarcelamiento. Sudáfrica –ese accidente geográfico al que le cuesta volverse concepto– halló en él su Idea. Y si este país no tiene ningún apuro en separarse de él, es porque el mito de la sociedad sin mitos no carece de peligros para su nueva existencia como comunidad después del apartheid.

Pero, si bien no podemos dejar de concederle a Mandela la negación de su santidad –que él no cesaba de proclamar, a veces no sin malicia–, debemos reconocer que estuvo lejos de ser un hombre banal. El apartheid, que de ninguna manera fue una forma ordinaria de la dominación colonial o de la opresión racial, suscitó en cambio el surgimiento de una clase de mujeres y hombres poco comunes, sin miedo, que a costa de sacrificios inauditos precipitaron su abolición. Si Mandela se convirtió en el nombre de todos ellos fue porque, en cada encrucijada de su vida, supo tomar, a veces presionado por las circunstancias y a menudo de manera voluntaria, caminos inesperados.

El hombre en su más simple expresión

En el fondo, su vida podría resumirse en unas pocas palabras: un hombre constantemente al acecho, un centinela siempre listo, cuyas vueltas, tan inesperadas como milagrosas, no hicieron sino contribuir aun más a su mitificación.

En los fundamentos del mito no se encuentran solamente el deseo de lo sagrado y la sed de lo secreto. Florece primero con la cercanía de la muerte, esa forma primera de la partida y del desgarramiento. Mandela la experimentó muy temprano, cuando su padre Mphakanyiswa Gadla Mandela, falleció prácticamente frente a sus ojos, con la pipa en la boca, en medio de una tos incontenible que ni siquiera el tabaco que tanto le gustaba logró suavizar. Así fue cómo esa primera partida precipitó otra. Acompañado por su madre, el joven Mandela dejó Qunu, el lugar de su infancia y de su temprana adolescencia, que él describe con un cariño infinito en su autobiografía. Volvería a vivir allí al término de sus largos años de prisión, después de haber construido una casa, réplica exacta de la última cárcel donde estuvo preso antes de ser liberado.

Negándose a adaptarse a los usos y costumbres, se irá una segunda vez al final de su adolescencia. Príncipe fugitivo, le dará la espalda a una carrera junto al jefe de los thembus, su clan de origen. Se irá a Johannesburgo, ciudad minera entonces en plena expansión y meca de las contradicciones sociales, culturales y políticas engendradas por esa mezcla barroca de capitalismo y racismo que en 1948 adoptara la forma y el nombre de “apartheid”. Destinado a convertirse en jefe según el mandato de la costumbre, Mandela se convertirá al nacionalismo como otros a una religión, y la ciudad de las minas de oro se volverá el escenario principal de su encuentro con su propio destino.

Entonces comienza un largo y doloroso vía crucis, lleno de privaciones, arrestos repetidos, acosos intempestivos, múltiples comparecencias ante los tribunales, estadías regulares en los calabozos con su rosario de torturas y sus rituales de humillaciones, períodos más o menos prolongados de clandestinidad, inversión de los mundos diurno y nocturno, disfraces más o menos espontáneos, una vida familiar dislocada, viviendas abandonadas… El hombre en lucha, acorralado, el fugitivo siempre listo para partir, al que solo guía la convicción de un día futuro, el del regreso.

En efecto, Mandela corrió inmensos riesgos. Con su propia vida, que vivió intensamente, como si cada vez hubiera que volver a empezar de cero y como si cada vez fuese la última. Pero también con la de muchos otros, empezando por su familia, que inevitablemente pagó un precio inestimable por sus compromisos y sus convicciones. Por eso mismo, tenía para con ella una deuda insondable que él siempre supo que no podría pagar, lo cual no hizo más que agravar sus sentimientos de culpa.

En 1964, se salvó por muy poco de la pena capital. Con sus coacusados, se había preparado para ser condenado. “Habíamos considerado esa eventualidad –afirma en una entrevista con Ahmed Kathrada, mucho después de haber salido de la cárcel–. Si teníamos que desaparecer, mejor hacerlo en una nube de gloria. Nos agradó saber que nuestra ejecución representaría nuestra última ofrenda a nuestro pueblo y a nuestra organización” (1). Esta visión eucarística, sin embargo, estaba exenta de todo deseo de martirio. Y, contrariamente a todos los demás, de Ruben Um Nyobè a Patrice Lumumba, pasando por Amilcar Cabral, Martin Luther King y hasta Mohandas Karamchand Gandhi, Mandela escapará a la guadaña.

En la prisión de Robben Island, experimentará verdaderamente ese deseo de vida, en los límites del trabajo forzado, la muerte y el exilio. La prisión se volverá el lugar de una prueba extrema, la del confinamiento y el regreso del hombre a su más simple expresión. En ese lugar de máxima indigencia, Mandela aprenderá a habitar la celda en la que pasará más de veinte años a la manera de una persona viva forzada a adaptarse a un ataúd (2).

Durante largas y atroces horas de soledad, empujado a las inmediaciones de la locura, redescubrirá lo esencial, aquello que yace en el silencio y el detalle. Todo volverá a hablarle: una hormiga que corre quién sabe adónde; la semilla enterrada que muere y luego vuelve a brotar, dando la ilusión de un jardín; el fragmento de algún objeto, no importa cuál; el silencio de los días monótonos que se asemejan y que parecen no pasar; el tiempo que se prolonga interminablemente; la lentitud de los días y el frío de las noches; el habla, tan escasa; el mundo detrás de los muros del que ya no se oyen los murmullos; el abismo que fue Robben Island y las huellas de la penitenciaría en su rostro ahora esculpido por el dolor, en sus ojos lastimados por la luz del sol que se refleja en el cuarzo, en esas lágrimas que no lo son, el polvo en ese rostro transformado en un espectro fantasmal y en sus pulmones, en los dedos de sus pies, y por encima de todo, esa sonrisa alegre y vivaz, esa postura altanera, erguido, de pie, con el puño cerrado y listo para abrazar nuevamente al mundo y hacer soplar la tormenta.

El proyecto de igualdad universal

Despojado de casi todo, luchará paso a paso para no ceder el resto de humanidad que sus carceleros quieren arrancarle a toda costa y blandir como trofeo último. Reducido a vivir con casi nada, aprende a economizar todo, pero también a cultivar un profundo desprendimiento respecto de las cosas de la vida profana, incluidos los placeres de la sexualidad. Al punto que, prisionero de hecho y confinado entre dos paredes y media, no es sin embargo el esclavo de nadie.

Hombre de carne y hueso, Mandela vivió, pues, muy cerca del desastre. Se adentró en la noche de la vida, lo más cerca de las tinieblas, en busca de una idea: cómo vivir libre de la raza y de la dominación que lleva ese mismo nombre. Sus elecciones lo condujeron al borde del precipicio. Fascinó al mundo porque volvió del país de las sombras, como una fuerza repentina en el crepúsculo de un siglo que está envejeciendo y que ya no sabe soñar.

Al igual que los movimientos obreros del siglo XIX, o que las luchas de las mujeres, nuestra modernidad se vio moldeada por el sueño de abolición por el que lucharon en el pasado los esclavos. Es ese sueño el que prolongarán, a principios del siglo XX, los combates por la descolonización. La praxis política de Mandela se inscribe en esa historia específica de las grandes luchas africanas por la emancipación humana.

Esas luchas revistieron, desde sus comienzos, una dimensión planetaria. Su significado nunca fue únicamente local. Siempre fue universal. Aun cuando movilizaban a actores locales, en un país o un territorio nacional bien circunscripto, eran el punto de partida de solidaridades forjadas a una escala mundial y transnacional.

Fueron luchas que, cada vez, permitieron la extensión o la universalización de derechos que, hasta ese momento, habían sido exclusividad de una raza. El triunfo del movimiento abolicionista durante el siglo XIX puso fin a la contradicción que representaban las democracias esclavistas modernas. En Estados Unidos, por ejemplo, la liberación de las personas de origen africano y las luchas por los derechos civiles abrieron el camino hacia la profundización de la idea y la práctica de la igualdad y la ciudadanía.

Encontramos la misma universalidad en el movimiento anticolonialista. ¿A qué apunta éste, en efecto, si no es a volver posible la manifestación de un poder propio de génesis, el poder de tenerse en pie por sí mismo, de hacer comunidad, de autodeterminarse?

Al convertirse en el símbolo de la lucha global contra el apartheid, Mandela prolonga esos significados. Aquí, el objetivo es fundar una comunidad más allá de la raza. En momentos en que el racismo ha vuelto bajo formas más o menos inesperadas, el proyecto de igualdad universal se encuentra más que nunca ante nosotros.

Sociedad armada de consumo

Resta decir algo sobre la Sudáfrica que Mandela dejará tras de sí. El paso de una sociedad de control a una sociedad de consumo representa sin duda una de las transformaciones más decisivas desde su liberación y el final del apartheid. Bajo el apartheid, el control consistía en acorralar y restringir la movilidad de los negros. Pasaba por la regulación de los espacios en los que éstos estaban confinados, con el objetivo de extraer de ellos la mayor cantidad posible de trabajo. Fue por eso que se instauraron microentornos, que funcionaron a veces bajo el modo de cercados, otras, de reservas. Entonces, los contactos entre los individuos estaban ya sea prohibidos, ya sea regidos por leyes estrictas, sobre todo cuando esos individuos pertenecían a categorías raciales diferentes. El control pasaba, pues, por la modulación de la brutalidad a lo largo de líneas raciales que el poder quería rígidas.

