Una nueva derecha en Hungría
La atmósfera de miedo y desolación que reina en Hungría no es únicamente consecuencia de la crisis económica o de la política del gobierno de Viktor Orbán. También traduce la incapacidad de la república democrática –y del régimen liberal de mercado que la subyace– de crear un orden social más justo.
El contraste con la situación anterior a la caída del régimen comunista es sorprendente: por represivo que fuera, ese poder ofrecía una eficaz seguridad social, pleno empleo, una mejor política de salud pública, entretenimiento barato o gratuito, mejores condiciones materiales de vida. Todo esto se pagaba, sin duda, con el precio de la hipocresía, la censura, la falta de opciones para el consumidor y el conformismo. El régimen se definía como “socialista” o “comunista” pero en los hechos se trataba de un Estado de Bienestar, moral y culturalmente conservador. Este Estado introdujo, en una sociedad rural y arcaica, estándares de vida modernos, desde la red de saneamiento hasta la alfabetización, sin olvidar la liberación de los sometimientos del viejo mundo, en particular la sumisión a la aristocracia, sustituida por el poder de los funcionarios, militares y burócratas de un Estado autoritario. El “realismo socialista”, como se lo llamaba, reemplazó la mística nacionalista y religiosa por una filosofía positivista promotora de la ciencia y la tecnología.
El prejuicio, muy extendido en Occidente, que atribuye la falta de tradición democrática en Europa del Este a una inclinación natural de estos pueblos al servilismo es absurdo. La desconfianza largamente compartida hacia el liberalismo –hacia su forma de democracia representativa y de sociedad de mercado no igualitaria–, no necesariamente significa la adhesión a normas familiares, sexuales o educativas rígidas. Pero por rebeldes que sean los pueblos de Europa del Este, su transición hacia un régimen de mercado a la occidental fue nefasto para su modelo social. En Hungría, esto acarreó entre otras cosas, la desaparición de la mitad de los empleos en los dos años siguientes a la caída del bloque soviético. El país nunca se recuperó.
El Estado de Bienestar, que declaraba ser un orden igualitario fundado en el equilibrio entre trabajo y capital –gracias al movimiento obrero–, se desintegró. La reducción del impuesto al capital, la liberalización del comercio internacional y el desarrollo de las nuevas tecnologías ocasionaron una vertiginosa caída del salario real y del número de empleos. En un período en que ciertos sectores sociales hasta ese momento preservados eran desplazados al exterior del sistema, el Estado debería haber concentrado sus esfuerzos en aquellos que no lograban ganarse la vida dignamente: desocupados, inmigrantes, niños y personas mayores. Pero no fue así.
Al contrario, los individuos imposibilitados de trabajar empezaron a ser vistos como seres inferiores, toda ayuda pública como un abuso, un privilegio que se otorgaba a los inmigrantes ociosos, las madres solteras, los desocupados, los jubilados, los discapacitados, los funcionarios, estudiantes, artistas y otros intelectuales. Con la expulsión de inmigrantes se pretende demostrar que los excluidos del sistema son fundamentalmente –por no decir racialmente– extranjeros, y moralmente culpables.
El orden “natural”
Mientras va empezando la lucha a muerte por recursos y servicios sociales cada vez más escasos, el poder presenta los motivos de esa contienda en términos de excelencia moral, aptitud biológica y superioridad intelectual. Sólo las personas jóvenes, diligentes y flexibles se juzgan dignas de consideración: rechazar esos criterios es rechazar el orden natural de las cosas. Los que no desean competir, o no son capaces de hacerlo, quedan sometidos a la coerción del Estado, e inclusive a la represión policial. Los opositores a esa política son acusados de utopistas, totalitarios, hombres y mujeres del pasado, contrarios a unas libertades que costó mucho conquistar.
Es en este terreno que se desarrolló la nueva mayoría de derecha. Detentadora de dos tercios de los escaños del Parlamento húngaro, ella tiene el poder de enmendar la Constitución, y hasta de escribir otra. El jefe de esta mayoría, Orbán, había sido un aplicador diligente y eficaz de las políticas del precedente gobierno liberal-socialista, impopular, impotente y corrupto al mismo tiempo. Apoyó el referéndum victorioso que lanzaron los sindicatos contra el arancel de ingreso a la universidad y contra el aumento de las tarifas de la salud (después volvió a introducir ambos sin la menor reacción de la gente). Durante su campaña, en 2010, no presentó ningún programa propiamente dicho. Mantuvo en secreto la mayor parte de las medidas que adoptó desde entonces.
Las leyes se votaron tan rápidamente que se hace difícil llevar la cuenta. El 23 de diciembre de 2011, en vísperas de las vacaciones parlamentarias, la mayoría hizo aprobar una ley que enmienda de una vez otras trescientas siete. El objetivo de este furor legislativo (en un solo día, siempre en diciembre, se aprobaron dieciséis leyes) es simple: primero, perpetuar el poder del partido mayoritario a través del nombramiento, por nueve o doce años, de los máximos colaboradores del Estado; después, reemplazar los órganos representativos por autoridades al servicio de la derecha y sus aliados del sector empresarial. Si bien la derecha ya controla el 93% de las asambleas locales, la mayoría de ellas serán sustituidas por administradores del gobierno, o sus poderes se verán sensiblemente reducidos. Gracias a múltiples artimañas, el personal de las cortes de justicia, de las agencias de evaluación del Estado, de los medios, las universidades, instituciones culturales, etc., será designado por el gobierno por tiempo indeterminado.
La nueva división en circunscripciones electorales garantiza al partido en el poder los dos tercios de los escaños con el 25% de los votos. El guardaespaldas personal de Orbán dirige la principal agencia de información. Con las nuevas disposiciones legales se vuelven imposibles las huelgas y los referéndums, y el artículo que preveía “un salario igual por un trabajo igual”, fue suprimido de la Constitución. Esta incluye en adelante diversas medidas que apuntan a impedir cualquier cambio, como un impuesto sobre el ingreso de tasa única (flat tax) del 16%.
La Unión Europea y la prensa liberal occidental, que hacen oír su indignación frente a los planteos de limitar la autonomía del Banco Central húngaro, nada dicen sobre las protestas de la Federación sindical europea contra una represiva legislación del trabajo. Los partidos comunistas y sus sucesores, es decir, los dos partidos socialistas de la oposición (Partido Socialista Húngaro, MSzP, y la Coalición Democrática), son etiquetados por la nueva Constitución de “organizaciones criminales”. La enseñanza pública se transforma en un sistema ultracompetitivo, controlado por la Iglesia católica. El embrión es considerado en adelante como un “ser humano desde el inicio del embarazo”. Se rebautizan las calles que llevan los nombres de los mártires antifascistas o inclusive del presidente estadounidense Franklin Roosevelt, en tanto se inaugura una nueva estatua a la gloria de Ronald Reagan.
Algunas medidas del gobierno de derecha –la nacionalización de los fondos de pensión privados, los impuestos especiales que se cobran a algunos bancos extranjeros y a ciertas cadenas de gran distribución como Tesco, o la conversión parcial a florines húngaros de las deudas inmobiliarias expresadas en divisas extranjeras– suscitaron en el Oeste la cólera de los círculos financieros. En realidad, son formuladas de manera tal que solo benefician a algunas franjas de las clases medias superiores.
Elogio de la acción
Lo que Orbán tiene en mente es una forma de renacimiento nacional. No sólo una grandeza restaurada, sino también prosperidad económica y rehabilitación de un Estado que él percibe, no sin razón, como una institución ineficaz que ya nadie respeta. Ve en una clase media vasta y fuerte, emprendedora, valiente, disciplinada, la columna vertebral del país. Todas las reformas fiscales y todos los subsidios están al servicio de ese grupo social preponderantemente joven al cual pertenecen él mismo y sus amigos. Su ideal: los pequeños empresarios, las profesiones liberales, los patriotas, leales, piadosos, respetuosos de la tradición y la autoridad. La derecha los ayudó a comprar sus propias casas, una de las causas de la escalada del endeudamiento de los hogares, tanto en Hungría como en otras partes.
