EDICIÓN 152 - FEBRERO 2012
EDITORIAL

La crisis existencial del periodismo argentino

Por José Natanson

El periodismo argentino atraviesa una doble crisis: tecnológica e ideológica.

Empiezo por la primera, que es más fácil de analizar porque es la expresión local de un fenómeno global. Aunque todavía está lejos de ser total (el año pasado navegaron en internet unos 2.800 millones de personas, equivalentes a 1 de cada 2,5 habitantes del planeta [1]), la digitalización avanza: la extensión de las conexiones hogareñas de banda ancha, el acceso cada vez más frecuente al Wi-Fi, la proliferación de smartphones, junto a la multiplicación de tabletas y la creciente penetración de las redes sociales, que funcionan como plataformas de entretenimiento y encuentro pero también como usinas y cajas de resonancia informativas; todo esto está cambiando aceleradamente el ecosistema informacional y está poniendo a los medios tradicionales frente a una crisis sistémica. 

Acosada por la triple presión de la competencia con la web (en muchos casos con sus propios sitios), el auge de los periódicos gratuitos y la crisis económica mundial, la prensa gráfica sufre esta situación más que cualquier otro sector. Contribuyen también otros fenómenos, como la “crisis de la ciudad”, que afecta a un tipo de medio cuya existencia está irremediablemente atada al espacio público y la vida urbana. 

Los datos, en todo caso, son elocuentes. Entre 2003 y 2010, la venta de periódicos impresos pagos disminuyó en el mundo un 8,1% (2). La facturación por publicidad en los diarios de Estados Unidos fue el año pasado de 24.000 millones de dólares, contra 49.400 millones en 2005. Periódicos emblemáticos, como The New York Sun o el Christian Science Monitor, han cerrado o eliminado su versión en papel. En Argentina, Clarín, que vendía 411.000 ejemplares en promedio en 2004, hoy vende 290.243 (3).

Pero la crisis no afecta sólo al papel. A su modo, la televisión abierta también sufre la competencia del cable y, cada vez más, de internet (las “puebladas digitales” contra el cierre de sitios como Cuevana y Megaupload demuestran que cada vez más gente mira series y películas a través de la web). En Argentina, el encendido televisivo promedio acumulado entre los cinco canales de aire fue el año pasado de 30,8 puntos de rating, el más bajo de los últimos ocho años (4). 

El lento pero persistente declive de los medios tradicionales y el explosivo crecimiento de los nuevos está cambiando el modo en que circula la materia prima de los medios, la información, que ya no se presenta, como antes, en unidades cerradas (diarios, cables de agencia, noticieros de radio y televisión) sino en formatos cada vez más abiertos. Como saben bien Hosni Mubarak o Ben Ali, es imposible controlar del todo la circulación de la información, que hoy se escapa como agua entre los dedos. El “sistema wiki” –trabajo colectivo para llegar a un resultado siempre inacabado– se aplica en buena medida a las noticias, que fluyen y se van enriqueciendo o corrigiendo a lo largo del día con comentarios, fotos, discusiones… En su último libro, Ignacio Ramonet sostiene que si antes la información se producía siguiendo el modelo fordista típico de la sociedad industrial (el producto se entregaba cerrado y listo para consumir), hoy asume la forma de un work in progress en constante evolución, un proceso dinámico y en buena medida colaborativo, más abierto y horizontal que en el pasado (5). Esto ha contribuido a debilitar el rol del periodismo como único generador de información, que se ha desmonopolizado a favor de internautas, blogueros, ciudadanos que pasaban por ahí con un teléfono con cámara, señoras enojadas. 

De todos modos, conviene tener cuidado con los ideales de horizontalidad total y ciudadanización del periodismo. La idea de que todos pueden ser periodistas es una tontería, no porque los periodistas constituyan un colectivo especialmente calificado sino porque manejan una serie de técnicas y en algunos casos saberes que el resto de los ciudadanos no posee. Bien ejercido, el periodismo no sólo transmite noticias sino que también las contextualiza, las ubica en un marco histórico o social determinado y ofrece, en fin, las claves para entenderlas. Para comprobarlo alcanza con dedicar diez minutos a revisar los espacios para “comentarios” habilitados en la versiones online de los diarios argentinos, donde lo que se destaca no es precisamente la calidad argumentativa y donde el público suele confirmar todos los días la famosa Ley de Godwin: “cuanto más se prolonga una discusión online, más probabilidades hay de que surjan comparaciones que aludan a Hitler o los nazis”.

Ideológica

Todos estos cambios constituyen lo que los viejos marxistas definían como la “base material”, las condiciones sobre las cuales se desarrolla, retroalimentándola, una segunda crisis del periodismo. Esta segunda crisis, llamémosla ideológica, tiene su origen en el conflicto entre el kirchnerismo y algunos de los medios más importantes del país, notoriamente el Grupo Clarín, cuyo hito fundamental fue la sanción de la ley de medios, aprobada por el Congreso en octubre del 2009. 

Por su sesgo antimonopólico, el aliento a la participación de actores no empresariales y las razonables regulaciones vinculadas a la publicidad y los horarios, la norma es, en términos generales, muy positiva, tal como se han encargado de subrayar organismos insospechados de parcialidad política, como la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA, la misma que no deja de señalar su preocupación por lo que sucede en Venezuela, demostrando de paso que los populismos latinoamericanos son como las mujeres hermosas: de lejos todas pueden parecerse, pero si uno se acerca y es mínimamente sensible es fácil descubrir las diferencias.

