Adiós a la alianza con Cuba
“Volver a la pequeña esquina”. Tal podría ser el título de un tango escrito hacia los años 20 en algún rincón lluvioso de Buenos Aires. Pero la realidad es mucho más ruin que esa pintoresca imagen. Con esas palabras, Celso Amorim –canciller durante los gobiernos de Lula y ministro de Defensa de Dilma– definió la nueva orientación de la política externa de Brasil en la era de Michel Temer. A pesar de ser interino y de tener escándalos frecuentes a causa de la corrupción de sus miembros, el nuevo gobierno brasileño se propuso un giro radical en materia económica y diplomática. Si respecto del primer punto los objetivos trazados fueron “mayores libertades y menos intervención”, respecto del segundo la propuesta es similar: la nueva Cancillería llega con la promesa de “hacer negocios”. Entre las diez directrices que presentó al asumir José Serra, el nuevo el ministro de Relaciones Exteriores, la primera es que la diplomacia “sirva a los intereses de Brasil” y no a “las conveniencias y preferencias ideológicas de un partido político y sus aliados en el extranjero”. Llama la atención esta afirmación por parte del alguien que, por primera vez después de quince años, ocupa el Palacio de Itamaraty sin ser diplomático de carrera y que tiene una filiación partidaria explícita: Serra pertenece al Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), fuerza que lo convirtió en ministro de Fernando Henrique Cardoso, gobernador, senador y diputado por San Pablo, y candidato a presidente en dos oportunidades (2002 y 2010). Con un nivel de cinismo que desconcierta, Serra continuó su decálogo con el compromiso de estar “atentos a la defensa de la democracia, de las libertades y de los derechos humanos en cualquier país”. En consonancia con los intereses del macrismo, planteó la necesidad de “renovar el Mercosur para corregir lo que necesita ser arreglado”, con miras a habilitar los tratados bilaterales de libre comercio con países que no integran el bloque y a eliminar la unión aduanera. También en sintonía con los nuevos intereses argentinos, habló de “seguir construyendo puentes con la Alianza del Pacífico”.
No es de extrañar entonces que una de las primeras acciones del flamante gobierno haya sido despedir a Marco Aurélio Garcia, asesor de Lula y de Dilma en política exterior y hombre clave para la integración latinoamericana. Tampoco sorprende la emisión de un comunicado rechazando las afirmaciones de Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador y Nicaragua que calificaron de “golpe” al proceso de destitución iniciado contra Dilma Rousseff. A simple vista, lo que puede resultar más llamativo es la insistencia en el cambio de rumbo en materia de política exterior, teniendo en cuenta que la desplegada durante los años petistas fue realmente exitosa. Pero, si se analiza con más profundidad, se anuncian tanto rupturas como continuidades en el plano diplomático: sólo algunos de los socios cosechados en estos últimos años resultan indigeribles para el nuevo gobierno.
La pesada herencia
Por ser un actor de peso global, desde la llegada de Lula al poder la estrategia de Brasil consistió en abonar la construcción del multilateralismo apoyándose en el diálogo y la cooperación, en especial Sur-Sur. No se trataba de cuestionar el orden internacional existente, sino de ampliar los márgenes de negociación frente a las principales potencias. Tal como lo explica Monica Hirst, el objetivo era “maximizar oportunidades de iniciativas políticas, especialmente por medio de coaliciones con otros poderes emergentes, dirigidas a estimular inclusión, cambio y mayor representatividad en el terreno de la gobernanza global” (1). Los beneficios fueron múltiples: Brasil se consolidó como líder regional, impulsó la creación de la Unasur y la CELAC, fortaleció su participación en las misiones de paz de la ONU, se integró al BRICS y al IBAS, multiplicó acuerdos y alianzas con países de la periferia en Medio Oriente, África y América latina y llegó a poner a uno de los suyos en la dirección general de la OMC. Este activismo internacional, no obstante, reposó en buena medida en la figura de Lula, y esto explica en parte la modificación de la situación durante la presidencia de Dilma. Si bien el rol de Itamaraty siguió siendo relevante (como lo ejemplifica la denuncia en la ONU contra Estados Unidos por espionaje), progresivamente fue perdiendo protagonismo, hecho agravado por el estancamiento económico en el que cayó el país. El nombramiento de Serra, en este sentido, anuncia la intención de volver a otorgarle prioridad a la política exterior brasileña, con la salvedad de que en adelante tendrá otras prioridades.
Lo que más irrita al nuevo gobierno en materia internacional, como a toda la derecha sudamericana, es la política desplegada a nivel regional: Lula profundizó los vínculos con los gobiernos de centroizquierda y jugó un rol fundamental como mediador en diversas situaciones de conflicto en el bloque bolivariano (en Bolivia y en Venezuela). Pero quizá uno de los peores elementos de “la pesada herencia” sea la relación con Cuba.
Desde que Brasilia restableció relaciones diplomáticas con La Habana en 1986, el intercambio entre ambos países no dejó de incrementarse, con mayor intensidad desde la llegada del PT al poder. Cuando Lula llegó a la presidencia, los vínculos con la isla se apoyaron fundamentalmente en las coincidencias ideológicas, pero luego de la apertura económica impulsada por Raúl Castro, las relaciones tomaron un tinte más pragmático ante las oportunidades de negocios que se abrieron.
Brasil fue adquiriendo por este camino cada vez mayor relevancia para la isla, hasta convertirse en un aliado estratégico en América Latina. La novedad se produjo en un contexto en el que Cuba se proponía salir de su aislamiento internacional, tejer vínculos en la región que trascendieran a Venezuela y encontrar inversores que acompañaran la actualización del modelo socialista. Brasil, por su parte, apostó a la relación con Cuba al verla como un puente hacia el mercado del Caribe –y en un futuro no demasiado lejano también hacia Estados Unidos– y hacia otros países de la periferia. Para Itamaraty La Habana era considerada una “superpotencia” diplomática gracias a sus vínculos con el mundo en desarrollo, los cuales podían ser funcionales a la estrategia brasileña de fortalecer sus posiciones en ámbitos internacionales y organismos multilaterales (2).
Cuando Serra habla entonces de “desideologizar” la política externa, alude a una reformulación de las relaciones con los países bolivarianos más Cuba, y a un acercamiento con las principales potencias; es en esa clave que debe leerse su reciente viaje a París en el que se reunió con el Consejo de Ministros de la OCDE. Sin embargo, en otros aspectos le dará continuidad a los lineamientos que se venían desplegando durante el período anterior, como la centralidad otorgada a los foros de coordinación con socios estratégicos en el marco del IBAS y el BRICS.
Efecto mariposa
Como novena economía mundial, principal Producto Interno Bruto de América Latina y primer socio comercial de casi todos los países del Mercosur, es indudable que la crisis brasileña tendrá repercusiones en todos los rincones del mundo, empezando por sus vecinos de Sudamérica. Forzando la analogía, se podría decir que estamos ante una suerte de efecto mariposa. El famoso concepto formulado por el meteorólogo Edward Lorenz plantea que la mínima variación de las condiciones iniciales de un determinado sistema puede provocar su evolución en formas completamente diferentes. Según el mito, su nombre proviene de un proverbio chino que versa: “el aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un tornado al otro lado del mundo”. Siguiendo con el razonamiento, para países como Cuba, que tienen a Brasil como socio comercial fundamental –su segundo socio en la región– y que han entrado en la “lista negra”, las consecuencias de este giro político resultan impredecibles. Más aún considerando que la situación para la isla ya es delicada a causa de la inestabilidad de Venezuela, su otro aliado estratégico y principal proveedor de petróleo.
Hasta el momento, la relación entre Brasil y Cuba consistía básicamente en el intercambio de alimentos y maquinaria industrial brasileños por productos farmacéuticos y minerales cubanos. También era importante la articulación entre ambos en materia de salud: el programa “Más Médicos” permitió que unos 11.000 médicos cubanos presten servicio en las zonas más pobres de Brasil. Pero lo fundamental es que Brasil es uno de los principales inversores de la isla, y por lo tanto un actor esencial en el proceso de apertura económica. Para graficarlo con un hecho concreto, la remodelación del puerto Mariel, situado a unos 40 km de la Habana y piedra angular para la atracción de la inversión extranjera, estuvo a cargo de la empresa brasileña Odebrecht. La construcción contó con un financiamiento de 800 millones de dólares por parte del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) –una institución estatal brasileña– y suscitó grandes críticas hacia Dilma por parte de la oposición de su país. En plena campaña presidencial de 2014, la candidata del PT justificó el proyecto por la gran cantidad de puestos de trabajo que había generado –456.000 según sus palabras– y por la oportunidad que representaba para el empresariado local de insertarse en el mercado del Caribe. A pesar de las acusaciones de corrupción que atraviesan a la empresa en su país de origen, Odebrecht tiene varios negocios activos en Cuba: la expansión de la terminal tres del aeropuerto internacional de La Habana, la administración y modernización de un ingenio azucarero en Cienfuegos y está en estudio la posibilidad de construir una planta productora de envases y embalajes plásticos en la zona de desarrollo económico de Mariel.
Como se aprecia, la diferencia de modelos entre ambos países no es percibida por los inversores brasileños como un obstáculo, sino todo lo contrario. El representante de Odebrecht en Cuba, Mauro Augusto Hueb, elogió el “alto nivel cultural, sentido de la disciplina y una facilidad de aprender impresionante del trabajador cubano” y afirmó que en la isla su empresa encontró “un gran potencial de permanencia y perpetuidad” (3).
La necesidad respecto del gigante sudamericano no impidió que al momento de la destitución de Dilma el gobierno cubano condenara el golpe en Brasil y alertara sobre “la contraofensiva reaccionaria del imperialismo y la oligarquía” (4), irritando aún más a Serra, que salió a retrucar “esas mentiras”.
Política de reducción de daños
Algunos analistas interpretan el acercamiento de la isla hacia Estados Unidos como una acción preventiva a la decadencia venezolana. Sin dudas la lección aprendida tras el período especial fue lo suficientemente clara como para entender que la prosperidad de Cuba no puede depender íntegramente de un solo país. Lo cierto es que la normalización de las relaciones con su antiguo enemigo está generando grandes expectativas económicas. Los meses recientes estuvieron cargados de novedades en este sentido, siendo la visita de Obama a La Habana en marzo la noticia de mayor trascendencia.
En el marco de esta apertura exterior, Cuba también regularizó su relación con la Unión Europea. El 11 de marzo La Habana y Bruselas cerraron un acuerdo de diálogo político y cooperación que puso fin a veinte años de despliegue de la “posición común”, que desde 1996 condicionaba la relación bilateral a reformas políticas en la isla.
Habrá que ver si esta diversificación le permite a la isla soportar el tornado que está despertando el aleteo brasileño.
1. “Los desafíos del gigante emergente”, en Explorador Brasil, Luciana Ravinovich (coord.), Le Monde diplomatique/Capital intelectual, mayo de 2013.
2. “Volver al futuro”, Explorador Cuba, Luciana Garbarino (coord.), Le Monde diplomatique/Capital intelectual, marzo de 2016.
3. “El grupo brasileño Odebrecht amplía su presencia en Cuba”, 3-2,2016, www.14ymedio.com
4. Declaración del Gobierno Revolucionario de Cuba, 12-5-16, www.minrex.gob.cu/es/declaracion-del-gobierno-revolucionario-5
* Redactora de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur