EXPLORADOR FRANCIA

Los Cuarenta Odiosos

Por Pablo Stancanelli*
Desde hace cuatro décadas, el capitalismo industrial francés padece una crisis sostenida que amenaza al modelo social de posguerra. El retroceso del Estado atiza la fragmentación social y el rechazo a los partidos políticos, abriendo las puertas a la extrema derecha.

“Dicen que la crisis hace a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. No sé de qué crisis hablan. Es así desde que soy chico…”
Coluche, “El desempleado”, 1986

A casi medio siglo de las revueltas estudiantiles-obreras de Mayo del 68 que estremecieron a Francia, si hay algo que decididamente le falta al poder en el Elíseo es imaginación. Y valentía.

En 1968, los jóvenes se alzaron contra el aburguesamiento de la sociedad, el onanismo consumista y la lasitud de una existencia preestablecida, frutos de un progreso que se prometía eterno; denunciaban la hipocresía de una nación que proclamaba a los cuatro vientos las ventajas de la civilización mientras oprimía y corrompía a los países en vías de desarrollo. Sus renovados sueños de libertad, igualdad y fraternidad se vieron fagocitados por la democracia de mercado que resistían y que en su “madurez” muchos abrazarían.

Esa generación “dorada”, que no había conocido las privaciones de la guerra, vivía años de pujante crecimiento económico y modernización, recordados como los Treinta Gloriosos (1945-1973). Como bien señala el sociólogo Robert Castel, esa “expresión […] conserva nostalgias sospechosas. […] La sociedad francesa seguía estando marcada por desigualdades muy fuertes y muchas injusticias” (1). No obstante, se beneficiaba del compromiso de posguerra de forjar sobre las ruinas un Estado benefactor, modelo de democracia social, con altos niveles de protección y solidaridad. Mayo del 68 estalló cuando aún parecía no haber límites para el crecimiento y constituyó en cierto modo un acto anticipatorio, presagio de las profundas transformaciones que llevarían a la erosión de ese bastión y a una dinámica de movilidad descendente.

Desde mediados de la década del 70, el auge de la globalización neoliberal y el corsé impuesto por la integración europea, que paradójicamente entronó a la Alemania que pretendía controlar, fueron quitando al Estado francés capacidad de control sobre la economía nacional. Las grandes joyas industriales de la nación se abrieron al capital privado o fueron extranjerizadas, y las antiguas colonias pasaron de mercados cautivos y sumisos a competidores globales. El capitalismo industrial galo entró en un período de crisis sin fin que fue carcomiendo lenta pero sostenidamente las conquistas sociales y ajustando las economías hogareñas (2). Y el empleo, principal nervio del modelo, sufre el impacto. Ya no importa tanto que la mano de obra sea francesa, polaca, marroquí o china, con tal de que sea barata y de que las ganancias eludan su contribución patriótica en alguna isla paradisíaca provista de banqueros amistosos y discretos.

Mientras tanto, la socialdemocracia y la derecha liberal que se suceden en el poder desde el inicio de la Quinta República, haciendo gala de sus privilegios y encadenando escándalos de corrupción, compiten resignadas por ver quién recorta más los salarios y desmantela más profundamente el Estado de Bienestar. Devienen así en simples transmisores de la voluntad de las patronales y los dioses de las finanzas, traicionando la soberanía popular y atizando el descontento.

Fracturas sociales

Una amplia mayoría de franceses cree actualmente que sus hijos tendrán un nivel de vida inferior al suyo y se preguntan cuándo tocarán fondo (3). Según cita Castel, por ejemplo, en 2006 un obrero necesitaba de 140 años para alcanzar la misma mejora en su situación (el salario de un ejecutivo) que en los años sesenta podía esperar en 20 años.

Pero más que el crecimiento de las desigualdades, lo que el sociólogo francés señala como marca central del deterioro de las últimas décadas es justamente el paulatino abandono por parte del Estado de su rol de gestor de las mismas; la mercantilización de las prestaciones sociales vistas como contraprestaciones y no ya como derechos de ciudadanía; la estigmatización de los asistidos (“acusados de vivir a costa de la Francia que se levanta temprano”). Es decir, una prolongada dinámica de ruptura de las solidaridades colectivas, fomentada por la precarización de las condiciones laborales, que deriva en una “sociedad de individuos”, librados a sí mismos; responsables de sus éxitos y, sobre todo, de sus fracasos.

Ya lo había advertido el popular cómico Coluche, cuando en octubre de 1980, a meses de las elecciones que consagraron a François Mitterrand primer presidente de izquierda de la Quinta República, decidió lanzar su candidatura a Presidente, a modo de protesta y en tono de broma, convocando a votarlo “a todos aquellos que no cuentan para los políticos”, para “dárselas por el culo”. En poco tiempo, cosechó una intención de voto inesperada –más del 10%–, así como presiones e intimidaciones que lo llevaron a abandonar la aventura y a apoyar al socialismo. Pero más allá de la farsa, la puesta en escena de Coluche evidenciaba dos males crecientes de la realidad política francesa: el giro neoliberal de la socialdemocracia representada por el Partido Socialista y la falta de alternativas y respuestas políticas.

Una deriva que lleva al desencanto de los ciudadanos, cada vez menos propensos a votar –particularmente los jóvenes–, y en la que se inserta con fuerza la extrema derecha representada por el Frente Nacional (FN). Convertido en un partido más del escenario político gracias a la estrategia de normalización de su actual líder Marine Le Pen –contrariamente a su padre Jean-Marie, fundador de la formación, presenta un discurso social y republicano que busca ocultar sus raíces racistas, antisemitas y antidemocráticas–, el FN salió primero en las elecciones legislativas europeas de mayo de 2014 con un 25% de los votos (cerca del 60% de abstención) y pretende capturar el voto de la derecha, e incluso de ex comunistas, para llegar al poder.

Apela a las fibras íntimas de una nación herida, aprovechando el descalabro de los partidos tradicionales, incapaces de proponer nuevas utopías (aunque más no sea preservar el Estado de Bienestar), y pone el dedo en las llagas de la identidad, la inseguridad, los regionalismos, la inmigración, el multiculturalismo, echando nafta al fuego de las fracturas sociales. Mientras que los hijos y nietos de la metrópoli, tan franceses como cualquier otro, se encuentran en realidad entre las principales víctimas de la precariedad laboral y el desempleo. Estigmatizados además por su herencia cultural y religiosa, se repliegan en sus guetos suburbanos retroalimentando una hostilidad y fragmentación crecientes, que ponen en peligro los ideales de universalidad que hicieron de la República Francesa, con todas sus contradicciones, un baluarte de la democracia moderna. 

1. Robert Castel, El ascenso de las incertidumbres, FCE, Buenos Aires, 2010.
2. Entre 1960 y 1979, el crecimiento anual promedio del PIB francés fue del 4,8%. Se redujo al 2,2% entre 1980 y 2000; al 1,8% entre 2001 y 2007; y al 0,1% entre 2008 y 2013. Banco Mundial, “Indicadores del Desarrollo Mundial 2014”.
3. “Croissance, chômage, déficits : la France n’a pas encore touché le fond”, Le Monde, París, 4-9-14.

Esta nota integra el EXPLORADOR FRANCIA: República en deconstrucción

Desde hace varias décadas, el capitalismo industrial francés padece un estancamiento que amenaza al modelo social de posguerra. El retroceso del Estado y las políticas de austeridad alimentan la fragmentación de la sociedad y el rechazo a los partidos políticos, abriendo las puertas al avance de la extrema derecha.

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* Editor de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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