Pero más allá de los efectos normativos de la ley, algunos de los cuales se encuentran congelados debido a la judicialización posterior, es interesante revisar el debate que la antecedió y que aún continúa. Impulsada desde años antes por un grupo de organizaciones de la sociedad civil y elaborada tras un largo raid de consultas y foros de debate, la norma generó una discusión pública inédita sobre el rol de los medios, sus intereses y la profesión del periodismo. Es notable que no haya sucedido antes, pues desde la recuperación democrática la sociedad argentina había debatido el papel de un amplio abanico de actores políticos y corporativos: las Fuerzas Armadas, los sindicatos, incluso la Iglesia, institución que forma parte de las creencias más íntimas de las personas. De todos ellos se discutió su rol histórico, en particular durante la dictadura, las condiciones de su funcionamiento actual, sus intereses y prejuicios. Algunos (los militares) sufrieron reformas radicales, otros (la Iglesia, los sindicatos) no, pero todos tuvieron que enfrentar en algún momento una fuerte puesta en cuestión.

Los medios, que no son fábricas de tornillos sino actores sociales con posiciones políticas que afectan la vida pública, venían zafando asombrosamente de este tipo de cuestionamientos, hasta que el kirchnerismo, con su probada capacidad para poner las cosas patas para arriba, decidió meterse con ellos. El efecto, creo, fue positivo, en la medida en que ayudó a desenmascarar los intereses económicos que se esconden detrás de muchas tapas y le quitó al periodismo el estatus de casta sagrada que ostentaba. Los métodos, sin embargo, no siempre fueron limpios: en primer lugar, por el manejo discrecional de la publicidad oficial (vale aclarar que el poder económico actúa de manera similar, premiando a los medios amigos y castigando a aquellos que lo cuestionan, como evidencia la ausencia de anunciantes privados en buena parte de las publicaciones no tradicionales y como demuestra el hecho de que ninguno de los medios excluidos de la pauta oficial se vio obligado a cerrar sus puertas). Pero el oficialismo, además de este manejo cuestionable, les imprimió un tono exasperadamente parcial a los medios públicos y ha desplegado iniciativas un tanto irritantes, como el apoyo al Grupo de Interpretadores de Diarios, cuyas frecuentes apariciones televisivas comienzan invariablemente con la frase: “Cuando Clarín pone en la tapa ‘X’, lo que está queriendo decir es…”.

Quizás la pregunta de fondo sea si es correcto que el gobierno impulse con toda la infraestructura estatal su –digámoslo elegantemente– visión del mundo, o si en verdad debería no sólo tolerar el pluralismo de información y opinión (en este sentido la libertad de prensa es total), sino también alentarlo y sostenerlo con los recursos públicos. Desde el punto de vista de la realpolitik no hay muchas dudas: en plena tensión con algunos de los grupos mediáticos más importantes del país, parece muy lógico que el oficialismo haga todo lo posible para que prosperen perspectivas alternativas y se consolide un panorama más balanceado. Pero una mirada menos pragmática y más centrada en el largo plazo debería admitir que es necesario preservar cierto grado de diversidad ideológica en el interior del entramado de medios públicos, del mismo modo que es importante establecer reglas claras en el reparto de los recursos del Estado, que no pueden estar librados a la discrecionalidad del gobierno de turno. 

Sucede que este tipo de estrategias resultan muy difíciles de revertir. Una vez aceptadas –por la clase política, la sociedad, la justicia– como parte de la lógica de funcionamiento natural, es casi imposible que un gobierno se autoprive de utilizarlas. Por eso es esencial que las decisiones en materia de comunicación se adopten con transparencia. Un ejemplo interesante es el de la autoridad de aplicación de la ley de medios: aunque parece lógico o al menos inevitable que el oficialismo la lidere, es necesario garantizar allí una cierta pluralidad. En España, por ejemplo, el Consejo de Administración de TVE es designado por el Parlamento con mayoría de dos tercios y garantizando la representación de las bancadas principales. 

Se podría plantear así: si bien se ha creado un consenso bastante amplio en el universo progresista alrededor de la gestión de Tristán Bauer, el creador de Encuentro, cabe preguntarse qué sucedería si, digamos, Mauricio Macri llega al gobierno y designa a, digamos, Pancho Dotto como director de Canal 7: seguramente a muchos les parecerá sensato que exista un consejo asesor, técnicamente competente y políticamente diverso, que matice los desfiles de modelos con algún que otro programa cultural. 

La institucionalización de las decisiones y la construcción de capacidades profesionales de gestión, dos modalidades a las que el kirchnerismo no es muy adepto, son menos una necesidad del presente que una apuesta al futuro. 

1. Datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones.

2. Datos de la World Association of Neewspapers.

3. Datos del portal www.diariosobrediarios.com.ar  sobre la base de información del Instituto Verificador de Circulación.

4. Página/12, 12-1-12.

5. La explosión del periodismo. Internet pone en jaque a los medios tradicionales, Capital Intelectual-Le Monde diplomatique, 2011.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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