GIGANTISMO BONAERENSE Y AUTONOMÍA MUNICIPAL

Dividir la provincia para poder gobernarla

Por Alejandra Malamud y Andrés Malamud*
La desproporción entre Buenos Aires y el resto de las provincias genera inestabilidad política: los presidentes, para evitar competidores, ponen al gobernador, que depende de ellos. Pero además el gigantismo bonaerense se traduce en un gobierno opaco, al que los habitantes sienten lejano y que carece de herramientas para gobernar con eficiencia. Los límites a la autonomía municipal impiden a los intendentes ejercer plenamente sus funciones. Para resolver este problema estructural, los autores tienen una propuesta: dividir la provincia. Y dicen que se puede.
Antonio Pujia, Por la mano eterna (Gentileza www.sitiodearte.com)

La provincia de Buenos Aires está desencajada hacia afuera y rota por dentro. Desencajada porque es grande, rota porque es tonta.

Si Buenos Aires se dividiera en cuatro partes iguales, éstas serían las cuatro provincias más pobladas del país. Tal es la magnitud de la hipertrofia bonaerense: cuadruplica demográficamente, y pronto quintuplicará, a la segunda provincia argentina. No existe semejante desproporcionalidad en el resto del mundo.

El federalismo es un mecanismo de distribución del poder entre el gobierno nacional y los gobiernos subnacionales. El cuadro presenta un Índice de Hipertrofia Federal (IHF) que ilustra la posición de Buenos Aires en el ranking internacional. En el mundo, el IHF va de un modesto 1,75 a un monstruoso 9,10.

Hipertrofia federal: gigantismo de una provincia respecto de las demás

Provincia Porcentaje de la población nacional Cantidad de provincias Índice de Hipertrofia Federal
Flandes (Bélgica) 58% 3 1,75
New South Wales (Australia) 33% 6 2,00
Renania del Norte-Westfalia (Alemania) 21% 16 3,50
Ontario (Canadá) 38% 10 3,80
Estado de México (México) 13% 32 4,30
Uttar Pradesh (India) 16% 28 4,65
San Pablo (Brasil) 22% 27 5,80
California (Estados Unidos) 12% 50 6,00
Buenos Aires (Argentina) 38% 24 9,10
Índice de Hipertrofia Federal: porcentaje de población de la provincia más populosa multiplicado por cantidad de provincias dividido 100. Adaptado de Andrés Malamud, “División de Buenos Aires”, en Eduardo Levy Yeyati (ed.): 100 políticas para la Argentina del 2030, Ciudad de Lectores, Buenos Aires, 2017: 49-53.

 

Como se ve, una provincia, Buenos Aires, alberga cerca del 40% de la población nacional, mientras que el 60% restante se distribuye entre las otras veintitrés. Esta desproporción genera tres efectos negativos: opacidad, ineficiencia e inestabilidad. La opacidad y la ineficiencia perjudican a los bonaerenses; la inestabilidad, a todos los argentinos.

La opacidad resulta en la imposibilidad de monitorear al gobierno bonaerense. La Plata constituye un gigante burocrático que los ciudadanos conocen mal y controlan peor. Los intendentes más exitosos no son solo los que gobiernan bien, sino los que tienen más amigos en los ministerios. Tampoco existe un mercado de medios que alimente una esfera pública provincial autónoma: Buenos Aires tiene 16 millones de habitantes y ningún medio de prensa que investigue a su gobierno y lo obligue a rendir cuentas. Sabemos cuánto gasta la Legislatura gracias a los diarios nacionales. O sea, no sabemos.

Además de opaco, el gigantismo bonaerense provoca ineficiencia. En una superficie como la de Italia se distribuyen 135 municipios, tan heterogéneos que el más chico no llega a dos mil habitantes y el más grande supera los dos millones. La superposición inconexa de una veintena de áreas administrativas torna la complejidad en demencia. El politólogo Santiago Rodríguez Rey identificó este mapa (dis)funcional de la Provincia: 7 regiones agrarias, 8 secciones electorales, 9 delegaciones de previsión social, 10 complejos penitenciarios regionales, 12 regiones culturales, 12 regiones sanitarias, 12 zonas de vialidad, 13 subgerencias de recaudación (ARBA), 14 regiones de IOMA, 25 regiones educativas, 32 jefaturas departamentales de seguridad, 46 delegaciones del ministerio de trabajo, etc.

Gobernar Buenos Aires no es difícil: es imposible. Está diseñada para impedirlo.

Pero además de la opacidad y la ineficiencia, la hipertrofia bonaerense provoca un tercer efecto negativo, en este caso nacional: la inestabilidad política. Y no se debe tanto a la intención de hacer daño como a la incapacidad de evitarlo.

Contra las expectativas de sus gobernadores, Buenos Aires no pone presidentes. Al contrario: es el presidente –o el candidato presidencial– el que pone al candidato a gobernador. Pero la influencia de la provincia sobre la política nacional existe y se manifiesta por la negativa: Buenos Aires, cuando se enoja, saca presidentes. El gobernador y los intendentes del conurbano demostraron capacidad para controlar la calle, que es donde los latinoamericanos practican el juicio político.

La inconstitucional Constitución bonaerense

Los déficits del gigantismo bonaerense podrían verse compensados por un buen régimen de autonomía municipal. Pero no es el caso. La autonomía es la capacidad de un ente de darse sus propias normas. En el caso de los municipios, esta capacidad fue reconocida en la Constitución nacional en sus artículos 5° y 123°, este último incorporado por la reforma de 1994. El artículo 5° preveía que cada provincia dictaría su propia Constitución bajo el sistema representativo y republicano para, de acuerdo con los principios, declaraciones y garantías de la Constitución nacional, asegurar su administración de justicia, su régimen municipal y la educación primaria. El artículo 123° amplió lo dispuesto por el 5°, estableciendo que las constituciones provinciales debían asegurar la autonomía municipal en el orden institucional, político, administrativo, económico y financiero.

Sin embargo, la Constitución de la Provincia de Buenos Aires, reformada también en 1994, omitió introducir modificaciones al régimen municipal. Esto originó una discrepancia entre la obligación federal y su aplicación provincial.

Pero además, no satisfecha con incumplir la Constitución nacional, se acentuó la centralización política. A nivel legislativo, se mantuvo la Ley Orgánica de las Municipalidades, que regla las atribuciones de cada departamento de gobierno determinando hasta el modo en que debe llevar adelante sus contrataciones; se implementó un sistema informático único y obligatorio para llevar las cuentas municipales, y se dictó el Estatuto para el Personal de las Municipalidades, que fulminó la autonomía de la que habían gozado los municipios para darse sus propios regímenes de empleo público.

Estas reglamentaciones pormenorizadas, dictadas centralizadamente, no consideran las particularidades de los municipios, igualando a los que no alcanzan los 10.000 habitantes con los que superan el millón. Esto ocasiona que, por la vía de la interpretación, el Tribunal de Cuentas se la pase perdonando incumplimientos a su propio reglamento de contabilidad.

Si bien la Corte Suprema de Justicia de la Nación detalló en 1989 las características que hacen de los municipios entidades autónomas (y no autárquicas), a la Suprema Corte provincial le llevó casi veinte años dictar una sentencia similar: el Municipio de San Isidro entabló una demanda por la inconstitucionalidad del estatuto para el personal municipal en 1996 y obtuvo una sentencia parcialmente favorable, que declara inconstitucionales algunas parcelas de la ley… dieciocho años después. Coincidentemente, en 2014 se sancionó la Ley de Empleo Público para las municipalidades, que derogó la que había sido recientemente declarada como inconstitucional, aunque no asegura la plena autonomía municipal.

La pandemia, que generó la declaración de emergencia sanitaria en todos los niveles de gobierno, agudizó aún más la centralización decisoria y el dictado de resoluciones reglamentaristas. Así, funcionarios designados por distintas autoridades políticas dictan resoluciones administrativas de alcance general a las que equiparan con leyes, llegando a restringir derechos constitucionales a través de una disposición administrativa.

El artículo 19º de la Constitución nacional, que establece que ningún habitante de la nación será obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella no prohíbe, ha sido reemplazado por su espejo: los ciudadanos están autorizados a hacer sólo lo que la ley permite, y lo que no se autorice expresamente se encuentra prohibido. Reemplácese ley por disposición administrativa, resolución reglamentaria o acto administrativo emitido por cualquier oscuro departamento de gobierno, y bienvenidos a Burocratistán.

