Narices apagadas
A diferencia de la vista, la audición y el tacto, el olfato es un sentido cargado de misterio. No importa que influya con insistencia en nuestro comportamiento, en la forma en que percibimos e interactuamos con los demás y seleccionamos una pareja. O que nos permita decidir qué comer –y qué no– o que, en términos evolutivos, se trate del sentido más antiguo que permitió que hace millones de años los primeros organismos pudieran detectar sustancias químicas en su entorno, mucho antes de desarrollar la capacidad de ver u oír. “El olfato es un sentido de larga distancia -insistía el biólogo Lyall Watson-, una forma de estirar el tiempo y saber de antemano lo que se avecina”.
Así y todo, nuestra comprensión de los mecanismos detrás de la detección de olores y cómo el cerebro reconstruye estos estímulos aún es incompleta. Pese a los grandes avances que se realizaron durante los últimos 30 años –desde que en 1991 Linda Buck y Richard Axel descubrieron cómo cientos de genes en nuestro ADN codifican los sensores de olor ubicados en las neuronas sensoriales olfativas de nuestras narices–, todavía existen muchas lagunas en la exploración científica de este sentido: los investigadores, por ejemplo, aún son incapaces de predecir el olor de un compuesto a partir de su estructura molecular.
Menos aún pueden explicar cómo, con solo 400 receptores olfativos en nuestras narices –en comparación con los 1.200 de los ratones y los 900 de los perros– los seres humanos podemos reconocer un billón de olores diferentes.
Por eso, cuando a fines de febrero comenzaron a circular en todas partes del mundo comentarios de personas a quienes sus narices las estaban traicionando, otorrinolaringólogos, neurocientíficos y demás especialistas en percepción sensorial comenzaron a alarmarse. Una nueva intriga se agregaba a la larga lista de misterios sin resolver: el coronavirus SARS-CoV-2 no solo atacaba con furia los pulmones, sino que también afectaba al olfato, una afección llamada anosmia.
“Los informes describen un inicio repentino de deterioro olfativo, que puede estar en presencia o ausencia de otros síntomas”, indica Thomas Hummel de la Universidad de Dresden en Alemania, uno de los principales especialistas en olfación del mundo. “Entre los pacientes hospitalizados con COVID-19 en Italia, la alteración del olfato y gusto se observó con mayor frecuencia en personas más jóvenes y en mujeres”.
Pero no era solo eso: la mayoría de estos individuos también experimentaban una pérdida del sentido del gusto, una condición conocida como disgeusia. Esto no resulta raro si se tiene en cuenta que el 85% del sabor depende del olfato, que desempeña un rol importante en la alimentación.
Intrigadas, organizaciones como la British Rhinological Society y la Asociación de Otorrinolaringólogos Inglesa (o ENT UK) inmediatamente recomendaron incluir la reducción severa del gusto y el olfato en ausencia de obstrucción nasal en la definición de caso sospechoso de COVID-19, junto a síntomas como fiebre, tos seca, escalofríos y dolores corporales, problemas digestivos, fatiga y dolor de cabeza.
Neurobiólogos especialistas en olfato como el israelí Noam Sobel incluso ya barajan un nuevo nombre para esta condición, la principal manifestación neurológica de COVID-19: la llaman “coronosmia”.
Mecanismo neuroprotector
Sin proponérselo, el escritor danés Kim Fupz Aakeson imaginó en 2011 un escenario similar al de la actual pandemia. Al escribir el guión de la película Perfect sense, exploró los efectos sensoriales de una crisis sanitaria global. La película cuenta la historia de un cocinero llamado Michael (Ewan McGregor) y de Susan (Eva Green), una epidemióloga, quienes se enamoran mientras una enfermedad comienza a extenderse por todo el mundo, haciendo que la humanidad pierda sus percepciones sensoriales una por una, en medio de ataques de tristeza, de odio, de rabia y de amor concentrado. De alguna manera parecía inspirarse en antiguas, aunque no erradicadas, enfermedades como la sífilis, que durante el siglo XVIII desfiguraba a sus víctimas al provocar el colapso del puente de la nariz.
Cuando la película del director David Mackenzie se estrenó en 2011, nadie podría haber imaginado que casi una década después estaríamos enfrentando una pandemia que, al menos temporalmente, altera el olfato y el gusto.
En este caso, no es un síntoma universal de esta nueva enfermedad, pero sí uno de los más llamativos: un análisis conducido por el Monell Chemical Senses Center –el principal instituto científico del mundo dedicado al olfato, en Filadelfia, Estados Unidos– arrojó que casi el 80% de los pacientes con COVID-19 consultados informaron la pérdida de la capacidad de oler.
En realidad, no se trata de un fenómeno del todo extraño: las infecciones virales son una de las principales causas de pérdida del sentido del olfato en adultos. Representan hasta el 40% de los casos de anosmia, más que los traumatismos de cráneo, tumores, abuso de drogas, exposición a toxinas o causas congénitas.
Se sabe que más de 200 virus diferentes provocan alteraciones olfativas: entre ellos el rinovirus –virus del resfriado–, el virus de la gripe –influenza–, los adenovirus, coxsackivirus, echovirus, paramixovirus, virus respiratorio sincitial, entre otros.
Todos provocan lo mismo: infecciones del tracto respiratorio superior. En el caso de la COVID-19, estas alteraciones exponen cómo el coronavirus ataca las vías respiratorias primero. Las células de la mucosidad que recubren las cavidades nasales –el llamado epitelio olfativo– están cubiertas con los receptores que el SARS-CoV-2 usa para ingresar a las células. Se infectan muy temprano en el proceso de la enfermedad, a menudo antes de que el cuerpo haya lanzado la respuesta inmune que provoca la fiebre.
Para la genetista estadounidense Danielle Reed, la pérdida del olfato y el gusto podría ser el resultado de que los receptores olfativos se apaguen para evitar que el virus llegue al cerebro. Es decir, un mecanismo neuroprotector contra la COVID-19: “Podría ser una reacción saludable al virus”, indica la directora asociada del Monell Chemical Senses Center.
Pruebas de olor
A medida que día a día los científicos de todo el mundo continúan aprendiendo más sobre el nuevo enemigo de la humanidad, una cosa se ha vuelto cada vez más clara: el coronavirus no solo ataca los pulmones. También puede implicar daño al corazón, los riñones y al cerebro.
A fines de febrero, unos 500 médicos, neurobiólogos, científicos de datos, científicos cognitivos, investigadores sensoriales y técnicos de 38 países comenzaron a discutir los repentinos casos de anosmia o disgeusia asociada a la COVID-19 en Twitter y otras redes sociales, y formaron un grupo internacional llamado Global Chemosensory Research Consortium (GCCR), entre cuyos miembros figura el GEOG (Grupo de Estudio de Olfato y Gusto) de Argentina fundado por la otorrinolaringóloga Graciela Soler.
Este esfuerzo rápido y colaborativo resultó en la creación de una encuesta en línea (1) para desentrañar este síntoma preocupante de la infección viral. Ya hay más de 30.000 respuestas en 31 idiomas.
Iniciativas similares se replican en todo el mundo. El laboratorio del neurobiólogo Noam Sobel en el Instituto de Ciencia Weizmann en Israel ha desarrollado una encuesta similar llamada SmellTracker (2). Y en Buenos Aires, la Fundación Huésped (3) y el Instituto de Investigaciones Biomédicas en Retrovirus y SIDA (INBIRS) de la Facultad de Medicina de la UBA comenzaron hace unas semanas un estudio para investigar la asociación entre la anosmia y la COVID-19 en ausencia de otros síntomas respiratorios.
“Suele ser uno de los primeros síntomas en aparecer y su detección es fundamental para aislar rápidamente y evitar más contagios. Pero hay poco dato objetivo sobre el tema”, indica el infectólogo Omar Sued, director de Investigaciones de Fundación Huésped. “Buscamos reunir 40 pacientes. Les hacemos pruebas con olores como café y vainilla y algún perfume que tengan en la casa para ver en qué grado pueden identificarlos. Lo curioso es que en casos de COVID-19 hay muy poca congestión nasal. Nos llama la atención también que estas alteraciones en el olfato se den más en mujeres. No sabemos muy bien por qué”.
Los cambios en la percepción olfativa podrían utilizarse para predecir si un sujeto dará positivo por SARS-CoV-2. Debido a que muchas personas con COVID-19 no presentan síntomas, los termómetros infrarrojos no son del todo fiables para identificar en aeropuertos, shoppings y demás lugares públicos a las personas capaces de propagar la enfermedad infecciosa.
