EDICIÓN 178 - ABRIL 2014
EDITORIAL

La gente en las calles

Por José Natanson

De tan prolijo, el procedimiento elegido parecía ajeno al kirchnerismo: una comisión de notables, representativa de las diferentes tendencias político-ideológicas de la sociedad, se tomaría un buen tiempo para elaborar un ante-proyecto de Código Penal consensuado, que el Ejecutivo analizaría antes de enviar al Parlamento para su discusión final. En el medio, como sabemos, se impuso una ofensiva mediática orientada a frenar la iniciativa que, aunque parece haber dado resultado, al menos habilitó algunas interesantes discusiones alrededor de temas como el peso de las penas en la lucha contra la inseguridad, el rol de la justicia en el combate al delito y la idea de Sergio Massa de convocar a un plebiscito, claramente anticonstitucional pero que sirve como punto de partida para volver sobre una de las cuestiones centrales de la teoría democrática: ¿hasta dónde debe llegar la participación directa de la sociedad en los asuntos públicos?

Desde la antigua democracia ateniense, donde los ciudadanos, es decir los varones adultos y libres, intervenían directamente en las decisiones y se repartían los cargos públicos, usualmente por sorteo, hasta las modernas sociedades de masas, el debate ha acompañado el desarrollo democrático. En el contexto de la polémica por el Código y la creciente discusión acerca de los límites a las movilizaciones populares, la cuestión de la democracia directa, sea a través de mecanismos contemplados en la Constitución o de modalidades diversas de acción directa –marchas, manifestaciones, asambleas y piquetes– recupera protagonismo. Rara avis latinoamericana, Argentina mezcla una débil tradición plebiscitaria con una intensa historia de movilizaciones, combinación que, como casi todo lo bueno y lo malo que nos sucede, se explica por la singularidad del peronismo.

Veamos.

Plebiscitos

El sociólogo David Altman, autor de la investigación más completa sobre el tema (1), contó más de un centenar de casos de plebiscitos, referendos y consultas populares celebrados en casi todos los países latinoamericanos a partir de la última ola de redemocratización de los 80, desde los convocados para poner fin definitivo a las dictaduras, como el chileno de 1989 o el panameño de 1992, hasta aquellos orientados a legitimar reformas constitucionales democráticas, como la de Guatemala de 1993 o la de Uruguay de 1994, o cuasi-autoritarias, como la fujimorista de 1993, pasando por los que pedían la opinión de la población sobre temas específicos: aunque pocos lo recuerdan, Brasil no es una monarquía parlamentaria sino una república presidencialista por los resultados del plebiscito de 1993, en Uruguay no se privatizaron las jubilaciones por el rechazo expresado en la consulta de 1992 y en Venezuela se renovó la totalidad de la cúpula sindical luego de los resultados del referéndum del 2000.

A comienzos del nuevo siglo, el ascenso de líderes y partidos de izquierda renovó la tradición plebiscitaria latinoamericana. A menudo tildados de autoritarios, los nuevos gobiernos han recurrido como nunca en la historia a la opinión directa de la sociedad: tres veces en Ecuador desde la llegada de Rafael Correa al poder, tres en Bolivia desde el ascenso de Evo Morales y nada menos que seis en Venezuela desde el primer triunfo de Hugo Chávez. Y sin embargo, sería un error considerar el amplio despliegue de mecanismos de democracia directa como una simple consecuencia del cesarismo bolivariano. De hecho, el país latinoamericano que más los ha utilizado a lo largo de su historia es… Uruguay, con trece consultas realizadas desde la recuperación de la democracia en 1985.

En el mundo, el ranking lo encabeza la pequeña, rica y en casi todos los aspectos envidiable Suiza, que celebra un promedio de cuatro referendos al año, tanto a nivel nacional como cantonal y municipal, desde el primero convocado en 1893 a propósito de la ley para prohibir la matanza de ganado por aturdimiento, hasta los más recientes celebrados para prohibir la construcción de minaretes en las nuevas mezquitas (aprobado), deportar a los inmigrantes que cometan delitos graves (aprobado) y poner un tope a los salarios de los ejecutivos (rechazado).

En este marco, Argentina constituye un caso especial. A pesar de los frecuentes estallidos económicos y sociales del país-péndulo, prácticamente no hubo plebiscitos. Desde la instauración del sufragio universal hasta el final de la dictadura no se convocó ninguno. Y luego, a partir de la recuperación de la democracia en 1983, solo uno, el del Beagle de 1985, en el que el Sí alfonsinista se impuso por paliza al No que defendía el senador peronista Vicente Saadi, cuya actuación en el famoso debate con Dante Caputo quedó en los anales de la chochera política.

Para entender esta anomalía habrá que mirar al peronismo: si hasta 1983 no hubo plebiscitos fue porque entrañaban el riesgo de confirmar la potencia electoral del peronismo, algo que las fuerzas proscriptoras no se podían permitir. Pero esto no explica por qué los tres grandes líderes del movimiento –Perón, Menem, Kirchner– nunca recurrieron a estos mecanismos. Apenas los blandieron como amenaza, como Menem con Alfonsín en 1994 para arrancarle el Pacto de Olivos o Duhalde con Menem para frenar los intentos de re-reelección en 1999, pero nunca se animaron a llevarlos a la práctica. Como si, pese a su bien ganada fama bonapartista, el peronismo creyera que la expresión directa del pueblo en las urnas funciona como las mujeres de los viejos tangos, que en el fondo esconden siempre una traición.

