EDICIÓN 245 - NOVIEMBRE 2019

44 días y 500 noches

Por José Natanson

Primero el vaso medio lleno: las elecciones del 27 de octubre fueron la expresión de una democracia que, después de tres sublevaciones militares, dos hiperinflaciones, un default y una docena de cacerolazos y puebladas, se encuentra razonablemente consolidada. Aunque como demuestran los casos de Brasil y Chile, hasta hace poco considerados ejemplos de estabilidad e institucionalización, el peligro siempre acecha, y aunque es verdad que las democracias hoy mueren lentamente, horadadas desde adentro antes que quebradas por un golpe externo (1), lo cierto es que los comicios presidenciales confirmaron que el sistema, con todos sus enormes problemas, funciona: las elecciones se desarrollaron en paz, las denuncias de fraude irresponsablemente agitadas desde ambos bandos no se verificaron y la vieja boleta papel resultó confiable. Si entendemos a la democracia no como una garantía de satisfacción universal de los derechos de los ciudadanos sino como un tipo específico de régimen político, aquel que permite elegir –y sobre todo, como ocurrió en este caso, castigar– a quienes nos gobiernan, entonces Argentina puede ser considerada una democracia afianzada.

La perspectiva optimista se completa con los primeros pasos de lo que hasta el momento parece una transición ordenada, que comenzó con la visita de Alberto Fernández a Mauricio Macri el lunes posterior a las elecciones y continuó con la designación de un equipo para coordinar el traspaso del poder. A diferencia de lo que ocurrió en 1989 y 2001/2003, todo indica que la entrega de mando se concretará en tiempo y, a diferencia del 2015, también en forma, sin el sainete del bastón presidencial. Por último, la decisión del Banco Central de ajustar el cepo confirma la impresión de que incluso dos dirigentes que a todas luces no se aprecian están intentando articular una transición civilizada.

Al mismo tiempo, el 40 por ciento de los votos que logró retener Cambiemos sugiere que el espacio no peronista, sus clases medias y sus pampas, contará con una fuerza institucional (media Cámara de Diputados) y territorial (cinco provincias incluyendo la Ciudad) que ayudarán a sostenerlo en su descenso al desierto del no poder. Huérfano de representación durante prácticamente todo el ciclo del kirchnerismo, el anti-peronismo tiene la chance de estabilizar una coalición que lo represente y con ello afianzar un sistema de partidos más equilibrado, aunque aún sea pronto para saber si se cumplirá el viejo sueño torcuatoditelliano de una dinámica que gire de manera permanente en torno al eje izquierda-derecha.

Detengámonos en este punto, que puede ser decisivo en el futuro próximo. Un sistema político balanceado no es un fetiche de liberales europeizados sino una necesidad de la democracia, que tiene en la alternancia una de sus condiciones básicas de funcionamiento. Aunque puede resultar seductora y por momentos hasta funcional, la ausencia de alternancia empuja a la fuerza que ocupa el gobierno a los comportamientos hegemónicos y a la oposición a los posicionamientos anti-sistema: si el que está en el poder cree que siempre permanecerá allí es probable que incurra en desbordes que de otro modo evitaría; si el que está afuera del poder piensa que no volverá nunca es probable que apele a estrategias disruptivas, que esté dispuesto a hacer más cosas que antes para recuperarlo. El “Vamos por todo” del kirchnerismo es la contracara perfecta del “No vuelven más” del macrismo: ambos son un problema, porque para que la democracia funcione es necesario que ningún gobierno vaya por todo y que los que se fueron puedan –eventualmente– volver.

La importancia de la alternancia, entendida en un sentido amplio, no sólo como la rotación formal de partidos sino también de políticas, resulta evidente a la luz de lo que viene ocurriendo en América Latina: Venezuela demuestra los efectos de degradación democrática y violencia política que produce la permanencia en el poder del mismo partido, en tanto Chile revela los problemas no menos significativos que provoca la continuidad –prácticamente inalterada– de un mismo programa económico. En Bolivia, la decisión de Evo Morales de forzar un fallo del Tribunal Supremo para disputar un nuevo mandato tras su derrota en un referéndum generó una caída en su popularidad que redundó en una victoria en primera vuelta tan ajustada que la oposición se niega a reconocerla, aunque hasta ahora no ha mostrado ninguna evidencia de fraude. En contraste con una región al rojo vivo, Argentina puede exhibir una democracia electoral consolidada, una transición sosegada y la perspectiva de un sistema de partidos más equilibrado.