A semejanza de los conservadores de Europa Central, la derecha húngara estima que los adversarios de esta clase media son, por un lado, las multinacionales, las instituciones financieras y el “capitalismo financiero” y por el otro, los proletarios, los pobres, los “comunistas” –sin hablar de la categoría de los “subhumanos” inexplotables–. Más que racista a la antigua, la derecha húngara se opone sobre todo a subsidiar a los pobres, a dar ayuda a los desocupados, comparados con los gitanos (lo cual es, por otro lado, totalmente discutible), y a todos los elementos “improductivos” de la sociedad, que se designan como “inactivos”, englobando en esta categoría a los jubilados.
Para favorecer a su clientela, el gobierno necesita dinero y efectúa recortes presupuestarios. No más subsidios para las artes, la arqueología, los museos, la edición, la investigación; así se deshace, de paso, de la intelligentsia moderada o izquierdizante. Ya no hay recursos para el transporte público, el medio ambiente, los hospitales, las universidades, las escuelas elementales, la ayuda a los ciegos, los sordos, los discapacitados y los enfermos. En cambio, se financia profusamente el deporte, que tiene fama de estimular la combatividad, el espíritu de grupo, la lealtad, la disciplina personal, el esfuerzo viril…
Se prefiere la acción a los discursos (entiéndase: al pensamiento crítico) tan apreciados por las “clases charlatanas”. Nada debe sorprender: los conservadores –y en particular los intelectuales conservadores– que hasta hace no mucho responsabilizaban a las sociedades de pensamiento y las logias masónicas de la Revolución Francesa, siempre odiaron a los intelectuales contestatarios.
Orbán, que habla de una “sociedad fundada en el trabajo”, sepultó oficialmente al Estado de Bienestar. En eso no se diferencia de la mayoría de los dirigentes occidentales, que sin embargo gritarían escandalizados si se compararan las ideas del húngaro con las suyas. El Primer Ministro es simplemente más franco y coherente que ellos. Su menor apego a la formalidad, las tradiciones y el aparato le permiten aplicar reformas radicales. Una de ellas prevé que las indemnizaciones por desempleo no se vertirán sino a cambio de servicios, por instrucción de las autoridades y bajo el control del Ministerio del Interior, a cambio de una remuneración muy inferior al salario mínimo vital. Constantemente asediados y humillados, esos “trabajadores públicos”, principalmente los gitanos, cumplen sus fajinas bajo estricta vigilancia policial, mientras los medios de derecha los tildan de holgazanes.
La injerencia externa
Si bien la Unión Europea y el gobierno de Estados Unidos en términos generales están de acuerdo con su política (Orbán se formó como miembro del Partido Popular Europeo), se oponen con vehemencia a sus proclamas nacionalistas y su retórica antibancaria. La propaganda oficial húngara saca de allí los argumentos para sostener que el gobierno húngaro es el blanco de presiones de… ¡la izquierda internacional! Para la derecha radical de Europa Central, capitalismo financiero y comunismo son similares: modernistas, seculares, cosmopolitas y republicanos al mismo tiempo.
Los ataques incesantes de la prensa occidental ya hicieron que el tiro salga por la culata en Hungría: algunos parlamentarios neonazis queman banderas de la Unión Europea; la población no entiende que su gobierno, por impopular que sea, pueda encarnar el mal absoluto en el extranjero. La indignación nacionalista amenaza con movilizar a la derecha en contra de quienes encarnan la protesta social y democrática, que deberán entonces oponerse al mismo tiempo a las medidas de austeridad recomendadas por la Unión Europea y a las políticas de la derecha húngara. En suma, las amenazas europeas no hacen más que favorecer al gobierno de Orbán, que después de todo, es producto de un escrutinio democrático.
Existen varias formas de corromper la “democracia”. Suprimir subsidios para cambiar la situación política de un país, constituye una forma de extorsión. Todo liberal honesto debería denunciar una cosa así. Por eso la oposición húngara se opone al mismo tiempo a las políticas del gobierno y a las presiones de las instituciones europeas y del Fondo Monetario Internacional.
* Filósofo y ex diputado.
Traducción: Patricia Minarrieta.