INTRODUCCIÓN

¿Ante una nueva era?

Por Carlos Alfieri*
Entre las coordenadas que marcan la imposibilidad histórica de haber consolidado su plena integración nacional y las crecientes protestas de amplios sectores populares contra las recetas neoliberales con que el gobierno enfrenta la crisis, España se juega su futuro.

España, que bajo los reinados de Carlos I y Felipe II, en los siglos XVI y XVII, llegó a ser uno de los imperios más grandes que conoció la historia (“El mundo no es suficiente”, rezaba una medalla hecha acuñar con su efigie en 1583 por el segundo de estos monarcas), inició su inexorable declive antes de que comenzara el siglo XVIII. A finales del XIX culminaba la pérdida de la casi totalidad de sus dominios coloniales, que en su máximo auge habían alcanzado a todos los continentes. Las colosales riquezas extraídas de ellos no sirvieron para apuntalar el poderío de la nación ni, por supuesto, para aliviar la condición miserable de la mayoría de sus habitantes; una parte sustancial la devoraron los costos de las múltiples guerras y el mantenimiento de sus formidables ejército y armada; en buena medida, el oro y la plata saqueados a América terminaron en las arcas de los banqueros de Amberes, de Génova y Alemania que financiaban las cruzadas militares.

A diferencia de su vecina Francia, que consolidó a sangre y fuego la unidad de la República y su nueva legalidad, España nunca hizo su revolución democrático-burguesa. Al ingresar en el siglo XX era un país notablemente atrasado frente a la pujanza industrial y comercial de las potencias hegemónicas –Inglaterra, Alemania, Francia, Estados Unidos–, pobre, escasamente alfabetizado, con un vasto campesinado en una situación cercana a la esclavitud, una clase terrateniente parasitaria y despótica, una Iglesia omnipresente y particularmente reaccionaria, unas Fuerzas Armadas que añoraban vanamente las glorias del imperio, unas ciudades donde la miseria hacía estragos. Sólo dos núcleos burgueses prosperaban: uno en Cataluña, anclado en una poderosa industria textil y en la actividad comercial, y el otro en el País Vasco, centrado en la siderurgia y la metalurgia. Las protestas obreras, las huelgas, las manifestaciones comenzaron a propagarse, sembrando el terror en “las gentes de orden” y desatando una represión brutal por parte del poder.

Todos los intentos liberales y progresistas fueron fugaces o fracasaron, hasta que en 1931 la monarquía es desplazada y se instaura la Segunda República, un régimen democrático que trajo un viento refrescante y renovador. El arte, la ciencia, el pensamiento, la acción política, la educación, el cambio de las costumbres anquilosadas experimentaron un impulso extraordinario. Pero una burguesía débil y temerosa fue incapaz de solventar los cambios profundos que ese momento histórico exigía, y salvo sectores minoritarios e ilustrados, sentía más pavor al desborde de los sectores populares, liderados por el socialismo más radical, el anarquismo y un Partido Comunista pequeño pero activo, que a la regresión política.

En 1936 se produce la sublevación militar encabezada por el general Francisco Franco, respaldada por una Santa Alianza en la que convergieron buena parte de las Fuerzas Armadas, la Iglesia, la oligarquía terrateniente, las burguesías financiera e industrial, el tradicionalismo monárquico y el fascismo nacional encarnado en la Falange, y que recibió un importante apoyo de la Alemania de Hitler y de la Italia de Mussolini. Las autoridades legítimas de la República no contaron con la ayuda de los gobiernos democráticos europeos, que se declararon neutrales en el conflicto, que pronto alcanzó la magnitud de una guerra civil generalizada; sólo la Unión Soviética les suministró armas. Fue una guerra cruenta –centenares de miles de muertos– y prolongada –tres años–, en la que el protagonismo creciente de obreros y campesinos en el bando republicano le otorgó rasgos revolucionarios, y en la que los enfrentamientos dentro de él de anarquistas, trotskistas y comunistas contribuyeron a su debilitamiento. Finalmente, tras el laborioso triunfo de las fuerzas de Franco se instauró su régimen totalitario, que se dio en llamar nacional-católico y que continuó durante decenios la implacable eliminación de los opositores.

En el umbral de la década de 1960, el régimen franquista rompe su aislamiento y se alinea decididamente junto a Estados Unidos, mientras un equipo de tecnócratas del Opus Dei va ocupando las palancas de la conducción económica y otras áreas del poder y desplazando a los viejos dirigentes falangistas. Sobre las bases industriales que la dictadura había establecido con la intervención central del Estado, se genera una política desarrollista de vastos alcances, que en menos de veinte años fue transformando el rostro económico del país. El crecimiento productivo, la formación de unas vigorosas clases medias y obreras, el acceso ampliado a la educación, incluso el turismo extranjero, la nueva fisonomía de la sociedad, en definitiva, como en un efecto bumerán generaron las condiciones propicias para las aspiraciones generalizadas de cambio, de democratización, de libertades, de justicia.

La muerte de Franco en 1975 y la asunción como monarca de Juan Carlos de Borbón, de acuerdo con la sucesión que había establecido la dictadura, marcan el inicio de una transición pactada con la oposición a un régimen democrático, que fue capitaneada por Adolfo Suárez. Los largos años de gobierno de Felipe González, líder del Partido Socialista Obrero Español (socialdemócrata), y los de sus sucesores del Partido Popular (derecha) consolidaron la expansión y modernización capitalista de España, con la contribución nada desdeñable de los fondos de cohesión de la Unión Europea, y abrieron plenamente las fronteras al ingreso de numerosas empresas multinacionales.

Tras la euforia de una época prolongada de auge económico y de consumo como nunca había conocido el país, la crisis mundial desatada en 2007/2008 se manifestó con consecuencias devastadoras: estalló la burbuja inmobiliaria que había sido el pilar del crecimiento del último decenio, dejando a millones de familias con hipotecas imposibles de pagar, se propagó el desempleo, el endeudamiento general desembocó en un callejón sin salida, el Estado acudió con miles y miles de millones de euros en auxilio de la banca privada, mientras recortaba las prestaciones sociales a sus propios contribuyentes. Sectores populares significativos se volcaron a las calles para expresar su protesta, atizada por el conocimiento de escandalosos casos de corrupción que implican a parte de la familia real y a destacados dirigentes políticos. En tanto, estallaron las aspiraciones de independencia de Cataluña, mientras permanecen latentes las del País Vasco.
España se encuentra hoy en una época difícil pero a la vez preñada de esperanzas. Han surgido una nueva izquierda –Podemos– y una nueva derecha –Ciudadanos–. Tal vez se halle a las puertas de una era de cambios capaces de modificar profundamente su presente y su futuro.

Este artículo forma parte del Explorador España

La burbuja perforada.

Entre las coordenadas que marcan la imposibilidad histórica de haber consolidado su plena integración nacional y las crecientes protestas de amplios sectores populares contra las recetas neoliberales con que el gobierno enfrenta la crisis, España se juega su futuro.

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* Periodista. Ex editor de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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