EDICIÓN 219 - SEPTIEMBRE 2017
EDITORIAL

¿Hegemomía macrista?

Por José Natanson

¿Cómo se sostiene el macrismo? ¿Quiénes integran su coalición social?

Hay diferentes formas de abordar la cuestión. La primera es de clase: las encuestas coinciden en que Cambiemos obtiene sus mejores resultados entre los sectores con estudios terciarios o universitarios (indicador de clase social media y alta) y los peores entre aquellos con primaria completa, del mismo modo que su performance mejora en los barrios y zonas más acomodados (1), en una correlación que se invierte en espejo perfecto con el peronismo, lo que por supuesto no significa que su base social esté integrada exclusivamente por la clase alta, ni siquiera sólo por la clase media, como demuestra el hecho de que en las PASO de agosto Elisa Carrió se impuso en todas las comunas de la Ciudad (aunque con menos votos, ganó también en Lugano y Soldati), y como confirman la victoria de Esteban Bullrich en los partidos de Tres de Febrero y San Miguel y los triunfos oficialistas en provincias como Jujuy y Corrientes. En suma, el marcado sesgo social no debería oscurecer la evidencia de que el macrismo es una coalición policlasista.

La segunda perspectiva es etaria. Como señalamos en otra oportunidad (2), el macrismo se inclina hacia lo que la literatura especializada llama piadosamente “adultos mayores”: las encuestas revelan que Cambiemos mejora sus resultados entre los mayores de 50 años, lo que podría explicarse por el desplazamiento del voto anti-peronista (más adulto que el justicialista) del radicalismo al macrismo, así como por las apelaciones al orden social y la seguridad que hoy están en el centro de su programa de gobierno y que constituyen valores conservadores más populares entre los viejos que entre las nuevas generaciones.

La última perspectiva, sobre la que quiero llamar la atención aquí, es territorial. Como se ve claramente en los mapas incluidos en esta página, la distribución del apoyo al macrismo coincide casi matemáticamente con el mapa de la soja. ¿El gobierno siembra porotos y cosecha votos? En cierto modo sí, aunque, dirían los sociólogos, es más complejo: la economía sojera determina un tipo de configuración productiva que modela un tipo de sociedad que es la que al final vota a Macri. Sucede que, frente a la visión estereotipada del kirchnerismo, que a excepción de la breve gestión de Julián Domínguez nunca logró comprender cabalmente la mutación experimentada por el campo argentino, la “economía de la soja” constituye un entramado denso y heterogéneo que incluye desde los puertos de las multinacionales sobre el Paraná y las grandes propiedades tradicionales a los nuevos pools de siembra y, adquiriendo cada día más centralidad, las empresas prestadoras de servicios: como se describe con precisión en las páginas 6 y 7 de esta edición, los clásicos terratenientes y peones conviven cada vez más con los arrendatarios, los ingenieros agrónomos, los veterinarios, los mecánicos de maquinaria agrícola, los pilotos de los aviones fumigadores, los transportistas…

                                                              Núcleo sojero                 /                        Distritos donde ganó Cambiemos

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En este marco, los clásicos límites entre lo rural y lo urbano se difuminan y el campo se articula cada vez más con las finanzas, la industria y los medios de comunicación. Cuando se habla de una localidad como un “pueblo” se puede estar haciendo referencia a una ciudad de 100 mil habitantes, con una concesionaria de Toyota, locales multimarca que ofrecen los mismos jeans Jazmín Chebar que en los shoppings porteños y un PIB equivalente al de Recoleta. Del mismo modo, el chacarero de alpargatas y boina puede parecer rústico pero tal vez disponga de: dos camionetas de 50 mil dólares, una sembradora de precisión que compró en Expoagro a un millón de dólares, una casa en Sunchales que comparte con su mujer y un departamento en Rosario donde vive su hijo, que estudia Agronomía (él se quiere dedicar al cine).

Como señalan Carla Gras y Valeria Hernández (3), el campo experimentó en las últimas décadas una “revolución silenciosa” que suele pasarse por alto a la hora del análisis político: el régimen de creación de riqueza, que tradicionalmente giró alrededor de la propiedad de la tierra, está centrado hoy en la tecnología, que no es sólo la mediación que habilita los cambios productivos sino el principal vector de acumulación capitalista. Aunque una sociedad como la argentina, con 40 millones de personas y una fuerte pulsión igualitarista, no puede sostenerse sólo en el agro, las finanzas y los servicios, que son los sectores a los que el diseño económico macrista decidió apostar, lo cierto es que el campo fue construyendo una narrativa, casi diríamos un relato, acerca de su rol como el verdadero protagonista del desarrollo nacional: ultrainnovador, desprovisto de reclamos proteccionistas, generador de divisas genuinas y adaptado como ningún otro a las exigencias del capitalismo globalizado.

Esta nueva realidad produjo un desplazamiento del imaginario rural: de estancieros a empresarios, y de las tradicionales organizaciones patronales como la Sociedad Rural a las nuevas asociaciones de perfil técnico como AAPRESID y los grupos CREA, inspirados en las asociaciones de cooperación del agro francés y orientados al intercambio de tecnología y experiencias, como parte de un proceso que fue acompañado por un sugestivo cambio de look: de la tradicional percepción del campo como un resabio conservador, oligárquico y rentista, a una imagen ligada a la innovación y la competitividad. Importa poco si el campo realmente es así, si imagen y realidad encajan; lo central es que así se ve a sí mismo. Y que esta autopercepción, que comenzó con la “revolución verde” de los 60, continuó con la introducción de la siembra directa en los 90 y se terminó de consolidar con el boom de los commodities, sintoniza con ciertos tópicos del discurso macrista: el progreso concebido como modernización, el emprendedorismo como antítesis de la dependencia estatal y una inserción en el mundo que no cuestiona el rol subordinado en la división internacional del trabajo. La decisión fundante de este vínculo –el combo, único en el mundo, de devaluación y baja de retenciones– es la base material sobre la que descansa esta nueva identificación política.

