EL CONTROL POLÍTICO DE LAS FUERZAS ARMADAS

Claroscuros de una relación conflictiva

Por Rut Diamint*
La democracia argentina ha manifestado, a lo largo de estas tres décadas, una poderosa vitalidad para procesar conflictos, pero el Estado aún sigue sin poder subordinar plenamente a las Fuerzas Armadas ni diseñar una política integral de defensa.
Néstor Kirchner ordena al general Bendini que baje el cuadro de Videla en el Colegio Militar, Provincia de Buenos Aires, 24-3-04 (Reuters)

En los treinta años que siguieron a la última dictadura militar argentina hubo una continuidad que fue transversal a todos los gobiernos democráticos: la admisión de niveles residuales de autonomía militar. Es cierto que las Fuerzas Armadas argentinas ya no amenazan al orden institucional, pero también que siguen sin subordinarse plenamente al poder civil y el Poder Ejecutivo continúa sin establecer los mecanismos institucionalizados necesarios para la formulación de una política integral de defensa. 

El modelo de transición democrática y el lugar que en él ocuparían las Fuerzas Armadas fue delineado por el presidente Raúl Alfonsín. La estrategia del gobierno fue imprimir juridicidad a la relación cívico-militar: en 1985 comenzó el juicio oral y público a los comandantes del Proceso de Reorganización Nacional. Fue una acción conmocionante, sin antecedentes, de altísimo impacto en la sociedad argentina, en la comunidad internacional y en las propias Fuerzas Armadas. Pero tras los sucesivos levantamientos militares, el gobierno promovió la aprobación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, paralizando así los procesos judiciales contra los oficiales de la dictadura militar. No era la expresión de una opción política, sino de una debilidad. 

La política de defensa del gobierno radical se centró en la defensa de los derechos humanos y en el restablecimiento de pautas formales de “normalidad” institucional. Pero Alfonsín optó por una forma incompleta de control sobre las Fuerzas Armadas. El ex presidente logró cambiar el patrón recurrente de golpes militares, pero fue menos eficaz a la hora de manejar los numerosos problemas derivados de ese control democrático. La ausencia de un plan integral de defensa y la implementación de una limitada reforma ministerial permitieron que los militares generaran estrategias de preservación de poder, cuyo resultado fue el debilitamiento del gobierno democrático, dejando en suspenso la resolución del conflicto cívico-militar. El carácter fragmentario de estas medidas desembocó en la permanencia de altos grados de autonomía militar. Las rebeliones carapintadas y el ataque al cuartel del ejército en La Tablada fueron decisivos para sellar la suerte del gobierno. Alfonsín, desbordado por los acontecimientos, declaró el estado de sitio y unas semanas después anunció la cesión anticipada de la presidencia.

El presidente que lo sucedió, Carlos Menem, estaba convencido de la necesidad de reducir la autarquía militar y reforzar la conducción civil de la defensa. Se trataba, en ese entonces, de una condición institucional básica para el funcionamiento de la democracia. Pero, a diferencia de su antecesor, Menem no apeló a la juridicidad para limitar la autonomía militar, sino a un juego político que buscaba generar dependencia personal. Su línea política demostró no temer a los planteos corporativos. Así colocó a las Fuerzas Armadas al mismo nivel que otras instituciones del Estado sin reconocer sus prerrogativas. Se apoyó en los oficiales más leales y rompió con las cadenas corporativas, lo cual contribuyó a debilitar a los militares, aplacó algunas demandas y recompuso selectivamente aquellas funciones que eran útiles a su proyecto. En otras palabras, negoció con las cúpulas beneficios a cambio de lealtad.

Menem buscó descomprimir la presión militar y otorgó el indulto a los jefes militares responsables de las violaciones de los derechos humanos, a los jefes de la Guerra de Malvinas y a militares que se habían levantado contra Alfonsín. Durante su gobierno se anuló el servicio militar obligatorio, se intensificó la participación argentina en las misiones militares conjuntas con otros países, y se publicó el primer Libro Blanco de Defensa. Pero el ministerio de esa cartera nunca superó el personalismo con el cual el Presidente resolvía los temas castrenses: no estableció metas institucionales y actuó sin precisar los lineamientos para el funcionamiento del sistema de defensa.

