DEBATIR EL MODELO AGROALIMENTARIO

Alberto y los campos

Por Valeria Ana Mosca*
El proyecto de intervención de Vicentin, finalmente descartado por el gobierno, y el plan para exportar carne de cerdo a China ubicaron en el centro del debate público el concepto de “soberanía alimentaria”, creado por las organizaciones campesinas para defender el derecho a la alimentación. En este artículo se argumenta que para avanzar en ese objetivo es necesario atender la compleja problemática de la agricultura familiar campesina e indígena, un sector castigado pero que produce gran parte de los alimentos frescos que se consumen en el país.
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Casi un 11% de la población del mundo se encuentra subalimentada, lo que significa que el consumo de alimentos es “insuficiente para proporcionarle la cantidad de energía alimentaria necesaria a fin de llevar una vida normal, activa y sana” (1). Si bien la mayor parte del problema se concentra en Asia y África, en América Latina y el Caribe, luego de un descenso continuado durante una década, el porcentaje de subalimentados ha vuelto a aumentar, alcanzando a 42,5 millones de personas. El hambre es una problemática persistente en la región y Argentina, a pesar de su estatus de potencia alimentaria, no es una excepción: dos millones de personas se encontraban subalimentadas en 2018 y más de 14 millones enfrentaban dificultades para acceder de forma regular a los alimentos, lo que equivale a un 30% de la población. Esta proporción seguramente aumentará como consecuencia de la crisis del COVID-19.

La malnutrición –que se mide a través de indicadores como el peso de los recién nacidos, la cantidad de niños con retraso de crecimiento y el sobrepeso y la obesidad–, en tanto, afecta mayoritariamente a los sectores de menores ingresos que consumen alimentos “baratos” ultraprocesados y con baja calidad nutricional.

Seguridad o soberanía

Cuando anunció la intervención y expropiación de la empresa Vicentin, Alberto Fernández mencionó como uno de sus objetivos la “soberanía alimentaria”. ¿A qué se refería exactamente? ¿Qué definición de “hambre” está detrás de este proyecto? Como el resto de los problemas sociales, la forma de concebir el problema del hambre no es casual, y tampoco la forma de enfrentarlo. Dime tu propuesta y te diré quién eres.

Los especialistas coinciden en que el punto de inflexión en las concepciones del hambre se sitúa en la década de 1970, cuando una serie de cambios a nivel global –la transformación tecnológica asociada a la “revolución verde”, la necesidad de producir combustible alternativo a los hidrocarburos luego de la crisis del petróleo– comenzaron a transformar los sistemas productivos locales de alimentos básicos: los precios de los alimentos se elevaron, profundizando los problemas de hambre y complejizando el sistema agroalimentario global.

Fue en ese contexto que la Organización de la Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) propuso la “seguridad alimentaria” para definir una situación en la que la población “tiene en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana” (2).

Las organizaciones sociales y campesinas encontraron importantes limitaciones en esta concepción y en sus implicancias. Organizados en la Vía Campesina, que representa a 200 millones de campesinos a nivel mundial, diferentes movimientos propusieron como alternativa la idea de “soberanía alimentaria”, a la que definieron como “el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas y estrategias sustentables de producción, distribución y consumo de alimentos que garanticen el derecho a la alimentación para toda la población” (3).

La diferencia es clara. Mientras que la “seguridad alimentaria” pone el foco en la capacidad de compra de alimentos que permite el salario de una persona, lo que se resolvería por ejemplo elevando los ingresos monetarios de un sector a través de transferencias directas, la “soberanía alimentaria” define la cuestión de forma integral, atendiendo a la multiplicidad de factores que motivan la problemática. Diego Montón, referente del Movimiento Nacional Campesino Indígena Somos Tierra y quien fuera representante por América Latina en la Vía Campesina, lo resume así: “La soberanía alimentaria es un concepto dinámico que expresa fundamentalmente la propuesta política de los movimientos populares para enfrentar el hambre y sus consecuencias” (4).

¿Cómo interpretar entonces que Alberto Fernández haya hablado de soberanía alimentaria, un concepto que surge desde el interior del movimiento campesino, para referirse al proyecto de expropiación de Vicentin, una empresa agroindustrial de exportación de commodities que el año pasado fue el primer exportador de aceite y subproductos de soja y girasol de Argentina? Aunque la intervención de la compañía –ahora en suspenso– podría contribuir a que el Estado gane influencia en el sector agroexportador, su relación con la propuesta de soberanía alimentaria parece más bien lejana. Quizás este fue otro de los motivos que convenció al gobierno a dar marcha atrás con el plan de expropiación.

Al mismo tiempo, circuló información sobre una avanzada negociación con el gobierno chino para realizar inversiones en Argentina para la producción porcina. A pesar de que no se conocen de manera oficial los detalles de este proyecto, trascendió que se busca producir 900.000 toneladas de carne que abastezcan las necesidades de proteína animal del gigante asiático.

Estas iniciativas –y las reacciones posteriores– pusieron en evidencia que el campo es un espacio en disputa. Si bien desde los medios y la opinión pública hay una tendencia a homogeneizar la imagen “del campo” como un todo constituido en torno a la soja, el maíz y el trigo, simbolizado en la Sociedad Rural y en Expoagro, la heterogeneidad del sector es su rasgo más visible. Los diferentes “campos” disputan entre sí el modelo productivo, pero también el imaginario en torno a qué es el campo: un campo con foco en la producción y la exportación de commodities, del que Vicentin es un actor protagónico y donde la producción porcina a gran escala para exportación es una oportunidad de negocio, y otro campo con foco en la producción de alimentos, basado en la pequeña producción familiar y cuya propuesta es la soberanía alimentaria. Lejos de tratarse de un actor marginal, este sector produce la mayor parte de los alimentos frescos que se consumen en el país.

En este contexto, la referencia a la soberanía alimentaria en el discurso del presidente no pasó desapercibida para los campos. Mientras que desde la oposición –y también desde organizaciones del agronegocio– se sostuvo que era tan solo un “relato progresista” o “un invento” (5) para defender una violación a la propiedad privada, desde las organizaciones de la agricultura familiar, campesina e indígena la idea fue recibida con interés. Rosalía Pellegrini de la Unión de Trabajadores de la Tierra planteaba que “desde las familias trabajadoras de la tierra respaldamos la dirección que ha tomado el gobierno con Vicentin” pero también sostuvo que “la Soberanía Alimentaria, lejos de resolverse con la nacionalización de una empresa agroexportadora, requiere de un programa de políticas públicas estratégicas para transformar el modelo de abastecimiento de alimentos” (6). Desde esta organización, las negociaciones en torno a las inversiones chinas fueron recibidas con fuerte rechazo al considerar que “el objetivo del convenio es la profundización del modelo agroindustrial” asegurando que “se trasladaría a nuestras periferias parte de un modelo productivo que engendra volúmenes monstruosos de contaminación de las cuencas hídricas y que es, además, el caldo de cultivo de pandemias como la que vivimos en este momento” (7).

Alberto Fernández y “los campos”

El gobierno actual heredó la relación que el kirchnerismo construyó con los campos: con el campo exportador, una relación tirante y conflictiva, a pesar de que el presidente fue uno de los dirigentes que se alejó del espacio kirchnerista a partir del conflicto por la 125; con el campo de la agricultura familiar, campesina e indígena, una relación plagada de contradicciones.

En efecto, luego del conflicto con el campo exportador representado en la Mesa de Enlace en 2008, el kirchnerismo inició un acercamiento hacia el sector de la agricultura familiar que permitió impulsar un conjunto de políticas para fortalecerlo, entre las que se destacan la jerarquización de la Secretaría de Agricultura Familiar, en la que fue designado el dirigente social Emilio Pérsico, y la sanción de la Ley Nacional de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (que, confirmando las contradicciones y dificultades, aún no ha sido reglamentada). Esta tendencia, por supuesto, se interrumpió durante el gobierno de Mauricio Macri, que favoreció indiscutiblemente al campo exportador e intentó desarmar la estructura institucional dirigida a la agricultura familiar, transformando un abordaje de sector productivo a uno de tipo asistencialista. Lo intentó pero no lo logró, o al menos no del todo.

Sucede que, desde hace varios años, pero con especial fuerza a partir de la llegada de Macri al gobierno en 2015, las organizaciones de la agricultura familiar, campesina e indígena han ido ganando visibilidad y protagonismo. Los “verdurazos” o “feriazos” realizados desde 2016 fueron las escenas más visibles de estos reclamos, que incluyeron la presentación de proyectos de ley y la continuidad de propuestas de comercialización alternativa (ferias de productor-consumidor, nodos de consumo, venta de bolsones, almacenes propios, etc).

La irrupción pública de estos pequeños productores buscó poner en evidencia la importancia del sector, y a la vez reclamar políticas para su fortalecimiento. La agricultura familiar, campesina e indígena cumple un rol clave ya que produce la mayor parte de los alimentos frescos que se consumen en el país: en producción porcina y caprina representan más del 50%, en verduras y hortalizas un 40% a nivel nacional (8). Si nos centramos en la Región Metropolitana de Buenos Aires, donde se concentra el 36% de la población del país, cerca del 50% de las verduras que se comercian en el Mercado Central de Buenos Aires provienen de la agricultura familiar que se asienta en la zona de La Plata –núcleo de producción hortícola familiar más importante del país– (9) y cerca del 90% de las verduras de hoja –lechuga, acelga, etc.– (10). A su vez, las explotaciones agropecuarias de tipo familiar representan dos tercios del total de las explotaciones agropecuarias de todo el país y emplean cerca del 53% de la mano de obra utilizada en todo el sector agropecuario (11).

Considerados estos datos, el apoyo al sector no debería interpretarse como una romantización campesina, ni una suerte de neorruralismo idealista. La agricultura familiar, campesina e indígena tiene una relevancia productiva evidente. Es la que permite, por ejemplo, que Argentina prácticamente no importe alimentos, lo que descomprime la balanza comercial y garantiza cierta estabilidad social y política: alcanza con ver el caso de Venezuela, que supo tener un sector agropecuario pujante y hoy debe importar la mayor parte de los alimentos que consume, para entender la importancia de no depender de las importaciones.

El gobierno actual viene implementado medidas contradictorias en este sentido. En primer lugar, decidió recuperar y jerarquizar muchas instituciones de la agricultura familiar y designó en puestos estratégicos a referentes del sector: Miguel Ángel Gómez del Frente Agrario Evita en la Secretaría de Agricultura Familiar, Yanina Settembrino del Movimiento de Trabajadores Excluidos – Rama Rural como Subsecretaria de Agricultura Familiar y Desarrollo Territorial y Nahuel Levaggi, referente de la Unión de Trabajadores de la Tierra, como director del Mercado Central de Buenos Aires. Sin embargo, el Plan Argentina contra el Hambre, anunciado con una gran puesta en escena antes del comienzo de la pandemia, identificó a la agricultura familiar como un sector clave en la producción de alimentos y se propuso lograr la “seguridad alimentaria y nutricional” de la población sin mencionar políticas más estructurales. Planteaba además un arco de consenso entre actores tan amplio que ponía en duda la posibilidad de poner en marcha acciones estratégicas en pos de la mentada soberanía alimentaria.

La propuesta del sector de la agricultura familiar, campesina e indígena pone en el centro de la política agraria al derecho a la alimentación. Un mayor acercamiento entre productores y consumidores y la producción agroecológica para garantizar el acceso de toda la población a alimentos de calidad y a precios accesibles que reduzcan la desigualdad nutricional y alimentaria. En ese sentido, demandan una ley de acceso a tierra y protección de los cinturones verdes que les permita una mayor estabilidad, apoyo en las experiencias de transición agroecológica para mejorar la calidad de los alimentos que producen y se consumen en las ciudades y la participación en las políticas de lucha contra el hambre que los considere como proveedores de alimentos frescos. “Hoy no hay soberanía alimentaria porque la tierra, la agroindustria y el comercio están fuertemente concentrados, hay una situación oligopólica que atenta contra una democratización de esos bienes. El propio Estado tiene dificultades para comprar alimentos en un país que tiene las condiciones para alimentar una población diez veces mayor a la actual” sostiene Diego Montón.

La lucha contra el hambre no se puede limitar a repartir alimentos ni a mejorar los ingresos de la población para que pueda acceder a ellos, medidas necesarias pero frágiles, expuestas a los vaivenes de la economía o a un cambio de ciclo político. La pregunta entonces es si en un contexto de crisis alimentaria que se profundiza como consecuencia del COVID-19, el gobierno está dispuesto a avanzar en un programa de transformación estructural más profundo, como el que demanda el sector de la agricultura familiar, campesina e indígena. Las idas y vueltas en torno a la expropiación de Vicentin y las propuestas de inversión china en la producción porcina muestran límites a la posibilidad de consensuar los modelos productivos propuestos por los diferentes campos que conviven en Argentina.

1. FAO, FIDA, OMS, PMA y UNICEF, El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2019. Protegerse frente a la desaceleración y el debilitamiento de la economía. Roma, FAO, 2019. http://www.fao.org/3/ca5162es/ca5162es.pdf

2. FAO (1996), Cumbre Mundial de la Alimentación – Roma.

Foro Mundial sobre Soberanía Alimentaria, 2001.

4. https://www.lanacion.com.ar/economia/campo/vicentin-que-significa-soberania-alimentaria-segun-referente-nid2384202

5. https://notasperiodismopopular.com.ar/2020/06/16/el-cuento-de-la-soberania-alimentaria-que-los-neoliberales-desconocen/

6. https://www.infobae.com/opinion/2020/06/17/de-los-dichos-a-los-hechos-que-tiene-que-ver-vicentin-con-la-soberania-alimentaria/

7. Twitter @uttnacional

8. Datos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria: https://inta.gob.ar/noticias/la-agricultura-familiar-produce-casi-el-80-por-ciento-de-los-alimentos

9. Estimaciones del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria

10. Cieza et al., “Aportes a la caracterización de la agricultura familiar en el Partido de La Plata”, Revista Facultad Agronomía La Plata (2015) Vol. 114 (Núm. Esp.1) Agricultura Familiar, Agroecología y Territorio: 129-142, 2015.

11. Extraído de http://acovi.com.ar/observatorio/wp-content/uploads/2014/06/agricultura-familiar-en-cifras.pdf

* Politóloga y Doctora en Geografía Universidad de Buenos Aires. Becaria postdoctoral CONICET e investigadora del Programa de Estudios Regionales y Territoriales del Instituto de Geografía – UBA.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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