EDICIÓN 183 - SEPTIEMBRE 2014
EDITORIAL

Las penas pesan en el corazón

Por José Natanson

El estallido de la primera fase de la crisis financiera global, en agosto del 2008, terminó con la etapa de “crecimiento fácil” que había beneficiado a las economías latinoamericanas desde el inicio del boom de los commodities allá por el 2003. Increíblemente positiva y, mirada desde hoy, bastante breve, esta fase dorada ha quedado atrás, y desde hace algunos años la región atraviesa un ciclo económico menos diáfano, que se vuelve todavía más difícil para las economías más grandes y diversificadas (Brasil, México, Argentina), que crecerán comparativamente menos que aquellas que descansan en la exportación de uno o dos recursos naturales cuyos precios se mantienen por la estratósfera (Perú, Bolivia, Chile). La Cepal estima que, luego de cinco años de crecimiento a una tasa promedio del 5 por ciento, este año la región crecerá apenas 2,2 (1).

La tendencia se verifica, agudizada, en Argentina, que atraviesa el momento económico más delicado de todo el ciclo kirchnerista. Lejos de las tasas chinas, los superávits gemelos y la mejora de prácticamente todos los indicadores sociales registrada en los años iniciales, desde hace un lustro la economía enfrenta una serie de dificultades que sería insensato atribuir exclusivamente al cambio de contexto internacional y que incluyen la preocupante acumulación de cada vez más tensiones macro: una inflación que oscila entre el 25 y el 30 por ciento, contra menos de 6 de promedio regional, una caída de las reservas mayor que la registrada en otros países y últimamente una disminución del consumo y un aumento del desempleo, todo lo cual marca una diferencia significativa en tiempo (con la primera etapa del kirchnerismo) y espacio (con el resto de los países latinoamericanos, que sufren algunos de los mismos problemas pero, salvo en el caso de Venezuela, de manera menos intensa). Y es que no hace falta ser un latinoamericanista consagrado para comprobar que los países vecinos no registran los índices de inflación a los que nos hemos acostumbrado en Argentina, que pueden recurrir a los mercados internacionales para financiarse a tasas razonables y de este modo morigerar la restricción externa, y que no deben lidiar con un mercado de cambios desdoblado e incierto (con la excepción, una vez más, de Venezuela).

Por supuesto, parte de la explicación radica en causas de largo plazo que exceden al actual gobierno, como el hecho de que Argentina fue el único país latinoamericano que produjo un default en el tránsito al pos-neoliberalismo o, yendo incluso más atrás, la tendencia a la profecía inflacionaria autocumplida y la pasión por el atesoramiento en dólares de una sociedad habituada a la gimnasia de un estallido económico cada diez años (las penas pesan en el corazón). Pero también habrá que reconocer que muchos de estos problemas se generaron o potenciaron durante la desdichada etapa policéfala de conducción económica, cuando el manejo de las finanzas se dividía entre un quinteto de funcionarios entre los que se destacaba Guillermo Moreno, y que estaban presentes antes de que estallara el conflicto con los fondos buitre.

Que de todos modos puso las cosas patas para arriba. Unificada en Axel Kicillof, la economía se encaminaba razonablemente a la normalización del frente financiero mediante los acuerdos con el Club de París, Repsol y el Ciadi, como condición para la búsqueda de capitales que permitieran enfrentar la restricción externa, cuando el fallo de Thomas Griesa cambió el escenario. Y aunque todos sabemos que, con 28 mil millones de dólares de reservas, un sistema financiero sólido y fondeado en pesos y una deuda externa manejable, la posibilidad de un estallido es realmente lejana, preocupa en cambio el escenario de “crisis sin desenlace”, la perspectiva recesiva que se intuye para un futuro gris y sus posibles impactos sociales: este año, por primera vez desde el 2003, los salarios aumentarán menos que la inflación, mientras que el mercado de trabajo comienza a mostrar signos de un evidente deterioro, lo que resulta tanto más grave si se tiene en cuenta que, como sostiene Gabriel Kessler en su completa investigación sobre la evolución de la desigualdad en Argentina (2), los avances sociales más importantes de la última década estuvieron en general vinculados a las mejoras en el mercado laboral.

Tras el volantazo de devaluación y aumento de tasas de enero pasado, la estrategia económica parece limitarse hoy a políticas sectoriales orientadas a contener los efectos recesivos de aquellos cambios: repros, desgravaciones impositivas, planes de aliento al consumo, precios cuidados… La pregunta es si este abordaje es suficiente, si las tensiones de la macroeconomía se pueden resolver con el esfuerzo de la microeconomía y el voluntarismo del Estado, o si más temprano que tarde no será necesario un nuevo ajuste que ponga en línea las principales variables (la inflación, por ejemplo, ya se comió parte del efecto competitivo del nuevo tipo de cambio).