En su gobierno coexistían dos tendencias –internacionalista y nacionalista– que permiten explicar la incoherencia de algunas políticas. Su idea era potenciar los espacios de cooperación adquiriendo seguridad a través de alianzas con otros países y mecanismos multilaterales, en vez de recurrir a la inversión en recursos de defensa. El objetivo era que el instrumento militar acompañara las decisiones a nivel internacional y que ni los militares, ni el Ministerio de Defensa, obstaculizaran esa nueva inserción internacional de Argentina. En este contexto, el mandato específico para las Fuerzas Armadas era que se conectaran profesionalmente con el mundo. Las misiones de paz en el marco de Naciones Unidas fueron el vehículo elegido para promover este nuevo papel. Su mayor legado fue la construcción de un medio regional más seguro, minimizando las tensiones militares. Pero fue también durante su presidencia que surgieron casos de corrupción vinculados a la venta de armas a Ecuador. Menem, en suma, dio un paso más en el largo camino hacia la desmilitarización de la política, siguiendo algunas propuestas de su antecesor, pero con un estilo pragmático y personalista. Cambió conflicto por degradación. No intentó construir las herramientas necesarias para conducir las Fuerzas Armadas; tampoco diseñó una política integral de defensa. 


Crisis e inercia


El gobierno de Fernando de la Rúa tuvo poco espacio para las innovaciones en materia de políticas públicas. En materia de defensa, se acomodó a las aspiraciones militares. Los principales lineamientos de defensa de la Alianza se conocieron a partir de un documento llamado Revisión de la Defensa 2001. Este informe de 62 páginas nunca fue objeto de una presentación formal, dado que cuando se terminó de imprimir ya no estaba en el cargo. En la página preliminar del escrito, el entonces presidente expresaba: “La política de defensa en la que estamos trabajando está basada en una profunda reingeniería organizacional del sector y la transformación estructural de sus sistemas operativos y administrativos”. Sin embargo, no hubo ninguna reingeniería y la revisión sólo se limitó a las palabras. 

Se intentó una ampliación de las misiones militares en cuestiones de seguridad pública. Para ello se creó la Dirección de Inteligencia para la Defensa (DID) y se designó al frente al general Ernesto Bossi, defensor enérgico de las operaciones de inteligencia y de seguridad militar interna para combatir el “narcoterrorismo”. Su concepto expansivo de “seguridad integral” borraba la distinción entre seguridad interna y defensa. De modo que se tornaba difuso el límite entre las funciones militares y policiales. Este enfoque sostenido por los altos oficiales del Ejército sería uno de los motivos más importantes para el reemplazo de las cúpulas realizado por el presidente Néstor Kirchner. De la Rúa conquistó el poder por su imagen de sobriedad y austeridad, diferente a la frivolidad menemista. Pero   su gobierno no sólo se caracterizó por el derrumbe económico, sino también por intentar desmantelar la Ley de Defensa.

Cuando comenzó a profundizarse la crisis política en 2001, el jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni, reclamó ante el presidente De la Rúa una mayor participación de su Fuerza frente a la crisis nacional. Ante la inercia del gobierno, los militares recobraron nuevamente autonomía pero por suerte esta vez no hubo lugar para el regreso de los golpes.

Eduardo Duhalde llegó así a la presidencia en un escenario caótico. Tenía que pacificar a una población que había llegado a sumar un flagrante 45% en situación de pobreza. Los desafíos que enfrentaba su gestión eran tales que el presidente negoció con todos los sectores políticos una coalición amplia que dotara de sustento político a su gobierno. Así, llegó a un tácito acuerdo con las Fuerzas Armadas: el gobierno no intervendría en los asuntos militares si éstos no cuestionaban al poder civil. El ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, que provenía de la presidencia anterior, estaba más preocupado por mantener una relación cordial con los oficiales que por conducir el sistema de defensa. En muchos aspectos, parecía que el titular del Ejército, el general Ricardo Brinzoni, era quien ocupaba la cartera, mientras que, como en el pasado, el ministro sólo se encargaba de articular las relaciones entre las Fuerzas Armadas y el Poder Ejecutivo. El ministro Jaunarena propuso la modificación de la Ley de Defensa, para que las Fuerzas Armadas pudieran ocuparse de las nuevas amenazas a la seguridad y ofreció afrontar la crisis asignándoles misiones sociales. El tiempo no alcanzó para establecer esos claros retrocesos.


¿Retorno, consolidación o fracaso?


Néstor Kirchner comenzó su gobierno en mayo de 2003 con la cabal decisión de ganar rápidamente legitimidad pública. Pero la claridad de sus objetivos no se tradujo en una política de defensa nítida. En realidad, la cuestión militar no volvía al centro del debate político por voluntad de Kirchner sino por decisión del Poder Judicial. 

La imagen del general Roberto Bendini descolgando los cuadros de Jorge Rafael Videla y de Reynaldo Bignone, ex presidentes de facto y antiguos directores del Colegio Militar, el 24 de marzo de 2004, quedó grabada como un símbolo de la condena al aberrante pasado autoritario y es el espejo del cierre de un pasado atroz. El reemplazo de las cúpulas (46 oficiales) y la entrega de la ESMA para convertirla en Museo de la Memoria y Archivo de la Represión Ilegal, junto con la reapertura de los juicios por violaciones a los derechos humanos, recuperó la juridicidad que había motorizado el presidente Alfonsín. Pero lo que comenzó como una etapa de enormes aciertos tuvo también absurdas renuncias. 

Kirchner no era un activista de organizaciones de defensa de los derechos humanos, lo suyo era cimentación del mando y la alusión al pasado era un instrumento de su estrategia de construcción de poder. Los militares fueron ubicados como enemigos por su pasado y por las resistencias a los procesos de enjuiciamiento. Sin embargo, esa enemistad tenía dos caras. Kirchner había puesto al frente de las Armas a oficiales que habían estado al mando de bases en Santa Cruz y los defendió reiteradamente ante cuestionamientos de la sociedad civil. El enjuiciamiento de Bendini por actos de corrupción y el relevamiento del almirante Jorge Godoy, jefe de la Armada desde 2003 hasta 2011, por actos de espionaje, ya durante el gobierno de su sucesora, Cristina Fernández de Kirchner, obligaron a renunciar a esas preferencias personales. 

Durante ambos gobiernos hubo medidas efectivas para generar una política de defensa como el debate multisectorial de “La Defensa Nacional en la agenda democrática”, realizado por el ministro José Pampuro. La ministra Nilda Garré, primera mujer al frente de la cartera, se propuso superar la carencia de los últimos 50 años en que las Fuerzas Armadas eran internamente independientes entre ellas en materia de doctrina, organización, estructura operacional, formación, material y personal. Encaró la modernización de la educación militar y dictó numerosas leyes de organización y funcionamiento. Bajo el concepto de que las sucesivas administraciones gubernamentales desde la recuperación de la democracia sólo se limitaron a un conjunto de medidas menores y de coyuntura, prometió llevar a cabo una reforma integral, orgánica y funcional del sistema defensivo militar, desterrando la histórica “delegación” en las Fuerzas Armadas de los aspectos centrales de la conducción de la defensa. Sin embargo, la reforma quedó en una gesta personal que no se traspasó integralmente cuando dejó el Ministerio de Defensa. 

No se institucionalizó ese ministerio ya que tras su pase al Ministerio de Seguridad, el enfoque y el dinamismo político se diluyeron. Arturo Puricelli, su sucesor, paralizó muchas de las propuestas de la ministra. El actual ministro Agustín Rossi, con un equipo de fieles seguidores sin conocimiento sobre cuestiones militares, tiene la misión de incentivar la producción para la defensa. La Presidenta de la Nación le asignó esa directiva, en función de una reestructuración de la funcionalidad de las Fuerzas Armadas, confiriéndoles un papel en el desarrollo de infraestructura –por ejemplo, su participación en el Belgrano Cargas o en la industria de la construcción de barcazas– con el fin de incorporar a las Fuerzas Armadas a un proyecto de país.

La gestión del ministro Rossi se orienta además a socorrer a la comunidad en situaciones de emergencia. Es decir, se vuelve a ubicar a la institución armada en relación directa con la sociedad. Los militares son caros. Su largo y continuo entrenamiento, equipamiento y conservación de sus instalaciones a lo largo del país, implican erogaciones altas para el presupuesto nacional. Las tareas sociales que pueden asignárseles son ejecutables por otras entidades, asociaciones y personas, con costos inferiores, y posiblemente con una eficiencia mayor. Esas desviaciones afectan a la institución militar porque la sumergen en deliberaciones políticas que llevan a una aleatoria polarización y al quiebre de la cadena de mando, castigando a opositores por cuestiones externas al desempeño castrense y contaminan, de esta manera, el sistema democrático así como exponen a las Fuerzas a cuestionamientos por mal desempeño, en asuntos que no les competen y que conllevan a un debilitamiento de su profesionalidad. 


