Diego no es de nadie
“Hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas distracciones”, escribe Borges en el prólogo a El informe de Brodie. Diego Armando Maradona muere el 25 de noviembre del 2020, en plena pandemia de COVID. Mientras millones en el mundo escuchan atónitos la noticia, lloran, insultan, callan, se mueven como caballos encerrados o inventan algún homenaje apurado durante el día que se consume en tristeza, algunas personas interrumpen ese duelo, esa comunión, y “cuestionan” –en especial, a través de las redes sociales– a las mujeres o a las feministas que lo despiden señalando la supuesta contradicción de dedicarse a la muerte del mayor jugador de fútbol de la historia cuando coincide con el Día Internacional de Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.
Hay una pregunta que no confío tanto en hacer (¿se puede ser feminista y querer al Diego?) porque quizá la pregunta sigue sosteniendo lo que habría que discutir, el trastocamiento de los órdenes (los feminismos primero y Maradona después), justamente cuando por un rato todo se descentra y se interrumpe, y porque la interrogación supone alguna idea de “permiso”, “justificación” o “razones” en un momento que es más grande que la tinta, más tembloroso (incluso en este después, en todos los después). Todo es discurso hasta, al menos, un día, el del final. El límite, la rueda, lo que a todos nos toca. La muerte nos ordena. Quienes no pueden correrse ni ante eso (Maradona y feminismos, asunto separado o No es el día para pensar a Maradona desde los feminismos) hablan más de sí mismos que de aquello de lo que creen hablar. La pregunta para hacer es otra: ¿se puede ser policía y ser feminista?
La plebeyización y la alfabetización
El feminismo no existe en singular, y cuando decimos que la punición no organiza los feminismos –siempre en plural– es porque los feminismos no podríamos actuar de jueces –los conflictos son parte de los feminismos, no externos a ellos–, ni de policías –caníbales de la multiplicidad de la sociedad civil–, ni de sacerdotes –la flecha moral apunta siempre de los dos lados–. Aira dice provocativamente: “Yo a Maradona lo respeto como drogadicto. Lo que haga dentro de una cancha no me interesa”. Se vuelve viral una frase dicha por Fontanarrosa: “No me importa lo que hizo Maradona con su vida, me importa lo que hizo con la mía”. Las dos son verdades a medias, que se usan para separar a Diego de Maradona; incluso la apelación a las “contradicciones” también desinfla la grandeza de algo que está por encima de nuestras bibliotecas, nuestras hipótesis, nuestras escrituras. El argumento de separar “la obra del artista” puede resultar un tanto miserable. Diego es su propia obra. La forma es contenido. Diego no es de nadie. Es de todas y no es nuestro.
Mujeres que mandan a otras a leer, a militar, a concientizarse. Esto vuelve sobre una tensión fundamental de los feminismos: la plebeyización y la alfabetización. La mujer que le tira con la biblioteca a otra mujer parece reescribir, en el francés sarmientino, “bárbaras, las ideas feministas no se tocan”. Esta disputa por los saberes, por las condiciones de posibilidad de toma de la palabra, por feministas de “primera” o de “segunda”, anuda en las propias condiciones históricas de emergencia de los feminismos. La política del siglo XX enlazada con la política de masas ubica en la “mayoría silenciosa” las distintas formas de apelar, incluso desde signos opuestos, a “la gente común”.
Las lecturas de Eva Illouz y de algunas pioneras como Janice Radway y Angela McRobbie revalorizan ciertos territorios despreciados por los feminismos. Los análisis de Carolina Justo von Lurzer y Carolina Spataro, entre otras, reactualizan el debate sobre las lecturas “bastardas” y las posiciones analíticas acerca de la cultura de masas. Feminismos y políticas: no se trata de que estén ganados, ni de jugar a lo “políticamente incorrecto”, una inversión que sostiene aquello que pretende dinamitar, sino de que las fuerzas de las cosas puedan no salpicarse. Si es todo, es nada. Los feminismos no transforman un orden ya existente; lo son, lo pueden ser, son formas de leer, huracanan lo que se cree cierto. Pero (y por eso) la pelota no se mancha.
El silencio es político
Lo dice la escritora Mariana Enríquez, lo dice la periodista Mariana Moyano, lo dice la investigadora Malvina Silba, lo decimos todas: Diego hizo llorar a los varones que han sido criados con el mandato de no llorar como niños. Hombres grandotes, robles, hasta abuelos, quebrados ante la noticia. La foto de ese abrazo entre el hincha de River y el de Boca. Las veces que sé que mi papá llora se cuentan con los dedos de la mano. Estamos abrumados del yo, pero esto lo digo porque viene de otro lado. Ayer me lo dice calmo, como se llora algo que es propio, sin estridencias: “lo mejor de la vida es el fútbol y lo mejor del fútbol es Maradona”. El fútbol son los padres. Una generación de hijas despide también a lo que hicieron sus padres con lo que Maradona hizo de ellos. Con motivo de su cumpleaños 60, diez mujeres escriben Todo Diego es político, editado por Bárbara Pistoia.
Quizá para pensarlo la palabra “pueblo” está gastada. Lo digo así: los ídolos son médiums, cosas por donde pasan otras cosas. Donde la familia se mezcla con el país, donde el presente se mezcla con la infancia, donde el de River se mezcla con el de Boca, donde los géneros se mezclan en su dolor ante la pérdida, donde el país se mezcla con ese sur de Italia que también –real o imaginariamente–tenemos un poco adentro. Ningún ídolo es dual. Exhumar al Maradona feminista o al Maradona peronista achica algo que es sagrado, indesmantelable. El presidente francés Emmanuel Macron lo despide en un bellísimo texto en el que la cultura cuna del ballet occidental dice de Maradona: “Un bailarín de botines”. Una procesión en Plaza de Mayo cruje en el velorio en Casa Rosada. Nadie está afuera de lo que pasa, excepto Bilardo, a quien le desconectan el cable y vive en el mundo que ya extrañamos. Maradona es eso: excepcional, exquisito, absoluto. Hay cosas que no se discuten. Son pocas, pero existen.
Argentina es una “cultura de mezcla”, una terceridad irreductible, un joven que lee vorazmente en San Juan, entre almacenes, y se convierte en la figura de la educación argentina, una hija bastarda que modifica la ciudadanía política vestida con joyas y trajes sastre. Ahí, en ese panteón bifronte, alto, que es más que la suma de sus partes, que es más que las “apropiaciones”, que no se agota en el gesto de una palabra letrada que fija o coagula el sentido de lo “otro” (sobre todo cuando supuestamente quiere “exaltarlo”), que se dispara todo el tiempo, que se escurre entre las manos, al que todas las palabras le sobran o no le alcanzan, ahí está Diego. Un Maradona para la clase media también. Aquel que, como Orfeo, atraviesa los bajos fondos para rescatar a Eurídice. Con una condición: bajar al infierno, estar exactamente cerca de él, al mismo lado, aunque no tocarlo. Porque Diego no es del peronismo, no es de los feminismos, Diego es la Argentina. Roland Barthes escribe: “loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico”. Eso somos los mortales, pero nuestras neurosis se interrumpen por algo que nos arrasa, la fuerza de lo común, en este año que ni el demiurgo más delirante de los cuentos borgeanos hubiera imaginado.
Este texto quizá no debería ser escrito. Son días en que nos sentimos menos solos y solas, porque pasa algo que se parece a vivir juntos, que nos deja a un costado. Que ninguna nota feminista queme el fuego: esta semana es de Maradona. Sin etiquetas a quien no las tenía. Diego es más que todo lo que podemos escribir sobre él. Alguna vez Beatriz Sarlo dice: “Un sistema de lecturas es a la vez una máquina para descubrir y una máquina para ocultar”. La escritura o lectura opaca: una ilusión (totalitaria) es creer que, alguna vez, vamos a dar con la transparencia. La fuerza de este sistema de lecturas feministas que transforma nuestras vidas modifica al mundo, pero no es el mundo. Los mundos son miles, y hoy son difíciles, tristes, bellos, sublimes, violentos. Los feminismos no mojamos el pan en todos los platos. Saber hablar es saber callar cuando amerita. El silencio, a veces, también puede ser político. Sobre todo, ante la muerte de un Dios –varón, sí–, pero el único del que fuimos contemporáneas. En nombre de esa misma ambigüedad en la que se afirma, Maradona es también un mundo femenino (la Tota, su madre; Claudia, su mujer de toda la vida; Dalma, Gianinna y Jana, sus hijas; sus amantes) que las mujeres y las disidencias sexuales –un poquito– hemos hecho nuestro.
* Becaria doctoral del CONICET. Autora de Zona de promesas. Cinco discusiones fundamentales entre el feminismo y la política, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2021.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur