A 46 AÑOS DEL GOLPE

Bajar los costos

Por Ernesto Semán*
Si bien el antipopulismo data desde mucho antes, fue durante la dictadura cívico-militar cuando se produjo un momento bisagra. Bajo una mirada antiperonista la propuesta era debilitar y reemplazar a las elites políticas y, sobre todo, a las sindicales. El gobierno de facto no solo dejó consecuencias en el tejido social con la sistemática violación a los derechos humanos, sino que condicionó las últimas cuatro décadas con sus políticas económicas.
Eduardo Longoni, Militares argentinos, 1981 (gentileza Museo Nacional de Bellas Artes)

Aunque los distintos sectores en los que se apoyaba el régimen tenían visiones enfrentadas sobre la economía y la política, todos parecían coincidir en dos cosas: el diagnóstico sobre el origen de los problemas estructurales del país y los desafíos de fondo que debía resolver el gobierno militar. Aquel diagnóstico no era una respuesta histérica ante el descontrol económico que se acentuó hacia fines de 1974. O no era solo eso. Era el producto de la reflexión meditada de las élites sobre las causas que habían desviado a la Argentina de su destino de gloria durante buena parte del siglo XX. Un grupo amplio de civiles, militares y economistas venía discutiendo desde 1975 el plan económico de un eventual gobierno de reemplazo al de Isabel Perón. Como relató Martínez de Hoz, en esas reuniones se debatía sobre el presente y el futuro del país, pero había un consenso afianzado sobre las “causas muy profundas que habían llevado” a la crisis.

En esto confluían civiles y militares de distinto pelaje que se sumarían a la dictadura, ya fueran decadentistas, liberales, conservadores o desarrollistas, por mencionar algunas formas distintas de pensamiento que nutrían el accionar del gobierno. En esas causas no figuraba la guerrilla ni el marxismo ni la simbología anticomunista con la que la dictadura insertaba su legitimidad dentro de la Guerra Fría. Al contrario: la Argentina que la dictadura tomaba en sus manos para remendar era un producto directo del peronismo. Sus problemas arrancaban en la posguerra, “especialmente a partir de 1943”. Esos años malditos habían sido el comienzo de una política económica “con una doble característica: una creciente intervención del Estado en la economía y una aplicación casi total del concepto de economía cerrada, con una virtual desaparición de los principios de libertad económica”.

El segundo núcleo de acuerdos era un derivado directo de este diagnóstico. Allanada la amenaza inmediata de la guerrilla, los distintos sectores civiles y militares que apoyaban el golpe coincidían en cuáles eran los dos problemas centrales que debía resolver la Argentina: eliminar al peronismo de la vida política nacional y desterrar el peso de los sindicatos en las decisiones económicas del país. Ni la imposición de la liberalización de las relaciones económicas ni el aniquilamiento de la subversión capturaban un consenso interno tan profundo ni producían una relación tan fluida con amplios sectores de la sociedad como estas dos tareas. De eso hablaba Juan Alemann, secretario de Hacienda de Martínez de Hoz, en octubre de 1979, cuando decía que “estamos saliendo de la masificación y hemos debilitado el poder sindical”. No se trataba de un punto más en la agenda, sino de la plataforma para cualquier futuro dentro de la dictadura y después de ella. Para Alemann, “esta es la base para cualquier salida política en la Argentina”.

Estos dos núcleos de ideas no eran nuevos y habían estado presentes en la oposición al peronismo desde 1945. La “desperonización” de la Argentina había nacido casi con el propio peronismo, estaba en la mente de los dirigentes políticos exiliados en Montevideo aun antes del golpe de 1955. Esta idea incluyó siempre alguna forma de repensar el país de raíz para desintoxicarlo de los vicios que habían hecho posible la emergencia del totalitarismo y de los males que este último había introducido en la vida nacional. Era esa tarea profunda la que, paradójicamente, le daba un carácter cada vez más violento al discurso antitotalitario. Pero el paso del tiempo había introducido varios elementos novedosos en la amplia coalición que se identificaba con este consenso.

Quizás uno de los cambios más importantes para el desarrollo del antipopulismo fue que, hacia mediados de los años setenta, el modelo industrialista sobre el que se montaban las ideas modernas e igualitarias del peronismo finalmente se había agotado. Los argumentos sobre los límites de la industrialización argentina –desde la falta de financiamiento genuino hasta la protección frente a las importaciones– también convivían con el peronismo desde el comienzo, pero ahora eran reales y, lo sabríamos después, irreversibles. Liberales y liberales-conservadores veían este agotamiento mejor que nadie, o lo denunciaban con mayor claridad, en parte porque desde siempre habían detestado el ciclo que llegaba a su fin; no la industrialización ni su insustentabilidad, sino la forma plebeya que había adoptado. Y se sentían, en este caso con razón, como los más autorizados para declarar su defunción y darle las exequias. Era justamente esa apropiación lo que les permitiría imponer una lectura que le dio forma al antipopulismo durante el medio siglo siguiente.

 

Los salarios y el bienestar que los trabajadores suponen como normales no son sostenibles y la base para recuperar la riqueza e incluso la competitividad industrial es reacomodar sus expectativas salariales.

 

Era una transformación profunda. Aquellos textos de Prebisch de 1949 que señalaban que el cuello de botella argentino era el consumo suntuario de las clases altas había dado lugar a otro diagnóstico que ahora apuntaba hacia la mentalidad de los asalariados. Esa expectativa de bienestar que el populismo había instalado mucho más allá de los simpatizantes peronistas debía ser desterrada para que la economía pudiera competir, importar menos y exportar más. Si el primer antipopulismo pegaba hacia arriba, este último pegaba definitivamente hacia abajo.

Hacia abajo, hacia el piso. En una famosa publicidad de 1979, seis empresarios de traje y maletín aparecían en un escenario con un techo y un piso móviles. El techo llevaba la inscripción “dólar”; el piso, “costos”. Los empresarios aparecían cada vez más oprimidos por un espacio a medida que bajaba el techo, mientras pedían, con angustia “¡suban el techo! ¡suban el techo! ¡Por favor!”. En off, la voz de la conciencia decía: “¿Levantar el techo? Veamos”. El techo se levantaba, el dólar subía; los empresarios respiraban unos segundos, hasta que el suelo empezaba a levantarse. “Inmediatamente se levantará el piso. Esto es mayor inflación. Todo quedaría como antes”, repetía la voz mientras los empresarios volvían a sentirse aplastados, esta vez desde abajo. Ese año, el mensaje resonaba en toda la sociedad mientas la inflación, desbocada, llegaba al 139%. La voz en off anunciaba: “Entonces, ¿qué hizo el gobierno con las nuevas medidas? Bajó el piso. ¡Ahí está el secreto!”. Cronos había tenido que empujar el cielo lejos de la tierra para poder iniciar la era de los gigantes; la dictadura buscaba lo mismo pero empujando el suelo. En la pantalla, el piso no paraba de bajar, los empresarios saltaban sobre el piso enardecidos, gritando exaltados de entusiasmo, “¡bajemos los costos, bajemos los costos!”.

Los costos eran los salarios que la industria argentina se daba el lujo de pagar mientras el Estado los protegía con tarifas y aranceles frente a la competencia externa. La estética de la época para los empresarios ya tenía poco que ver con la iconografía de las fábricas, que quedaba reservada para otras publicidades en la que los obreros ahora iban allí “solamente a trabajar”. Con sus maletines y trajes, los empresarios eran indistinguibles de la figura de un financista, lo cual era revelador de otra innovación de la época: hasta que se construyera esa nueva economía, la posibilidad de sustituir los dólares que ya no llegaban en la misma magnitud de antes por las exportaciones agropecuarias y los que ya no se ahorraban por la sustitución de importaciones, se podían obtener ahora mediante el financiamiento externo que desde mediados de los años setenta se extendía generosa y coercitivamente sobre las economías en desarrollo.

 

Como proyecto político, el antipopulismo es un hijo directo del endeudamiento externo.

 

La deuda permitía resolver varios desajustes de manera temporaria mientras creaba otros de forma permanente, una dinámica que tuvo su apogeo durante el Proceso y que, pese a su impacto desastroso, sirvió de modelo para todas las experiencias antipopulistas posteriores. Más allá de la teoría y a pesar de la violencia de Estado, las expectativas salariales y de consumo eran tan poco flexibles hacia la baja como el gasto público. La Argentina resultaba intratable, y después de tanta represión y transformación radical de la economía, las cuentas públicas se mostraban en 1983 sorprendentemente iguales a las de 1976: unos ingresos públicos de alrededor del 15% del PBI, y un gasto público 10 puntos más arriba. Pero todo eso podía pagarse con deuda. Esta última, que durante el período 1976-1983 trepó un 364% hasta llegar a los 45 000 millones de dólares, financiaba la avalancha importadora y aceitaba el mercado interno que compraba las remeras Hering que reemplazaban a las producidas por la industria textil doméstica y los electrodomésticos estadounidenses que el país no generaba. Así, el crédito externo era percibido por el equipo económico como una forma de financiar la transición hacia el futuro soñado. Tanto insistir con que el populismo era producto de una transición desajustada de la tradición a la modernidad, y ahora era el antipopulismo el que necesitaba recursos para pagar su propia transición: de las expectativas de consumo de la clase media hasta que tuviera recursos genuinos, de los generadores de divisas hasta que las generaran, y de los aliados que fugaban sus capitales desde fines de los años setenta hasta que volvieran a confiar. En la mirada de Martínez de Hoz, era el puente que el país necesitaba para que “el bajo costo argentino” fuera la base para “crecer hacia afuera”.

Desde el comienzo, la dictadura combinaba sus ambiciones refundacionales más mesiánicas con la certeza de que, de todos modos, el legado obrerista de la sociedad industrial no desaparecería ni siquiera bajo el terrorismo de Estado. Era una certeza que atravesaba toda América Latina. Bastaba recordar que incluso el régimen pretoriano por excelencia de toda la región había llegado al poder en Chile tres años antes con un registro de aquellos consensos sociales. La violencia contenida de la proclama de las Fuerzas Armadas leída a las 8 de la mañana del 11 de septiembre de 1973 para iniciar la embestida final contra Salvador Allende era evidente. Pero para un oyente algo más desapasionado por el paso del tiempo, lo más sorprendente es cómo, con los tanques en la calle y a punto de iniciar un proceso verdaderamente sanguinario, los militares habían hecho el esfuerzo de incluir en esa proclama su punto tercero: “los trabajadores de Chile pueden tener la seguridad de que las conquistas económicas y sociales que han alcanzado hasta la fecha no sufrirán modificaciones en lo fundamental”. La sola referencia a los derechos sociales por un régimen que se disponía a desmantelarlos revelaba cuán expandidos estaban en la sociedad.

Como en Chile, esa certeza en la Argentina no se traducía en una moderación de los cambios que impulsarían, pero sí en una forma de concebir esos cambios que tuviera en cuenta el poder de esa fiera incontrolable. Hasta la Ley de Inversiones Extranjeras 21 382 de 1976, con la que Martínez de Hoz buscó atraer capitales reduciendo sus controles, no se presentaba en el lenguaje del libre cambio liberal, sino de la contención social. El objetivo era ganar velocidad en la modernización del país; la necesidad –decía el texto de la legislación– era complementar la inversión nacional y el financiamiento externo para “reducir el costo social del proceso de capitalización del país y acelerar su tasa de crecimiento”.

En la Argentina, esa presión por reducir el costo social tenía un blanco claro: erosionar el poder de los sindicatos. Ni el marxismo ni la guerrilla, ni siquiera el peronismo, desplazaban del centro de atención el poder de los sindicatos y el efecto que esto tenía en la puja distributiva. Las violaciones a los derechos humanos generaron de inmediato una suerte de omertá en la que los más variados grupos dentro del gobierno debían defender una decisión política que los ponía al margen de la ley. Pero la única creencia común a todos los comprometidos era que la represión debía poner fin a los efectos sociales y económicos de la puja distributiva generada por “el desmesurado crecimiento de las organizaciones gremiales, que atentaba contra su funcionalidad y la vigencia de un indispensable equilibro social”, como aseguraba en 1980 la respuesta del gobierno al informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre el país. La guerrilla, sí. Aniquilar a la subversión había sido el eslogan y la búsqueda de legitimidad para el terrorismo de Estado. Pero cuando le preguntaron a Videla en mayo de 1976, en plena ebullición del aparato represivo, cuáles eran los objetivos, el dictador buscó un análisis más estructural de las condiciones que habían hecho posible el accionar de las organizaciones armadas. “Si hubiera que definir el aspecto negativo más importante contra el que debemos luchar todos”, decía, “podríamos hacerlo con una sola palabra clave: demagogia”. La guerrilla, en esa mirada en la que resonaba incluso una lectura marxista de la escena política de la lucha de clases, era “solamente una consecuencia objetiva” de aquel clima revoltoso.

Cuatro años después del golpe, aquella respuesta a la CIDH recordaba que un objetivo del gobierno seguía siendo “obtener el bienestar general a través de […] un adecuado sentido de la justicia social”. Eso era, en la concepción del gobierno militar, lo contrario a lo que ocurría en un país prácticamente tomado por la representación de los trabajadores. “La influencia desproporcionada [de los gremios] en las decisiones económicas” y en la vida social toda otorgaba a los sindicalistas “una capacidad tal –particularmente con el manejo de vastísimos recursos, muchas veces compulsivamente obtenidos– de incidir en la vida política” que facilitaba su “acceso a los canales político partidistas”. Eliminar el peso de los gremios y recuperar una república libre eran una misma cosa y explicaban la necesidad de que la dictadura corrigiera estas imperfecciones con toda su fuerza: la omnipresencia de los sindicatos “llegó finalmente a bloquear las salidas hacia un verdadero equilibrio democrático”.


Este fragmento pertenece a Ernesto Semán, «Bajar los costos», en Breve historia del antipopulismo, Siglo veintiuno, Buenos Aires, 2021. Disponible en librerías y online aquí.

* Sociólogo.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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