Desde luego, algunas decisiones deben ser analizadas con discreción antes de ser comunicadas (las devaluaciones, por ejemplo, son como los primeros besos: jamás hay que anunciarlos). Por otra parte, resulta muy comprensible el rechazo que genera en el equipo económico el recuerdo de los planes de shock y los paquetazos sorpresivos típicos del pasado, cuando el ministro de Economía se sentaba frente a las cámaras de la cadena nacional para notificar a una población azorada un conjunto de medidas que trastocaban todo (el síndrome Gilberto Manhattan Ruiz).

Pero ahora, en el otro extremo, pareciera como si los responsables de las finanzas públicas directamente se negaran a hablar de los cambios en la macroeconomía: de hecho, algunos funcionarios siguen diciendo “adecuación de precios” en lugar de inflación y se refieren a la devaluación de enero como un… ¡deslizamiento cambiario! Algo similar ocurre con la crucial decisión de bajar las tasas de interés aplicada en las últimas semanas: más allá de si se trata o no de una estrategia adecuada (3), lo cierto es que nadie nos ha explicado sus motivaciones y sus objetivos. Falta, en suma, un esfuerzo de pedagogía que haga más explícitas y comprensibles las líneas fundamentales de la macroeconomía en tiempos difíciles.

La política

No deja de resultar notable que, en un contexto económico turbulento, la política se mantenga serena, casi diríamos en paz. El oficialismo luce cohesionado detrás del liderazgo firme de Cristina, cuya imagen positiva aumentó a raíz del conflicto con los fondos buitre, y la perspectiva de una gran PASO de todo el peronismo no opositor contribuye a contener la interna presidencial, frente a una oposición que sigue enredada en las ambiciones y los egos de su feria de vanidades. Alejando un poco el foco del día a día resulta fácil comprobar que, aún en plena campaña presidencial, pareciera existir una suerte de consenso tácito alrededor de algunas líneas económicas elementales, consenso evidenciado en la heterodoxia moderada, una especie de lavagnismo difuso, que parece resumir la fe económica de los referentes de los principales candidatos presidenciales, muchos de los cuales fueron de hecho funcionarios kirchneristas (Roberto Lavagna, Miguel Peirano y Daniel Arroyo en el massismo, Martín Lousteau y Alfonso Prat-Gay en UNEN). En cuanto a Mauricio Macri, y aunque algunos de los economistas que lo acompañan muestran efectivamente un perfil diferente, no cuesta mucho imaginárselo ofreciéndole el manejo de la economía a un lavagnista (o incluso al mismo Lavagna, a quien, recordemos, en su momento tentó como candidato porteño).

Pero maticemos. Esto no implica negar las diferencias entre oficialismo y oposición, que son muchas y muy notables, sino simplemente señalar que las principales alternativas para el 2015, incluyendo a las kirchneristas, resultan económicamente menos contrastantes que los escenarios polares estilo dolarización/devaluación típicos del pasado. ¿La economía gira al centro? Todavía es pronto para decirlo, pero en todo caso, y retomando la perspectiva latinoamericana del comienzo de este editorial, el contexto regional acompaña.

En efecto, en el marco de una economía sin grandes crisis pero menos próspera que la de hace algunos años, la oposición a los gobiernos progresistas de América Latina aparece como populista en materia de seguridad pública, liberal (aunque no totalmente neoliberal) en materia económica, y lo suficientemente inteligente como para mostrar una cara social: Henrique Capriles, Mauricio Rodas, Aecio Neves, Massa, Macri, Unen… El motivo es simple: estamos en otra etapa. Como señaló Pablo Stefanoni (4), la “fase heroica” del giro a la izquierda ha quedado atrás, y hoy atravesamos un momento caracterizado por el amesetamiento de los procesos de integración, la moderación económica de los liderazgos (incluyendo los más radicales, como el de Evo Morales) y la marginación de las propuestas al estilo socialismo del siglo XXI, un poco por la interminable crisis interna de Venezuela y otro poco porque nunca pasó de la vistosa hiperactividad de Chávez. Siguiendo a Stefanoni, podríamos decir que no sólo la izquierda, también la oposición se “luliza”, en la región y en Argentina.

Lo que todavía no sabemos es si se trata de una buena noticia.

1 . La previsión era de 2,7 pero fue reducida a 2,2 en el último Estudio Económico de América Latina y el Caribe.
2. Ver nota páginas 12 y 13.
3. Para un análisis del tema, ver la nota de Claudio Scaletta en el suplemento “Cash” de Página/12 del 24 de agosto de 2014.
4. Le Monde diplomatique, edición especial 2014 “Fracturas en América Latina”.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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