CARTOGRAFÍAS

Devorados por la comida chatarra

Por Luciana Garbarino*
Por falta de tiempo, dinero o información, los argentinos siguen una dieta cada vez más rica en azúcares, sodio y grasas. Este déficit nutricional genera un avance de la obesidad y el sobrepeso, en especial entre los niños.

Entre la primera ingesta de proteína animal de los ancestros de la humanidad hace más de dos millones de años y el primer bocado de una hamburguesa de McDonald’s en la década de 1940 se produjeron grandes transformaciones que explican los cambios alimenticios. Y es que lejos de ser sólo un hecho biológico, comer es, ante todo, un acto cultural.

Si Argentina era famosa por ser el granero del mundo o la tierra de los asados, ahora lo es también por ser uno de los principales consumidores de alimentos ultraprocesados del mundo. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el país lidera los rankings de consumo de gaseosas y ocupa el puesto catorce en los de comida chatarra.

Pero, ¿cómo ocurrió esto?

Comer mal, vender bien

La primera transición alimentaria se produjo cuando la especie humana incorporó la carne a su dieta, sostenida hasta entonces principalmente en los vegetales. Para cazar, el hombre se vio obligado a reunirse en pequeños grupos en los que la reciprocidad organizaba el reparto de la comida. Desde entonces la comensalidad (prácticas colectivas para conseguir y compartir los alimentos) fue la forma dominante de comer (1).

Y así la humanidad pasó mucho tiempo cazando y recolectando hasta que, hace apenas unos 13.000 años, se produjo la segunda transición alimentaria a partir de la agricultura. El dominio de los cultivos permitió incorporar a la dieta cereales y tubérculos cultivados (hidratos de carbono) al tiempo que condujo al surgimiento de las aldeas y el sedentarismo.

Los ultraprocesados resultan funcionales al nuevo tipo de comensal de las grandes urbes.

Pero fue la Revolución Industrial, tercera y última transición, la que lo cambiaría todo. A partir del siglo XIX los alimentos comenzaron a ser sometidos a todo tipo de procesos y así, poco a poco, pasaron de ser frescos a ser conservados, producidos mecánicamente y comercializados como cualquier otra mercancía. Esta forma de comer permitió deslocalizar las dietas y puso fin a una alimentación ritmada por los ciclos naturales.

Con el tiempo los alimentos entraron a los laboratorios y se convirtieron en ultraprocesados: formulaciones industriales elaboradas a partir de sustancias derivadas de los alimentos originales, que contienen pocos o ningún alimento entero y que casi no requieren preparación culinaria. Se trata de productos que tienen una baja densidad de nutrientes y un alto contenido de azúcares, sodio y grasas, todos componentes que atentan contra una alimentación sana. Alentada por la globalización, la posibilidad de envasar y conservar la comida iniciada en la Revolución Industrial provocó una oleada homogeneizante de los ultraprocesados a nivel mundial que arrasó con las identidades alimentarias. Pero a pesar de los perjuicios que ocasiona este avance su expansión fue imparable porque resultaba funcional al nuevo tipo de comensal de las grandes urbes: en general solitario y sin tiempo para cocinar ni comer.

La introducción de la tecnología permitió además que hacia fines del siglo XX la producción total de alimentos igualara las necesidades de la población mundial. El mundo era capaz de alimentarse a sí mismo. Y florecieron entonces los discursos que equiparaban más productividad con menos hambre y que todavía persisten entre las grandes empresas de semillas transgénicas como Monsanto. Estas promesas, sin embargo, nunca estuvieron cerca de cumplirse. La propia FAO, promotora durante años de esta postura, tuvo que reconocer su equivocación. Sucede que la lucha contra el hambre, siguiendo la noción de seguridad alimentaria, no implica sólo garantizar la existencia de alimentos suficientes, sino también que la población pueda acceder a ellos de forma estable, que sean nutricional y sanitariamente adecuados y que no haya situaciones que pongan en riesgo su abastecimiento (2).

El factor de riesgo más importante

Argentina es uno de los principales productores de alimentos del mundo. Sus problemas, entonces, no son de producción: de hecho, según datos de la FAO, la disponibilidad alimentaria aumentó 22% entre los períodos 1990-92 y 2014-16, alcanzando durante el último trienio un promedio de 3.600 calorías al día por persona (3), cuando el promedio necesario para un adulto sedentario es de menos de 3.000 calorías diarias. Siguiendo el mismo informe, desde los años 90 la subalimentación es menor al 5%, mientras que las muertes por desnutrición disminuyeron en forma significativa. Según las Estadísticas Vitales del Ministerio de Salud, mientras que en 2003 habían muerto 1.787 personas por desnutrición, en 2015 esa cifra se redujo a 887 (en el 75% de los casos se trata de adultos de más de 75 años, lo que se explica por el costo de los alimentos, las dificultades de movilidad, la falta de apetito o los trastornos cognitivos).

Desde hace varios años, sin embargo, el factor de riesgo más importante en Argentina, y en el mundo, no es tanto la falta de comida como la alimentación no saludable. Como señalamos, la tendencia a la disminución de la comida basada en alimentos frescos y preparados en el hogar en favor del consumo de productos ultraprocesados conduce a una dieta hipercalórica, rica en grasas, sal y azúcares, y pobre en vitaminas, minerales y otros micronutrientes. A esto se suma el escaso consumo de frutas, verduras, granos y cereales integrales. A nivel nacional, el promedio diario de porciones de frutas o verduras consumidas por persona es de 1,9, muy por debajo de las 5 porciones diarias recomendadas por la OMS (4).

Estos factores, combinados con el sedentarismo que caracteriza la vida de las grandes ciudades, predisponen la aparición de enfermedades no transmisibles como la hipertensión arterial, el colesterol elevado, la diabetes, algunos tipos de cáncer y el sobrepeso y la obesidad.

En este sentido, si bien el sobrepeso y la obesidad solían ser considerados hasta hace poco un problema exclusivo de los países de altos ingresos, el fenómeno se fue expandiendo. Tal es así que según el Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil (CESNI), el sobrepeso infantil en Argentina es uno de los problemas de salud pública más graves del siglo XXI y afecta al 9,8% de los niños de entre 6 meses y 5 años (5), una de las proporciones más altas de la región. En cuanto a la población adulta, para 2013 la prevalencia de sobrepeso era de 37,1% y la de obesidad del 20,8%. En ambos casos los valores aumentaron con respecto al 2005, lo que muestra una tendencia en aumento (6).

Dime cómo comes y te diré quién eres

Pero como la seguridad alimentaria es también una cuestión de acceso, el sobrepeso y la obesidad no tienen sólo que ver con los ultraprocesados sino también con la posibilidad de sostener una dieta saludable.

En un país en el que el 91,8% de la población es urbana, el acceso a los alimentos se ve mediado por el mercado y por las políticas públicas que los regulan (o no). Si a esto se suma el hecho de que los precios de la canasta alimentaria han aumentado en forma sostenida durante los últimos treinta años, incluso en los períodos sin inflación, el resultado es evidente: sólo comerán bien aquellos que tengan la capacidad económica de hacerlo. Al analizar la alimentación por sector social, se constata que a medida que aumentan los ingresos se incrementa el consumo de carne, lácteos y en especial frutas, mientras que los quintiles de ingreso más bajos sobreviven en base a alimentos con más hidratos de carbono, grasas y azúcares. Son productos más calóricos, más económicos y rendidores, pero menos nutritivos.

La antropóloga Patricia Aguirre aporta además otro dato significativo: una comparación histórica de las canastas familiares por ingresos muestra que en 1965 existía un patrón alimentario unificado entre los distintos niveles socioeconómicos. La explicación radica en la existencia de productos más accesibles pero también en el hecho de que los distintos estratos sociales pensaban su alimentación en forma similar (7). Para 1985, con el modelo neoliberal ya en marcha, este patrón se había roto y empezaban a aparecer las tendencias que se observan actualmente: comida (cara y sana) para los ricos y comida (barata y dudosa) para los pobres.

1. Patricia Aguirre, Ricos flacos y gordos pobres, Capital intelectual, Buenos Aires, 2010.

2. Panorama de la inseguridad alimentaria en América Latina y el Caribe, FAO, 2015.

3. Ibidem.

4. Tercera Encuesta Nacional de Factores de Riesgo para Enfermedades no Transmisibles, Ministerio de Salud-INDEC, Argentina, 2013.

5. Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (ENNYS), 2005.

6. Tercera Encuesta…, op. cit.

7. Patricia Aguirre, Ricos flacos…, op. cit.

Este artículo forma parte de “El Atlas de la Argentina”

De la deuda externa a la soja, de la crisis de los partidos políticos al federalismo, de las relaciones con América Latina al vínculo con China, de los hábitos alimenticios a los derechos humanos, del cine a la cumbia y de ahí a Borges y Maradona, El Atlas de la Argentina ofrece una mirada panorámica de un país en permanente transformación.

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* Redactora de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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