EDICIÓN 281 - NOVIEMBRE 2022
EDITORIAL

¿Por qué vuelve Alfonsín?

Por José Natanson

En El planisferio invertido (1), su libro sobre Raúl Alfonsín, Pablo Gerchunoff traza un retrato no complaciente pero sí piadoso del ex presidente radical. Al tratarse más de un ensayo biográfico que de una biografía clásica (nació tal día, sus hermanos fueron tales…), Gerchunoff propone hipótesis, se permite especulaciones contrafácticas (¿Qué hubiera pasado si en 1983 ganaba Ítalo Luder? ¿Y si Antonio Cafiero derrotaba a Carlos Menem en la interna peronista?) y arriesga varias tesis, entre las cuales la más interesante es la que da título al libro: incluso desde el radicalismo, es decir desde un partido acostumbrado a la derrota, e incluso desde un país periférico como Argentina, se pueden cambiar las cosas a lo grande. La metáfora del planisferio es eso: Argentina en el centro del mundo. “La realidad –dice Gerchunoff– puede cambiarse, puede darse vuelta. El peronismo puede perder; la Plaza de Mayo puede ser vista desde el Cabildo y no desde la Casa Rosada; con la democracia se puede curar y educar.”

Escrito con una elegancia inhabitual entre esos asesinos del lenguaje que suelen ser los economistas, Gerchunoff identifica con mucha perspicacia los nudos que tuvo que enfrentar Alfonsín, las disyuntivas históricas, los juegos de sub-óptimos en los que todas las opciones son malas. Recurre a la metáfora de la moneda en el aire (2), el título de su libro anterior, para ilustrar que las cosas siempre podrían haber seguido un camino alternativo y que el hecho de que hayan sucedido de una manera y no de otra es resultado de la voluntad del líder y del azar de las circunstancias. Con ello, Gerchunoff elude los sobredeterminismos y admite que Alfonsín se ha equivocado, más de una vez.

Pero si los resultados muchas veces no son los buscados, las intenciones de Alfonsín son, en la mirada del autor, siempre perfectas. Tal el gran problema del libro. Para Gerchunoff, Alfonsín actúa guiado por una permanente buena fe, procurando siempre el bien común, la salud de la democracia o, en su defecto, la supervivencia de su partido (que para Alfonsín también sería crucial para la continuidad de la democracia, algo que Gerchunoff no cuestiona pero que bien podría discutirse: ¿quién dijo que sin radicalismo no hay democracia?).

Veamos un ejemplo. Dejemos de lado las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, el debate acerca de si eran necesarias para evitar que siguieran propagándose las sublevaciones militares, y detengámonos en el Pacto de Olivos. Estamos en Argentina, 1993. La ley de convertibilidad había logrado frenar en seco la inflación y el consumo volaba, con pasaporte al Primer Mundo. Ante la fuerza arrolladora de Menem, que ya había comenzado a avanzar con su proyecto reeleccionista en el Congreso, Alfonsín decidió –dice Gerchunoff– asumir lo inevitable, y buscó sacar el mejor partido de las circunstancias transformando una reforma limitada a la reelección en una “Constitución socialdemócrata”. “Alfonsín estaba completando la arquitectura institucional y política que había comenzado en 1983”, escribe.

Frente a las tentativas por encorsetar a Alfonsín en la figura gastada de padre de la democracia, Gerchunoff lo reivindica como un líder social, como alguien que quería ser Mitre, sí, pero también Roca. 

El problema de este razonamiento es doble. Por un lado, la reforma de 1994, aunque tuvo la virtud de incorporar los tratados internacionales en materia de derechos humanos, no parió una Constitución socialdemócrata; el jefe de Gabinete no atemperó el presidencialismo, el Consejo de la Magistratura es un engendro disfuncional y la consagración del dominio originario de los recursos naturales a los estados provinciales constituye una tragedia que impide encarar una explotación nacional (y racional) de la minería y los hidrocarburos y expone a gobiernos débiles al lobby del ambientalismo bobo.

Pero además, si el resultado de la reforma fue en el mejor de los casos fallido, las intenciones que animaron a Alfonsín son por lo menos dudosas. ¿O acaso no pesó la voluntad del ex presidente de recuperar protagonismo dentro de su partido tras su salida anticipada del gobierno y neutralizar las amenazas de los sectores rebeldes de Federico Storani y Fernando de la Rúa? ¿Cuánto influyó en Alfonsín la búsqueda del bien común y cuánto la intención de garantizar la sobrevida del radicalismo arrancándole a Menem concesiones como el tercer senador por la minoría o la elección directa del jefe de Gobierno porteño? El problema de la perspectiva de Gerchunoff –que se repite en el análisis de otras disyuntivas históricas, como el “Felices Pascuas”, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final o la relación con el peronismo– no es que sea piadosa; el problema es que es demasiado piadosa.