La institucionalidad necesaria


La democracia argentina ha demostrado tener una poderosa vitalidad para procesar conflictos: pudo encauzar el papel de las Fuerzas Armadas en la sociedad, afrontar las consecuencias de una derrota militar y estrechar lazos con los países vecinos. Sin embargo, ninguno de los cinco gobiernos democráticos invirtió en el entrenamiento de funcionarios estatales y la defensa sigue sin adoptarse como una política de Estado.

La prédica por su institucionalización hoy ha perdido relevancia o, peor aun, su demanda ha sido catalogada como un recurso de los “enemigos” para descalificar un proceso político de alta movilización. Pero, a largo plazo, la falta de institucionalidad debilita las costosas transformaciones del poder militar y no sólo se pierde la subordinación de las Fuerzas Armadas a los gobiernos civiles, sino que se disipan la certidumbre y la solidez que garantiza la democracia.

Las Fuerzas Armadas no son una institución multipropósito. No están para hacer caminos, ni para construir barcazas, ni para vacunar niños, ni para establecer el orden público. Las Fuerzas Armadas son un seguro que los ciudadanos pagamos, ante una eventual amenaza externa hacia la forma de vida de los habitantes, ante una agresión al territorio o a las autoridades legítimamente elegidas. Cualquier alianza política con las Fuerzas Armadas o con sectores de la institución revierte la estructura democrática que se sustenta en la división de poderes y en la especialización de sus agencias.

En vez de afirmar la noción de Estado, garante de la seguridad nacional y del monopolio legítimo de la fuerza, se corre el riesgo de igualar la institución militar con la militarización de los militantes políticos. Coincidencias semánticas que dieron pie a los años más violentos de la historia latinoamericana. Y tal vez, de seguir esta tendencia, regresemos a ese oscuro pasado cuando progresivamente esos oficiales, hoy funcionales a un gobierno, se autonomicen, creando un partido militar. El uso político de las Fuerzas Armadas tergiversa su función originaria, y por lo tanto, pulveriza las mismas bases del Estado de Derecho.

El control civil de las Fuerzas Armadas es, desde los inicios de la constitución del Estado-Nación, un requisito esencial para neutralizar el uso impropio de los militares. Una institución que detenta el monopolio de la fuerza pública, sin los debidos controles, puede utilizar ese poderío en contra de sus propios ciudadanos. De ahí la importancia del control civil sobre los militares en todo régimen democrático. Además, la complejidad del sistema internacional obliga a estructurar y gobernar el sistema de defensa con pericia y efectividad. La deuda de Argentina es profesionalizar la conducción civil de la defensa.


Edición especial


30 años de democracia

Las conquistas y las deudas a tres décadas del triunfo de Raúl Alfonsín

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Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, celebra los 30 años de democracia en Argentina y lanza una edición especial monográfica, al margen de los números habituales del periódico, para analizar el acontecimiento.

El próximo 10 de diciembre la democracia argentina cumple 30 años y Le Monde diplomatique, edición Cono Sur los celebrará con el lanzamiento de un número especial dedicado a destacar la evolución política, económica, social y cultural de nuestro país en las últimas tres décadas. Pero también a recordar las deudas pendientes como la ausencia de políticas progresistas de largo plazo -que trasciendan los cambios de gobierno-, la debilidad institucional, la pobreza y las desigualdades persistentes. Porque aún siendo la mejor forma de gobierno, es imperfecta, y es necesario reflexionar para mejorarla.


Escriben: José Natanson, Creusa Muñoz, Marcelo Leiras, Martín Rodríguez, Damián Nabot, Rut Diamint, José Nun, Marcelo Fabián Saín, Federico Lorenz, Elsa Drucaroff, Alan Pauls.

Disponible únicamente en kioscos.

* Profesora de la Universidad Torcuato Di Tella e Investigadora Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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