Bajo el apartheid, la brutalidad tenía tres funciones.

Por un lado, apuntaba a debilitar las capacidades de los negros para asegurar su reproducción social. Éstos nunca podían reunir los medios indispensables para una vida digna de ese nombre, se tratase del acceso a la comida, a la vivienda, a la educación y a la salud o, más aun, a los derechos ciudadanos elementales.

Esa brutalidad tenía, por otra parte, una dimensión somática. Apuntaba a inmovilizar los cuerpos, a paralizarlos, a quebrarlos de ser necesario. Por último, atacaba el sistema nervioso y tendía a ahogar las capacidades de sus víctimas para crear su propio mundo de símbolos. La mayor parte del tiempo, sus energías estaban dedicadas a tareas de supervivencia. Estaban forzados a vivir su vida únicamente bajo el modo de la repetición. Tal era, en efecto, la tarea que supuestamente debía llevar a cabo el racismo.

Esas formas de violencia y de brutalidad han sido objeto de una internalización más profunda de lo que se quiere admitir. Desde 1994, se han reproducido en un modo molecular en el plano de la existencia común y pública. Se manifiestan en todos los niveles de las interacciones sociales cotidianas, se trate de las esferas íntimas de la vida, de las estructuras del deseo y la sexualidad o, más aun, del incontenible deseo de consumir todo tipo de mercancías.

Ese deseo desenfrenado de consumir se considera la esencia y la sustancia de la democracia y la ciudadanía. El paso de una sociedad de control a una sociedad de consumo se produce en un contexto marcado por diversas formas de privaciones para la mayoría de los negros. Coexisten la extrema opulencia y la extrema privación, y la brecha que separa estos dos estados tiende a ser cada vez más negociada por medio de la violencia y de diversas formas de acaparamiento.

La democracia pos-Mandela está mayormente compuesta por negros desempleados y otros inempleables que no ejercen derecho de propiedad sobre casi nada. La larga historia del país está en sí misma marcada por el antagonismo entre dos principios: el gobierno del pueblo por el pueblo y la ley de los ricos.

Hasta hace muy poco, estos últimos eran casi exclusivamente blancos, y es lo que daba a las luchas una connotación racial. Hoy ya no es del todo así. Sin embargo, la clase media negra emergente no está en posición de gozar con total seguridad de los derechos de propiedad que adquirió recientemente. No está segura de que la casa que compró con un crédito mañana no le será arrebatada, ya sea por la fuerza, ya sea a causa de circunstancias económicas desfavorables. Ese sentido de la precariedad constituye una de las marcas de su psicología de clase.

El viejo movimiento de liberación, el Congreso Nacional Africano (African Nacional Congress, ANC) está, por su parte, atrapado en las redes de una mutación aun más contradictoria. El cálculo que hicieron las clases que están en el poder y los dueños del capital es que la pobreza de masas y las altas tasas de desigualdad podrían, bajo ciertas condiciones, provocar disturbios, huelgas episódicas e incidentes violentos varios. Pero de ello no resultará en absoluto una contra-coalición capaz de cuestionar fundamentalmente el compromiso de 1994 que transfiere el poder político al ANC y consagra la supremacía económica y cultural de la minoría blanca.

Sudáfrica ingresa en un nuevo período de su historia, durante el cual los procedimientos de acumulación ya no se operan a través de la expropiación directa, como durante las guerras de desposesión del siglo XIX. En la actualidad, pasan por la captura y la apropiación privada de los recursos públicos, por la modulación de la brutalidad y por una relativa instrumentalización del desorden. La constitución de una nueva clase dirigente multirracial se lleva a cabo, pues, a través de una síntesis híbrida de los modelos ruso, chino y africano poscolonial.

Mientras tanto, el espacio público se rebalcaniza progresivamente. La geografía demográfica del país se fragmenta. Abandonando el hinterland, muchos blancos se aglutinan en las costas, especialmente en la Provincia Occidental del Cabo. Le temen al proceso cada vez más fuerte de “africanización” del país y sueñan con reconstruir allí los pilares de una república blanca libre de los oropeles del apartheid, pero consagrada a la protección de los privilegios de antaño.