Piquetes y asambleas

En contraste, Argentina arrastra una larga historia de acción directa, que incluye huelgas, piquetes, ocupaciones, marchas y asambleas. Probablemente su origen haya que rastrearlo en las corrientes inmigratorias europeas de fines del siglo XIX y principios del XX, que junto a la pasta del domingo, el abrazo fácil y el acento suritaliano que caracteriza nuestra particular versión del español, trajeron también una avanzada versión de las ideas anarquistas y socialistas y un amplio repertorio de métodos de lucha. Las movilizaciones contra la ley de residencia de 1902, los episodios de la Semana Trágica de 1919 y las huelgas en la Patagonia de 1920 confirman el temprano despertar de una conciencia social y una aspiración igualitarista más intensas que en cualquier otro país de la región.

Después, a diferencia de otros populismos clásicos como el varguismo brasileño o el cardenismo mexicano, dotados de un componente movilizacionista atenuado e institucionalmente encuadrado, el peronismo, cuyo mito fundante es precisamente una movilización, la del 17 de octubre de 1945, encontró en la gente en las calles uno de sus recursos más potentes, incluso cuando, como sucedió con las huelgas ferroviarias de 1950 o con la candidatura a vice de Evita en 1951, amenazaban con desbordarlo. Una vez expulsado Perón del poder, los 18 años de proscripción fueron consolidando, frente a la imposibilidad de una salida institucional normal, todo tipo de métodos de acción directa, en particular las huelgas y marchas de los sindicatos, hasta terminar, a fines de los 60, con la lucha armada.

Pero esa ya es otra historia: lo que me interesa subrayar aquí es que la inclinación a la acción directa como rasgo característico de Argentina se explica menos por una especial propensión a la ilegalidad que por estas tendencias históricas de largo plazo, que son las mismas que ayudaron a consolidar la otra cara de la moneda de nuestra cultura política: una arraigada aspiración de movilidad social y una saludable desconfianza ante la autoridad, reflejadas por Guillermo O’ Donnell en su deslumbrante ensayo de cultura comparada Brasil-Argentina. Dice O’ Donnell que, en una situación de tensión callejera y ante una exhibición de superioridad jerárquica expresada en la clásica frase “Usted no sabe con quién está hablando”, brasileños y argentinos reaccionan de manera muy diferente: si los primeros bajan la vista, los segundos contraatacan: “¿Y a mí qué mierda me importa?” (2).

Final

Rebobinemos antes de concluir. La intervención directa de la sociedad en las decisiones públicas, sea institucionalmente regulada a través de un plebiscito o directamente planteada por vía de la movilización popular, puede contribuir a fortalecer la democracia mucho más que a debilitarla. Pero debe ser manejada con cuidado. Sucede que, al menos en las sociedades de masas, la democracia implica siempre la construcción de la representación, que no es un reflejo mecánico de la estructura social sino una ficción políticamente armada, lo que explica por ejemplo que, aunque ambos deben representar supuestamente a los habitantes, un diputado de la provincia de Buenos Aires necesite 250 mil votos para ser elegido y uno de Tierra del Fuego 23 mil.

A menudo, los defensores de la democracia directa parecen olvidar que ciertas zonas de la autoridad pública no necesariamente darán mejores resultados si se someten a la voluntad popular sin mediaciones. Los decanos de las facultades de la UBA, por ejemplo, se eligen a través de un sistema indirecto de tres claustros, profesores, estudiantes y graduados, de modo tal que el voto de un alumno de primer año no tenga el mismo peso que el de un profesor concursado. ¿Sería sensato, como proponen algunas agrupaciones de izquierda, instaurar el voto directo? El director de un hospital, por poner otro caso, ¿debe elegirse en una asamblea de médicos y enfermeros? ¿Deberían votar los pacientes? En la mayoría de los condados de Estados Unidos el sheriff se elige por sufragio universal. ¿Tendríamos que votar aquí a los comisarios? ¿Nos daría eso mejores comisarios?

Como se infiere del planteo, no existe una respuesta definitiva a todas estas preguntas, que deberán resolverse de acuerdo a cada situación particular. Insisto entonces con que la apertura de la democracia representativa a los mecanismos directos puede ser útil para desempatar situaciones de conflicto o definir grandes rumbos, del mismo modo que la movilización popular mantiene despierta a la sociedad, contribuye a ampliar los horizontes de la democracia y ayuda a construir políticas más innovadoras. Sin embargo, ninguna de estas cosas será la solución mágica a todos los problemas, como demuestra el incomodísimo ejemplo de la ley de impunidad sancionada en Uruguay: el hecho de que los uruguayos se hayan inclinado en dos plebiscitos, uno en 1989 y otro en 2009, por no juzgar a los torturadores y asesinos de la dictadura, ¿significa que no hay que hacerlo? Cuando el columnista no tiene una respuesta escribe una pregunta.

1.“Plebiscitos, referendos e iniciativas populares en América Latina: ¿mecanismos de control político o políticamente controlados?”, Perfiles latinoamericanos, Vol. 18, Nº 35.
2. Guillermo O Donnell, “¿Y a mi qué me importa?”, Notas sobre sociabilidad y política en Argentina y Brasil, Kellogg Institute, 1985.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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