Pero el libro tiene una virtud política que trasciende cualquier debilidad analítica. Si los libros cumplen alguna función social, quizás la más interesante en este caso sea el rescate del “Alfonsín social” (o socialdemócrata). La reconstrucción de la trayectoria de un líder que no quiso limitarse a la edificación de instituciones y que buscó dotar de un contenido social –incluso, por momentos, anti-oligárquico– a su programa de gobierno. Una interpretación que contrasta con los intentos de encasillar a Alfonsín en su rol limitado de prócer republicano ensayados desde la intelectualidad opositora (notoriamente desde la revista digital Seúl, que se ha convertido en el gran órgano de difusión de las ideas del antiperonismo). Frente a las tentativas por encorsetar a Alfonsín en la figura gastada de padre de la democracia, Gerchunoff lo reivindica como un líder social, como alguien que quería ser Mitre, sí, pero también Roca. O Yrigoyen.

Alfonsín también está presente en Argentina, 1985, la película de Santiago Mitre sobre el Juicio a las Juntas que abrió una amplia discusión en torno a la verdad histórica, las licencias de la ficción y el rol exacto del ex presidente en el proceso contra los jefes militares. Más allá de las críticas y los reclamos sobre silencios y omisiones (los radicales salieron a coro a reclamar por la ausencia de Alfonsín en la trama y Roberto Gargarella más o menos dijo que la película debería haber sido sobre Carlos Nino), lo interesante es la intensidad del debate que generó, debate que, entiendo, demuestra que dio en alguna tecla sensible de la sociedad (3).

No siempre es así, no siempre las ficciones políticas patean el avispero de la conversación pública. Recordemos por caso que hace un par de meses se estrenó Santa Evita, la adaptación de la novela de Tomás Eloy Martínez, y pasó bastante inadvertida. Nadie tenía mucho para decir u objetar acerca del robo del cadáver de Eva; a nadie pareció importarle tanto. La pregunta entonces sería: ¿qué está pasando para que Argentina, 1985 se haya convertido en un suceso de público y el libro de Gerchunoff haya trepado a la lista de los más vendidos? ¿Por qué estamos todos hablando de Alfonsín? ¿Y qué nos dice eso del momento actual?

Mi tesis es la siguiente.

La sociedad argentina está dominada por una sensación de fracaso colectivo. Las pruebas están a la vista: la economía no crece desde al menos una década, la pobreza no baja del 35 por ciento, la inflación destruye los salarios. A los problemas de siempre se suman otros nuevos: trabajadores en blanco que no llegan a fin de mes, “vidas precarias” que se multiplican en los conurbanos de medio país y una sensación de impotencia general que se extiende como mancha de aceite, mientras Coldplay, a 20 mil pesos la entrada, bate récords en River. Como señalamos en otra oportunidad, la pandemia destruyó los lazos sociales y disparó el consumo de psicofármacos, los casos de depresión y los suicidios (se habla poco de eso, para evitar un efecto contagio, pero los barrios populares experimentan una epidemia de suicidio adolescente). Políticamente, el panorama es oscuro: los argentinos votaron contra el kirchnerismo (en 2015), contra el macrismo (en 2019) y contra el Frente de Todos (el año pasado), y podrían verse tentados a probar algo radicalmente nuevo; de hecho, como muestra el peligroso ascenso de Javier Milei, ya está pasando. Fernando Rosso viene insistiendo con la idea de “hegemonías débiles”, en el sentido de proyectos políticos que si bien logran vetar al proyecto del adversario, no reúnen la fuerza suficiente como para imponer el propio, lo que da como resultado un empate exasperante, un país trabado (4). Martin Rodríguez se pregunta: ¿hace cuánto tiempo que alguien no resuelve un problema en Argentina?

En este clima de frustración general, de inercia aciaga, el regreso a Alfonsín puede ser un intento por volver a un líder de vocación progresista y profundamente transformadora, más “limpio” que los liderazgos actuales y mejor intencionado (aunque no tanto como propone Gerchunoff). Perón y Evita quedaron muy lejos, y el primer Kirchner –el otro gobierno que alcanza un alto grado de consenso político y social– está demasiado cerca, y demasiado vinculado a la coyuntura. Volver a Alfonsín es como ver el Mundial de México 86, el loop eterno del gol de Maradona a los ingleses. Resignificado una y mil veces, Alfonsín traduce el deseo social de rescatar, en un revival melancólico, algunas cosas que salieron muy bien: el Juicio a las Juntas, la pacificación de las relaciones con los países vecinos, el fin del autoritarismo y la reconstrucción de la democracia.

1. Edhasa, Buenos Aires, 2022.

2. Pablo Gerchunoff y Roy Hora, La moneda en el aire. Conversaciones sobre la Argentina y su historia de futuros imprevisibles, Siglo XXI, Buenos Aires, 2022.

3. https://seul.ar/argentina-1985-gargarella-llinas/

4. La hegemonía imposible. 20 años de disputas políticas en el país del empate, del 2001 a Alberto Fernández, Capital intelectual, 2022.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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