Varios investigadores, por lo tanto, señalan que pruebas de olor podrían funcionar particularmente bien como un complemento de los controles de temperatura: sería tan simple como pedirle a una persona que identifique un aroma particular de una tarjeta de rascar y oler.
Entrenamiento para narices
Desde al menos la época de Platón, en el siglo IV a.C., el olfato ha sido ninguneado. El autor de La República lo asoció con los impulsos básicos. Para René Descartes y Hegel, era un sentido inestable que no aportaba valor científico y desempeñaba un papel ínfimo sobre el conocimiento. Immanuel Kant lo consideró más una fuente de disgusto que de placer: el autor de Crítica de la razón pura lo hundió en la jerarquía de los sentidos, lo denigró como el “menos gratificante y el más fácilmente dispensable”. Y Darwin escribió que el olfato humano “es de un servicio extremadamente leve, si lo hay, incluso a los salvajes”.
De ahí que históricamente la ciencia y la medicina no se hayan preocupado mucho por explorarlo y, menos aún, estudiar las razones y consecuencias de sus alteraciones. Gracias a las investigaciones realizadas en las últimas décadas se sabe que la anosmia y la hiposmia –la reducción de la capacidad olfativa– tienen efectos desorientadores. Algunas personas pueden experimentar depresión, sentimientos de abandono o inseguridad.
La inglesa Chrissi Kelly, fundadora de la organización inglesa AbScent (4) y quien perdió la capacidad de oler en 2012, concibe a la anosmia como una “condición invisible” de la que se tiene poca conciencia: porque no se la distingue físicamente y porque también es invisible en las regulaciones y el sistema de seguro de salud de varios países.
No existen sondeos, pero se estima que se trata de una discapacidad que afecta a más del 5% de las personas en todo el mundo, según la Organización Mundial de la Salud. Ante la falta de datos oficiales en Argentina, la médica Graciela Soler decidió realizar su propia encuesta y detectó que el 12% de la población de Buenos Aires sufre algún déficit del sentido del olfato.
Un estudio realizado en 2014 en el Reino Unido expuso entre esta población altas tasas de depresión (43%) y ansiedad (45%), así como problemas con la alimentación (92%), aislamiento (57%) y dificultades en la sociabilidad (54%), porque no pueden percibir sus propios olores corporales ni oler a sus hijos o parejas.
En el caso de la anosmia provocada por el coronavirus, un estudio (5) realizado por Paolo Boscolo-Rizzo, Daniele Borsetto y Cristoforo Fabbris de la Universidad de Padua mostró que el 89% de los pacientes con COVID-19 que habían perdido el olfato o el gusto como síntomas de la infección lo recuperan de forma total o parcial a las 4 semanas. Esta recuperación relativamente rápida de la función olfatoria en la mayoría de los pacientes fortalece la sospecha de que el coronavirus no mata las neuronas sensoriales olfativas.
Otros, sin embargo, advirtieron que su pérdida sensorial duró mucho más. En estos casos, una posibilidad de aliviar este desorden consiste en emprender lo que se conoce como “entrenamiento olfativo”. Desarrollado por Thomas Hummel, implica exponer al olfato dos veces al día a varias fragancias diferentes como rosa, limón, clavo y eucalipto, en un período que va de cuatro a ocho meses. Esto puede ayudar a acelerar la lenta recuperación espontánea que ocurre en muchos casos: alrededor del 20% de las personas que han perdido el sentido del olfato después de un traumatismo de cráneo y más del 50 % de las personas con anosmia después de una infección del tracto respiratorio superior eventualmente recuperan la función olfativa.
Como indica el historiador de la ciencia Matthew Cobb de la Universidad de Manchester, el sentido del olfato, a pesar de ser tan fundamental para todos los animales, incluidos los seres humanos, es uno de los más grandes misterios biológicos. Todavía hay muchas preguntas abiertas, pero las colaboraciones internacionales sin precedentes y el intercambio de datos indudablemente harán avanzar la investigación más rápido de lo habitual.
“Esta enfermedad –señala la investigadora cordobesa Yanina Pepino de la Universidad Illinois, integrante del GCCR– nos va a dar la oportunidad de estudiar con más seriedad el olfato y el gusto, históricamente relegados en la investigación científica”.
2. https://smelltracker.org/es
* Periodista científico, miembro de la comisión directiva de la World Federation of Science Journalists. Autor de Odorama: Historia cultural del olor, Taurus, 2019.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur