DEBATE: ¿IGUALDAD DE POSICIONES O DE OPORTUNIDADES?

Una sociedad sin ataduras

Por Gustavo Grobocopatel*
Nora Aslan, Alfombra, 1997 (fragmento, gentileza Museo Nacional de Bellas Artes)

Somos diferentes. Es una de las pocas cosas de las que no tengo dudas. Mis tres hijos son diferentes entre sí y yo soy diferente a mis hermanas. Trabajo desde hace más de 35 años con gente diferente. La diferencia es un gran activo. En tiempos turbulentos, con realidades cambiantes, tener personas con diferentes ideas, historias y miradas resulta fundamental. En las empresas se suele hablar de la “gestión de los talentos”: cada persona tiene uno, o varios, y la gestión consiste entonces en lograr que cada persona exprese lo mejor de sí misma. El trabajo en equipo se basa en la idea de lo diferente, la interdependencia crea competencias colectivas que superan las individuales. Muchos autores que estudian el proceso de globalización señalan esta tensión entre lo individual y lo colectivo como parte sustancial del proceso de evolución de las sociedades.

La idea de igualdad de oportunidades, que el editorial de enero de el Dipló describe impecablemente pero que asigna exclusivamente al liberalismo, no debería ser un concepto apropiable por una ideología o movimiento: debería ser un valor común y básico, imprescindible para cualquier sociedad que persiga el bienestar. La “igualdad de resultados”, que analíticamente suele oponerse a la igualdad de oportunidades, lleva a pensar que una sociedad elevada podría aceptar la igualdad material más allá de las diferencias, los méritos o los deseos individuales de sus integrantes. Las experiencias del último siglo mostraron que las personas no estamos preparadas aún para el socialismo utópico, con el agravante de que en muchos casos estas ideas dieron lugar a diferentes formas de fundamentalismos que amenazaron desde el derecho a la vida hasta las libertades más básicas: creían que para lograr la igualdad de resultados había que eliminar al diferente.
Por un lado, la idea de perseguir la igualdad de resultados y medirla exclusivamente a través del índice Gini es insuficiente, ya que hay sociedades que pueden ser igualitariamente pobres (se puede igualar para abajo). Por otro lado, resulta necesario destacar que las ideas para llegar a la igualdad de resultados pueden ser contenidas o integrarse con la perspectiva de igualdad de oportunidades. Es decir, generar las condiciones para que todos los ciudadanos puedan, con creatividad y esfuerzo, desarrollar plenamente sus capacidades a lo largo de su vida, y que cada uno llegue hasta donde pueda –y, agrego, hasta donde quiera– mediante construcciones colectivas donde, a través de bienes públicos de calidad, las “líneas de llegada” se acerquen.

Se trata de un tema cada vez más presente en el debate público debido a la creciente diferencia entre ricos y pobres, muy relacionada –desde mi punto de vista– con el acceso al conocimiento y a la capacidad de darse cuenta de las personas. Los más ricos se alejan tanto que la línea de llegada se sitúa cada vez más lejos. La clave, entonces, es cómo acotar, reducir o reparar estas desigualdades sin afectar los incentivos que permitan que aparezcan algunos individuos lúcidos que estiren esa línea hacia adelante: muchos desarrollos tecnológicos, por ejemplo, no hubieran sido posibles sin estos emergentes del sistema.

El rol del Estado como agente de redistribución también debe generar un debate. Según estudios del economista Rafael Di Tella, hay sociedades que creen que el éxito depende fundamentalmente del esfuerzo. Es el caso de la estadounidense y la inglesa, ambas protestantes, pero también de las nuevas sociedades capitalistas de Asia, como Corea del Sur o Singapur. Otras sociedades, en cambio, perciben que depende de la suerte, como Francia e Italia, más vinculadas con el catolicismo (1). Estas diferencias impactan sobre el diseño del sistema político y económico. Si el éxito depende del esfuerzo, entonces las personas no necesitan el soporte del Estado, y la meritocracia permite expresar las diferencias y la equidad. Si es la suerte lo que determina el éxito, entonces debe haber un Estado que compense y redistribuya.

Los sistemas políticos deberían ser resultado de estas creencias, que, como no son estáticas, deberían poder revisarse de manera periódica. Argentina es un caso emblemático, que oscila entre el odio y el amor por el Estado, en ambos casos con buenas dosis de irracionalidad y extremismo. Desde el punto de vista de la cultura política, pareciera que estamos más cerca de Francia o Italia que de Inglaterra: los argentinos necesitamos un Estado que compense, algo en lo que parece haber acuerdo; el tema, en todo caso, es cuál es la calidad del Estado requerida, y cuál su medida justa.

En relación a la calidad, un gobierno que trate de conseguir los mejores gestores demuestra la voluntad de tener un Estado de calidad, es decir presente, eficiente, al servicio de los ciudadanos, constructor de bienes y servicios públicos, que redistribuya para incluir y no sólo para reparar. No se puede defender al Estado y al mismo tiempo gestionarlo mal. Respecto de su tamaño, no hay recetas universales. Ciertas sociedades, como las escandinavas, aceptan con gusto pagar altos impuestos a cambio de un Estado grande que devuelve servicios excelentes. Otros países, en cambio, prefieren que el dinero y la redistribución sean realizados por mecanismos del mercado, con incentivos claros y consistentes. Argentina debe definir este punto de equilibrio justo, llegar a un acuerdo social sobre el mismo y respetarlo durante un período de tiempo razonable: los actores y agentes económicos toman decisiones basadas en este esquema y es inconveniente que se cambien constantemente. Para que el capitalismo funcione se necesitan reglas de juego estables, un Estado de calidad, competencia entre empresas y trabajadores dispuestos a ser dueños. Sin esas condiciones sólo habrá una especie de precapitalismo disfuncional.

Finalmente, la prueba ácida para saber si estamos o no en el buen camino, buscando la igualdad de oportunidades o de resultados, es saber si, al cabo de un tiempo, las personas somos más libres, autónomas, empleables, emprendedoras, solidarias y saludables. El premio Nobel de Economía Amartya Sen dice que estas capacidades están muy asociadas con la felicidad y el bienestar de las sociedades y las personas. La construcción individual y colectiva por venir nos debe llevar hacia un modelo que nos libere de las ataduras y los prejuicios y nos deje volar para lograr ese propósito.

1. Rafael Di Tella y Robert MacCulloch, “Why Doesn’t Capitalism Flow to Poor Countries?”, Brookings Papers on Economic Activity, 2009.

* Empresario.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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