La paradójica adhesión a los esquemas psíquicos de la época de la segregación racial constituye una respuesta parcial al proceso de transformación del país en una nación de ciudadanos armados, una suerte de nación-guarnición dotada de una policía profundamente corrupta y militarizada. Los pudientes gozan en ella de una aparente protección, comprada a miles de empresas de seguridad privada y empresas de vigilancia que pertenecen, en parte, a los barones que están en el poder y sus secuaces.

Este nuevo régimen de control por la mercancía se consolida en el marco de una redistribución drástica de los recursos de la violencia. Ahora bien, una sociedad armada es todo menos una sociedad civil. Y mucho menos, una verdadera comunidad. Es un conglomerado de individuos atomizados, aislados frente al poder, separados por el miedo y la suspicacia, incapaces de formar una masa, pero dispuestos a supeditarse a la autoridad de una milicia o de un demagogo antes que a construir las instituciones indispensables para el funcionamiento de una sociedad democrática.

El deseo de diferencia

En cuanto al resto, de la vida como de la práctica de Mandela, cabe retener dos lecciones. La primera es que hay un solo mundo, al menos en la actualidad, y el mundo es todo lo que es. Lo que tenemos en común, por ende, es la sensación, o bien el deseo, de ser seres humanos de pleno derecho. Ese deseo de una humanidad plena es algo que todos compartimos.

Para construir ese mundo, que es común a todos nosotros, habrá que restituir a aquellas y aquellos que sufrieron un proceso de abstracción y de cosificación en la historia la parte de humanidad que les fue robada. No habrá ninguna conciencia de un mundo común hasta que aquellas y aquellos que fueron sumidos en una situación de extrema miseria no hayan escapado a las condiciones que los confinan a la noche de la infravida. En el pensamiento de Mandela, reconciliación y reparación están en el corazón de la posibilidad misma de la construcción de una conciencia común del mundo, es decir, de la realización de una justicia universal. A partir de su experiencia carcelaria, llega a la conclusión de que cada ser humano es depositario de una porción intrínseca de humanidad. Esa porción irreductible pertenece a cada uno de nosotros, y hace que, objetivamente, seamos a la vez distintos unos de otros y parecidos. En consecuencia, la ética de la reconciliación y la reparación implica reconocer lo que podríamos llamar la parte del otro, que no es la mía, y de la cual, sin embargo, yo soy garante, lo quiera o no. Y no podré acapararme de la parte del otro sin consecuencias sobre la idea de mí mismo, de la justicia, del derecho, e incluso de toda la humanidad, o bien sobre el proyecto de lo universal, si ese es, efectivamente, el destino final.

En esas condiciones, es en vano establecer fronteras, construir murallas y cercos, dividir, clasificar, jerarquizar, tratar de extirpar de la humanidad a aquellas y aquellos a los que se ha rebajado, que son despreciados, que no se nos parecen o con los que pensamos que nunca podremos entendernos. Hay un solo mundo, y todos somos sus coherederos, aun cuando las maneras de habitarlo no sean las mismas; cosa que explica, justamente, la verdadera pluralidad de las culturas y los modos de vida. Decirlo no significa en absoluto ocultar la brutalidad y el cinismo que aún caracterizan el encuentro de los pueblos y las naciones. Simplemente, es recordar un hecho inmediato, inexorable, cuyo origen se sitúa probablemente a principios de los tiempos modernos: el irreversible proceso de enmarañamiento y entrelazamiento de las culturas, los pueblos y las naciones.

A menudo, el deseo de diferencia emerge precisamente ahí donde se vive con mayor intensidad una experiencia de exclusión. La proclamación de la diferencia es, pues, el lenguaje invertido del deseo de reconocimiento e inclusión. Para quienes han sufrido la dominación colonial o para aquellos a quienes se les ha robado su humanidad en algún momento determinado de la historia, la recuperación de esa humanidad suele pasar por la proclamación de la diferencia. Pero, como vemos en una parte de la crítica africana moderna, ésta es sólo un momento dentro de un proyecto más vasto: el proyecto de un mundo por venir, de un mundo que tenemos por delante, cuyo destino es universal; un mundo liberado del peso de la raza y del resentimiento y el deseo de venganza que genera toda situación de racismo. 

1. Nelson Mandela, Conversaciones conmigo mismo, Planeta, Barcelona, 2010.
2. Nelson Mandela, El largo camino hacia la libertad, Aguilar, Buenos Aires, 2013.


EXPLORADOR N° 5: África

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Este artículo forma parte de la nueva colección de revistas del Dipló: EXPLORADOR

Este número está enteramente dedicado a ÁFRICA.

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* Profesor de Historia y de Ciencia Política en la Universidad del Witwatersrand, Johannesburgo. Autor de Critique de la raison nègre, La Découverte, París, 2013.

Traducción: Julia Bucci

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