Valores

Transformada en un sujeto social, la zona núcleo se suma a los otros dos grupos que conforman la coalición macrista. El primero son las clases medias de los grandes centros urbanos, en donde Cambiemos arrasa. El segundo está constituido por la clase media baja, lo que Pablo Semán llama el “moyanismo social” (4): desde su alejamiento definitivo del kirchnerismo en el segundo gobierno de Cristina, catalizado por el reclamo por el impuesto a las ganancias y simbolizado por la ruptura con Hugo Moyano, este sector quedó flotando a la espera de una representación potente, que al principio pareció encarnar Sergio Massa pero que –a juzgar por los resultados de las PASO– terminó desplazándose a Cambiemos.

¿Será suficiente para construir una nueva hegemonía política? Si la hegemonía es, en la definición clásica que Gramsci elabora a partir de Lenin, la capacidad de un grupo de asumir la conducción político-moral de la sociedad y transformar sus valores en los valores dominantes, la experiencia reciente demuestra que este “consenso espontáneo” se empieza a construir desde la oposición pero se afianza una vez asumido el gobierno.

Esa es al menos la impresión que surge de revisar la experiencia de los tres grandes ciclos democráticos: el alfonsinismo, cuya hegemonía fue históricamente breve pero que logró sedimentar una serie de valores –la abolición de la violencia política, la subordinación militar al poder civil, las elecciones como el momento máximo de definición democrática– que están en la base de nuestra vida ciudadana; el menemismo, del que se habla menos pero que durante una década contagió su imaginario a un sector importante de la sociedad, y el kirchnerismo, que también logró imponer una cierta mirada del mundo, en particular vinculada a la protección social de los sectores más débiles y el necesario rol del Estado en la economía.

De este modo, con el apoyo de los barrios acomodados de las grandes ciudades (la clase media), la adhesión de una parte de los conurbanos (el trabajador meritocrático) y el respaldo militante de la zona núcleo (el voto soja), el macrismo recupera el espíritu del conflicto del campo del 2008, avanza en la derrota electoral del peronismo y le ofrece a esta nueva coalición social un programa de gobierno; hace, en fin, lo que los peronistas dicen que hay que hacer: conduce. Para ello cuenta, por supuesto, con el soporte del poder económico y de los grandes medios, pero se trata de respaldos externos que tienen sus propios intereses sectoriales irrenunciables. Por eso lo central es que la victoria en las PASO retonificó al macrismo. Y, más importante aun, confirmó su capacidad para desconectar la situación socioeconómica inmediata de muchos de sus adherentes de las preferencias electorales: el hecho de que mucha gente decidiera acompañar al oficialismo a pesar del deterioro social de los últimos dos años demuestra, como escribió Julio Burdman (5), que Cambiemos está logrando instalar una perspectiva de largo plazo.

La pregunta es si los diferentes grupos que lo sostienen se articularán en torno a un proyecto común. Aquí reside la clave para confirmar si el macrismo es un fenómeno transitorio que pasará rápido como un Metrobus o si se estabilizará en una representación más permanente construida alrededor de un conjunto de valores, si se transformará en una hegemonía política. Dos objeciones se han planteado a esta posibilidad: la primera es que, en la medida en que la economía requiere del ingreso permanente de capitales y como hasta el momento no se ha hecho nada por reducir esta dependencia, el modelo es estructuralmente insostenible; en términos marxistas, llegará un momento en que la base material no permitirá sostener el consenso superestructural que da forma a la hegemonía (6). El problema de esta crítica es que no precisa el horizonte de esta insustentabilidad; no pone plazos. ¿Dos años antes de que comience a sonar la chicharra? ¿Cuatro? ¿Diez, como la convertibilidad?

La segunda objeción, señalada por Fernando Rosso (7), es que el macrismo no constituye una mayoría sino una simple primera minoría, lo cual es electoralmente cierto pero políticamente irrelevante: para el caso, también los bolcheviques lo eran. Lo importante a los efectos de determinar su potencia hegemónica es su capacidad para transformar sus valores en dominantes. ¿Es esto lo que está ocurriendo? Mi impresión es que sí, progresivamente, y que la evidencia puede rastrearse a lugares insospechados: en el comunicado difundido tras las PASO, luego de denunciar la manipulación de los resultados y el show montado en torno a ellos, Cristina Kirchner sostuvo que su campaña desarrolló “un estilo basado en escuchar a los ciudadanos y conversar con ellos” como parte de “una manera nueva de comunicarnos y hacer política desde la proximidad”.

Los ecos duranbarbistas que resuenan en la definición de Cristina hablan tanto de su habilidad para adaptarse a la nueva realidad como de la capacidad del macrismo para marcar el tono de la época.

1. María Laura Tagina, “Detrás de las encuestas”, Revista Anfibia.
2. “Macri contra la guerra del cerdo”, Le Monde diplomatique, mayo de 2017.
3. Radiografía del nuevo campo argentino, Siglo XXI, 2017.
4. “La grieta opositora”, Le Monde diplomatique, julio de 2017.
5. “La ideología del partido”, Revista Anfibia.
6. Claudio Scaletta, “La fiesta de Gramsci”, en Página/12, 18-8-17.
7. “Cambiemos: una nueva hegemonía”, Panamarevista.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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