EDICIÓN 171 - SEPTIEMBRE 2013
EDITORIAL

El discreto encanto de los “políticos commoditie”

Por José Natanson

Muy resumidamente, el resultado de las PASO de agosto habilita una lectura doble: por un lado, el oficialismo se mantiene, aunque disminuido, como la principal fuerza política del país (como se sabe, el poder no es un absoluto sino una relación, y en comparación con una oposición dispersa y atomizada el gobierno conserva su primacía). En segundo lugar, hubo un veredicto, tan nacional como nítido, en el sentido de una crítica hacia el gobierno, que perdió en todos los distritos importantes, incluyendo por supuesto la provincia de Buenos Aires, fue derrotado en casi todas las capitales de provincia e incluso en lugares donde no pierde nunca, como La Rioja o San Juan. Ninguna alquimia matemática puede ocultar esta realidad.

Como no se votaban legisladores sino candidatos y como todos saben que es en octubre cuando se definen realmente los cargos, las PASO funcionaron más como una primera vuelta electoral que como una interna, liberando a muchos electores de la obligación del voto útil, y pueden leerse como un mapa a escala uno a uno de los deseos y miedos de la sociedad. ¿Qué nos dice ese mapa? Básicamente, que en los últimos dos años hubo un rendimiento decreciente de la política económica, que si bien ha logrado –vía aumento de las jubilaciones, de la Asignación Universal y del salario mínimo– contener a los sectores más vulnerables, ya no alcanza para satisfacer al sector más próspero del movimiento obrero, que es también el más dinámico y organizado, ni a las clases medias, afectadas por el impuesto a las ganancias, las dificultades para garantizar el poder de compra de sus ahorros y la crisis de muchas economías regionales. 

Como todo populismo, desde su llegada al poder el kirchnerismo se ha esforzado por desplegar un programa policlasista, con una política para los sectores populares pero también para los medios e incluso para los más altos. Los resultados de las PASO imponen la necesidad de recuperar este enfoque socialmente amplio de la política económica: aunque es probable que, manteniendo el control del Estado, cuidando las reservas y conservando las alianzas con los peronismos del interior, un “gobierno del 30 por ciento” pueda garantizar la gobernabilidad y aun el crecimiento, difícilmente logre mantener el ímpetu reformador que para bien o mal siempre lo ha caracterizado. En otras palabras, el kirchnerismo no puede darse el lujo de prescindir del segmento más alto de las clases trabajadoras (el moyanismo social, digamos) ni de la clase media, que aunque arisca y veleidosa no debe ser excluida de un proyecto de cambio verdaderamente popular y progresista.

En este sentido, y sin pretender quitarles trabajo a esos hombres de fortuna que son los consultores políticos, resulta necesario revisar la táctica electoral. De una perfecta factura técnica pero basada en un eslogan jacobino (“En la vida hay que elegir”), la campaña oficialista estuvo dirigida más a consolidar el núcleo duro de apoyo K que a conquistar nuevas voluntades, e incluso se notó un contraste bastante evidente entre el contenido de la propaganda oficial y el perfil de los dos protagonistas en el principal distrito del país, Martín Insaurralde y Daniel Scioli, expresión ambos de ese “kirchnerismo distante” que prefiere hablar de las cámaras de seguridad y los patrulleros que de Clarín y la dictadura. Quizás sucedió que, en el esfuerzo de cristinizarse, ambos desdibujaron su perfil, que es precisamente por lo que fueron elegidos, y terminaron tocando una cuerda disonante, forzada: Kunkel hay uno solo, y no hace falta ser Durán Barba para saber que la confusión es el peor pecado del marketing político.

Pero no todo está dicho. Mi tesis es que el kirchnerismo tiene espacio para mejorar su performance porque, contra lo que suele pensarse, Argentina está lejos de ser Venezuela, donde un sólido 49 por ciento chavista choca contra un no menos rígido 49 por ciento opositor, y la suerte se juega en esos dos o tres puntos y en los niveles de participación (no es casual que en Venezuela se registre la asistencia electoral más alta de la región a pesar de que el voto es optativo). Lejos de la asfixiante polarización bolivariana, el panorama aquí es más bien el de dos polos duros en torno al 30 por ciento, mientras que el resto asume la forma de un electorado flotante susceptible de inclinarse a uno u otro lado según la circunstancia económica, si se trata de una elección ejecutiva o legislativa y la oferta de candidatos. En suma, el kirchnerismo tiene la posibilidad de abandonar el lugar de “minoría intensa” en el que a veces parece recluirse, como esos genios frustrados que creen que son los demás quienes no los entienden, para reconquistar a porciones más amplias del electorado, incluso si ello implica apostar todo a candidatos que funcionan más como “significantes vacíos” (1) que como soldados de la causa. 

Peronismo de la normalidad

El nuevo panorama político podría estar sugiriendo algo más. Como se sabe, los tres grandes líderes del peronismo fueron esencialmente líderes de crisis. Perón asumió el gobierno tras el colapso del orden conservador y en medio de la convulsión mundial producida por la Segunda Guerra. Menem llegó al poder tras la renuncia de Alfonsín y en el contexto de descomposición del modelo de desarrollo hacia adentro del último medio siglo. En 2003, Kirchner se hizo cargo del país luego de la salida anticipada de Duhalde y con los efectos del estallido del 2001 todavía presentes. Los tres lograron recuperar la gobernabilidad política y relanzar el crecimiento económico. Cada uno a su modo, fueron creadores de un orden. 

Quizás el principal desafío pase hoy por la construcción de un peronismo de la normalidad. Si se mira bien, el triunfo de Massa, la candidatura de Insaurralde y el rol protagónico que adquirió Scioli refieren a tres dirigentes que combinan continuidad y cambio en proporciones variadas, que ofrecen una mezcla bien estudiada de barrialidad, sentido común y gestión, y cuyo perfil se explica en esa escuela de adaptabilidad y mimetización que es el conurbano (el duhaldismo como cultura política). Su ascenso tal vez pueda ser leído como un reflejo de la búsqueda por parte de la sociedad de un atemperamiento de las pasiones: políticos normales para un país normal. 

De ser así, estaríamos tanto ante un triunfo del kirchnerismo, que fue el gran constructor de esa normalidad, como frente a una muestra de sus limitaciones, sobre todo a la hora de dejar de lado las grandes épicas y ajustar la sintonía de las políticas públicas en materias tan diversas como el transporte, la salud y la educación. Avanzar en soluciones para estos temas requeriría dejar de lado el estilo decisionista que caracteriza al gobierno y desarrollar una serie de destrezas nuevas: sofisticación técnica, construcción de equipos, miradas institucionales más matizadas; un hilado fino que supone dosis de paciencia y negociación e incluso mesas de concertación que articulen intereses de diversos actores políticos y sociales.

El perímetro  

El contexto en el que se producen estos movimientos es el del auge de los commodities. Como resultado de la sensata decisión oficial de no endeudarse, de la no tan sensata dificultad para atraer inversión extranjera directa y de la definitivamente insensata balanza energética, la sustentabilidad del modelo macroeconómico depende en buena medida de la exportación de materias primas, no porque Argentina no produzca otras cosas sino porque el comercio exterior es la fuente casi exclusiva de dólares para la economía. Miguel Bein, a quien siempre conviene escuchar, explica que las crisis que azotaron nuestra alterada historia económica tuvieron su origen indefectible en una restricción del sector externo: mientras haya dólares hay vida. 

Por eso, aunque tal vez sea exagerado hablar de una reedición en tiempo de descuento del viejo modelo agroexportador, no caben muchas dudas de que la era de los commodities es a la vez la garantía y el límite de nuestra economía, en una lógica que une a la expansión fiscal distributiva con el monocultivo de soja (y a éste con el glifosato). El cable submarino que conecta a la Asignación Universal con Monsanto.

Pero así como la última década está marcada por la economía de los commodities, han ido surgiendo también, más lentamente, lo que podríamos llamar “políticas commodities”, en el sentido de políticas genéricas y susceptibles de ser utilizadas indistintamente por diversos candidatos, y que se han incorporado de manera más o menos explícita al programa de los líderes con posibilidades ciertas de llegar al poder. Me refiero, por ejemplo, a un diseño tributario con énfasis en las retenciones, que ningún político serio, por más que proclame su amor al campo, propone eliminar (recordemos, por citar sólo un par de casos, que uno de los asesores económicos de Sergio Massa es Roberto Lavagna, que fue quien impuso las retenciones en tiempos de Duhalde, y que la estrella emergente de UNEN, Martín Lousteau, es nada menos que el autor de la 125). Del mismo modo, la Asignación Universal ha sido festejada públicamente incluso por Francisco de Narváez y Mauricio Macri, a quienes probablemente nunca se les hubiera ocurrido implementarla en caso de haber sido presidentes pero que ahora la aceptan y hasta prometen defenderla.

Lo que quiero decir con esto es que la era de los commodities impone una doble frontera de políticas, por derecha a un gobierno que depende de la soja para garantizar la gobernabilidad económica, y por izquierda a una oposición que no tiene más remedio que incorporar a su discurso algunos de los avances sociales de la última década. Los commodities son el perímetro de las posibilidades de nuestra democracia y, al mismo tiempo, los que habilitan el ascenso de lo que –estirando apenas la metáfora– podríamos llamar “políticos commoditie” (Scioli, Massa, Insaurralde): líderes que se sienten evidentemente cómodos dentro de ese perímetro y que, tal vez por eso, pueden jugar a ambos lados de la Línea Maginot entre oficialismo y oposición trazada por el kirchnerismo.

Final

El sociólogo Adam Przeworski define a la democracia como la “incertidumbre institucionalizada” (2), una combinación siempre tensa de previsibilidad y transformación en la que las elecciones funcionan como “mini revoluciones” programadas para introducir, cada tantos años, el cambio político. Como en un buen trago, por ejemplo un Old Fashioned (3), todo depende de las proporciones: si la democracia del cambio permanente puede ser vista como una apertura a los impulsos transformadores de la sociedad, también puede ser un signo de la imposibilidad de construir colectivamente un orden que permita sostener esos cambios. Tal vez el ascenso de los “políticos commoditie” exprese la voluntad de la sociedad de consolidar lo logrado.

1. Tomo el concepto de Ernesto Laclau.

2. Adam Przeworski, “Ama a incerteza e serás democrático”, en Novos Estudos CEBRAP, Nº 9, San Pablo, julio de 1984.

3. Cuatro partes de bourbon, una cucharada sopera al ras de azúcar, dos gotas de bitter, un chorrito de soda, una rodaja de naranja.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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