Pero faltan 500 noches. El vaso medio vacío son las dificultades que separan el triunfo del 27 de octubre de la asunción del 10 de diciembre: por más coordinación que muestren, Macri y Alberto piensan diferente en la mayoría de los temas y arrastran una historia de mutua desconfianza. Lo más arduo sin embargo vendrá después, cuando el nuevo presidente asuma el poder y enfrente el desafío de gobernar a Argentina bajo un amplio conjunto de restricciones: económicas (el peso de la deuda, la recesión y la macro); sociales (la demanda social reprimida en los últimos meses a la espera del cambio de gobierno); institucionales (la ajustada mayoría del peronismo en Diputados); políticas (la amplitud y heterogeneidad de la coalición oficialista); territoriales (una Argentina partida entre las provincias del centro y los grandes centros urbanos –mayoritariamente macristas– y las provincias del norte y del sur y los conurbanos –mayoritariamente peronistas–), y regionales (una Sudamérica también dividida).

Para avanzar por esta cornisa finita el gobierno de Alberto no tendrá más alternativa que mostrar rápidamente algunos resultados: el primero, frenar la caída de la economía y comenzar a recuperar el salario, mientras atiende la demanda urgente del hambre. Casi toda la energía del presidente electo está enfocada en estos objetivos, que imponen también la necesidad de ir articulando un nuevo orden político, una nueva pax peronista que contenga y exprese a los diferentes sectores que componen el Frente de Todos.

Como señalamos (2), el antecedente más cercano es la coalición política que sostuvo el crecimiento económico del nestorismo y que se mantuvo vigente hasta el conflicto del campo del 2008, origen del cristinismo intenso, del macrismo y de la grieta. Principal evocación explícita de los discursos de Alberto y Cristina, Néstor se va recortando como el santo laico de este momento, el Bolívar de esta etapa de amplitud y centrismo, por más que la soja valga la mitad que en aquellos años, la economía se encuentre en recesión y no recuperándose y el FMI golpee ansioso las puertas de la Casa Rosada. Si la diferencia en los contextos económicos introduce la pregunta sobre las chances reales de recrear hoy el programa del 2003, es decir las posibilidades de un “kirchnerismo de la escasez”, la voluntad de Alberto de moderar los conflictos reflejada en el acuerdo de paz del pacto social introduce otro interrogante: ¿es posible un nestorismo sin enemigos?

Quizás una forma de comenzar a despejar el punto consista en agregarle más capas simbólicas al bizcochuelo que se está cocinando. Durante su larga etapa en el poder, el kirchnerismo logró conjugar la agenda social del peronismo con la agenda de los “nuevos derechos” del siglo XXI: populismo y pluralismo, en un mix que fue de la Asignación Universal al matrimonio igualitario, de la renegociación de la deuda a la ley de identidad de género, y que parece haber coagulado en la hegemonía interna impuesta por el feminismo sobre los sectores más conservadores del peronismo.

Parado sobre estos avances, Alberto puede seguir inyectándole dosis de liberalismo al clásico populismo peronista. Como en otros aspectos, es el hombre adecuado: típico porteño de clase media, hijo de un juez y profesor de la UBA, Alberto se autodefine como un “liberal de izquierda” y no teme recurrir a la palabra prohibida (“progresismo”) para caracterizar su identidad ideológica. Lo ayudan su edad y la historia. A diferencia de todos los presidentes hasta Macri, Alberto construyó su carrera enteramente en democracia: la crónica de su educación sentimental remite a los 80, a los años dorados de diálogo entre corporaciones, política de partidos y rosca (3).

Convertido en presidente por impulso de Cristina, Alberto evoca a Néstor pero argumenta e incluso se viste como un ministro de Alfonsín, aunque la situación que hereda nos reenvía al olvidado Eduardo Duhalde y aunque sus afinidades electivas y su trayectoria dibujan una especie de Cafiero del siglo XXI, el sueño eterno de una socialdemocracia peronista

1. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Ariel, 2019.

2. Véase “Revival nestorista”, editorial en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 243, septiembre de 2019.

3. Martín Rodríguez y Pablo Touzon, “El punto de partida”, en www.panamarevista.com; véase también la nota de Daniel Rosso en la página 5 de esta edición.

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