EDICIÓN 236 - FEBRERO 2019
EDITORIAL

El precariado

Por José Natanson

Aunque la etimología se remonta al latín, donde precarius aludía a algo que se obtiene a través del pedido o el ruego, y al derecho romano, donde el tipo de contrato denominado precarium eran aquel en el que una persona arrendaba un determinado bien (un campo, por ejemplo) que podía ser reclamado en cualquier momento, la precariedad como un rasgo central del nuevo paisaje laboral es una característica del siglo XXI. En su best-seller académico El precariado (1), el sociólogo de la OIT Guy Standing asegura que estamos ante una nueva clase social caracterizada por la inestabilidad laboral, la inseguridad a la hora de planificar el futuro y, como marca principal, la pérdida de control sobre el tiempo. La portada de su libro está adecuadamente ilustrada con dos jóvenes sentados en una calle cualquiera, apoyados contra la cortina cerrada de un negocio, sus caras convertidas en manchas blancas.

Como analiza Claudio Scaletta en esta edición de el Dipló, la transformación de las relaciones laborales es consecuencia de las mutaciones profundas del capitalismo en tiempos de globalización, deslocalización productiva y penetración de las nuevas tecnologías. Lejos de la división perfecta en dos clases que imaginó el marxismo del siglo XIX, la estructura social se ha ido heterogeneizando en cada vez más sectores y grupos: aunque en franco retroceso, la vieja “sociedad salarial” todavía conserva un peso significativo en el Primer Mundo y en países de desarrollo medio como el nuestro. Y, junto a ella, la realidad dura de los desempleados, los excluidos y el precariado.

Standing sostiene que, en rigor, el precariado puede dividirse en dos tipos. Por un lado, los proficians (mix de professionals y technicians, profesionales y técnicos), trabajadores altamente calificados que no se desempeñan en un puesto fijo pero que aún así obtienen buenos ingresos en condiciones de privilegio. Se trata de personas que, por origen familiar o inclinación personal, no le temen al desempleo ni al hambre, que muestran una certidumbre sobre el futuro opuesta al miedo atávico del inmigrante, y que incluso prefieren resignar salario o seguridad para disponer más libremente de su tiempo, disfrutar del ocio, la cultura o el deporte, dedicar más horas a los hijos; muchos de ellos ven el trabajo como un medio más que como un fin, rechazan encargos. Pueden, en definitiva, darse el lujo de decir no. Se los ve sobre todo en el Primer Mundo, jóvenes europeos ultracapacitados que podrían insertarse en el mercado laboral formal pero que prefieren por ejemplo irse un año de viaje por el mundo, y después ver cómo siguen.

Frente a este núcleo privilegiado, de precariado casi diríamos voluntario, se recorta el precariado tradicional, integrado por ex obreros industriales, madres jefas de hogar, inmigrantes, hombres que quedaron desempleados en la cincuentena y ya no consiguen empleo fijo, y un sujeto social nuevo: jóvenes con formación, incluso universitaria, que como consecuencia de su lugar de residencia, el color de piel o la falta de contactos no logran insertarse en los competitivos mundos profesionales, y que se ven obligados a desempeñarse en trabajos que están por debajo de sus capacidades. Según el Economic Politic Institute de Washington (2), el 47 por ciento de los puestos de bajo salario en Estados Unidos son desempeñados por personas con grado universitario, contra 17 por ciento en los años 60.

Los precarizados no son desempleados permanentes ni excluidos totales sino personas obligadas a aceptar trabajos inestables. Desprovistos de protección social y un sindicato que los defienda, obtienen la totalidad de sus ingresos en dinero: el salario no monetario –seguro de salud, cobertura previsional, vacaciones– no existe.

Pero la clave es el tiempo. Dos siglos y medio atrás, la Revolución Industrial había reconfigurado el tiempo de los seres humanos. Si hasta entonces las personas y las comunidades estaban gobernadas por los ritmos del agro, que son los ritmos parsimoniosos de las siembras y las cosechas, la irrupción del carbón, los ferrocarriles y las líneas de producción impuso los nuevos tiempos industriales de producción 24 horas, que recién tras largas luchas pudieron humanizarse con el establecimiento de la jornada de ocho horas. El precariado, sometido a las exigencias de los “pedidos ya”, no cuenta con los tiempos reglados del antiguo proletario, que podía ser explotado pero al menos sabía que en el momento en que sonaba la chicharra de la fábrica cambiaba el turno y podía ser, por unas horas, libre.

Por supuesto, siempre existieron trabajadores temporales; el trabajo golondrina es anterior incluso al capitalismo. La diferencia es que hoy el trabajo temporal es también permanente, un nuevo tipo de relación laboral según la cual el trabajador debe estar siempre a disposición. Sin jornada regulada, la frontera entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio se difumina: lejos de ser una cuestión estrictamente laboral, esta transformación de las cotidianidades implica una adaptación más profunda de los proyectos de vida, por ejemplo  a través de la postergación de la emancipación del hogar familiar o la paternidad. En definitiva, el precariado supone la pérdida de control sobre el propio tiempo.

Es, además, un signo de época. Así como el campesinado constituía la clase relegada en el período pre-capitalista y el proletariado en la era de la industrialización, el precariado es la clase emblemática del capitalismo financiero del siglo XXI. Aunque el denominador común es una sensación de ansiedad y desesperanza, Standing lo divide en tres grupos: el primero, al que llama “atávicos”, está integrado por los hijos de los ex obreros industriales, personas nacidas en familias con una memoria de empleo protegido forzados a trabajar por ejemplo como empleados de servicios de limpieza, que no logran reproducir en el tiempo la situación de sus padres: son, según el autor, los más sensibles a las “utopías regresivas” estilo Donald Trump y Marine Le Pen. El segundo grupo es el de los típicos ciudadanos de segunda –inmigrantes, minorías étnicas, etc.–, que suelen desempeñarse en el servicio doméstico y tienden a adoptar un perfil político más bajo. El tercero es el de los jóvenes supercapacitados y obligados a aceptar empleos por debajo de sus habilidades, por ejemplo atendiendo un comercio: marcados por una frustración de estatus, Standing cifra en ellos la expectativa de un cambio social.

Aunque se trata de un fenómeno de alcance global, la tendencia a la expansión del precariado se manifiesta de manera distinta en cada país. Muy presente en un Primer Mundo que contempla alucinado la veloz mutación de su paisaje laboral, el desmontaje de los últimos restos del Estado de Bienestar y un malestar democrático que llega incluso a lugares que parecían siempre a salvo, como Gran Bretaña, el precariado se expande también por los países en desarrollo. En Argentina, cuya historia de industrialización incompleta ha hecho que sectores tradicionales de trabajo protegido convivan con un núcleo irrompible de informalidad y exclusión, el precariado se manifiesta en su doble cara de proficians de clase media y un amplio sector de trabajo precarizado, que desde la llegada de Mauricio Macri al gobierno no para de crecer: el porcentaje de empleo en negro trepó al 35,4 por ciento en septiembre de 2018; de los nuevos puestos de trabajo formal creados, tres de cada cuatro son monotributistas (3).

Coexisten en este colectivo heterogéneo antiguos trabajadores metalmecánicos obligados a desempeñarse como empleados de seguridad privada, graduados universitarios que no consiguen empleo estable pero ya tienen un hijo y viven con los padres, familias ampliadas del conurbano conviviendo en una vieja casa que crece hacia arriba y hacia atrás, ingenieros venezolanos recién llegados que manejan un Uber… Sus marcas son el monotributo, la dificultad para sostener la obra social, el alquiler eterno.

Y, junto al peso de una vida dura, los primeros tanteos de organización. El precariado es, según diferentes investigaciones, un sector difícil de articular colectivamente (4): desprovisto de una memoria común, su condición laboral está marcada por la inestabilidad y la alta rotación. A diferencia del proletariado clásico, no se encuentra todos los días en una fábrica a compartir sus penurias, lo que define una solidaridad frágil. El precariado es una clase en sí y los sindicatos tradicionales no saben bien qué hacer con ella. Por otro lado, un sector del precariado no se autopercibe como obrero, aunque quizás gane la mitad que un afiliado a la UOM, y sus demandas no son unívocas: muchos trabajadores precarizados, sobre todo jóvenes, no necesariamente aspiran a formalizarse, a conseguir un trabajo estable de ocho horas con obra social y sindicato; muchas veces quieren otra cosa.

A pesar de estas dificultades, se vienen registrando en Argentina diferentes intentos de organización de colectivos precarizados, como el conflicto desatado en 2004 en Telefónica, donde los pasantes provenientes de la UBA y las universidades privadas, que al comienzo miraban con desconfianza los reclamos de los trabajadores con más experiencia, finalmente terminaron liderando las protestas, o los primeros intentos de los rappitenderos por negociar mejores condiciones de trabajo. Estos ensayos combinan las características de los nuevos trabajos (la organización de los repartidores avanza básicamente a través de grupos de Whatsapp) con la vieja cultura política argentina, en este caso la potencia del sindicalismo, y demuestran que pese a todo sigue habiendo un cierto margen de negociación con las condiciones implacables del capitalismo y la globalización.

1. Editorial Pasado y Presente, 2013.

2. Politic Institute, Washington.

3. Datos de la Secretaría de Trabajo.

4.  Hernán Cuevas Valenzuela, “Precariedad, precariado y precarización” , Polis, N° 40, 2015.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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