En este marco, el municipio de Tandil dictó un decreto estableciendo una clasificación municipal de estadios sanitarios que se apartaba del sistema de fases impuesto por decreto provincial y sucesivas resoluciones. Para hacerlo, invocó la autonomía municipal garantizada por la Constitución nacional, la emergencia extraordinaria y la necesidad de adecuar políticas provinciales uniformes a la realidad del municipio. Esto hizo que el jefe de gabinete del gobierno provincial, Carlos Bianco, denunciara el incumplimiento “de un decreto de orden público”. Aprendimos entonces que los decretos ocupan un escalón superior en la pirámide normativa a las constituciones, las leyes y los tratados.

Esta digresión sobre jerarquías normativas atraviesa la cuestión autonómica: los intendentes no son delegados del gobierno provincial sino funcionarios a cargo de uno de los departamentos que componen el gobierno municipal. Pero ha sido tal la violación de las potestades municipales desde la reforma de la constitución provincial que los gobiernos provinciales han asumido roles de gestión municipal ajenos a su competencia. La realidad de cada distrito es demasiado heterogénea como para ser regulada desde La Plata. ¿Es posible seguir ignorando la autonomía y desconociendo a los municipios sin consecuencias? La revolución autonomista está madurando, y lo que no se adapta se rompe.

¿Qué hacer con el gigante?

Volvamos al tamaño. Sucesivos gobiernos nacionales y provinciales intentaron neutralizar la hipertrofia bonaerense con medidas compensatorias. Una de ellas es la sub-representación electoral; otra, la descentralización o regionalización.

La sub-representación (Buenos Aires envía al congreso nacional 30 diputados menos de los que le corresponden de acuerdo al último censo) carece de eficacia: desde que se eliminó el Colegio Electoral en la reforma constitucional de 1994 y se instauró el voto directo, la Provincia desequilibra al país por su peso demográfico y electoral, no por su contingente legislativo. Los proyectos de descentralización tampoco funcionaron, en parte porque creaban más burocracia y no menos, en parte porque no involucraron a los actores relevantes. Si la autonomía municipal no se respeta, ¿qué descentralización será posible? Todas las propuestas partían de un supuesto: la unidad de Buenos Aires. Es tiempo de cuestionarlo.

La propuesta es dividir Buenos Aires. Para concretarla no hace falta reformar la Constitución. Si se partiera en dos, la frontera podría ubicarse entre el Conurbano y el interior. Así, la “provincia metropolitana” contaría con unos 11 millones de habitantes, mientras que la “provincia rural” albergaría unos 5 millones. Para disminuir el gigantismo del Conurbano, éste también podría subdividirse.

La homogeneidad de las nuevas provincias justificaría la instalación de legislaturas unicamerales, ya que no existirían desequilibrios demográficos o territoriales que compensar. Unidades más pequeñas facilitarían la descentralización hacia los municipios, que asumirían mayores atribuciones de recaudación y gestión. Por último, los partidos políticos se beneficiarían ante la posibilidad de regenerar sus vínculos con la sociedad a partir de un proyecto colectivo: la construcción de una nueva comunidad política.

Como la división afectaría de manera diferente a distintos grupos, será necesario compensar a los perdedores con poder de bloqueo. Los dos grupos más perjudicados son los aparatos de los partidos tradicionales y los sectores ineficientes de la administración pública. Pero es posible encontrar aliados en ambos sectores.

Dentro de cada partido existen dirigentes que se beneficiarían con la división. En primer lugar, los intendentes. Éstos sienten que el aparato los utiliza para juntar votos pero los desconsidera a la hora de armar listas o fijar políticas. A su vez, hay dirigentes intermedios que verían sus carreras desbloqueadas si pudieran competir en distritos de dimensiones razonables.

Probablemente se manifiesten contra la división individuos sinceramente convencidos de que la integridad provincial merece ser defendida. Este “nacionalismo bonaerense” será explotado por quienes lucran con el statu quo. Los promotores de la división deben distinguir entre creyentes y oportunistas. A los primeros es preciso persuadirlos; a los segundos, compensarlos.

El gobierno nacional resultaría beneficiado por la división, porque eliminaría la espada bonaerense de Damocles. El rediseño del federalismo fiscal y otras reformas se verían facilitados sin una provincia que amedrente a sus pares.

Pero los más beneficiados serán los ciudadanos: los bonaerenses, porque recuperarán la capacidad de controlar a sus gobernantes; los demás argentinos, porque sus provincias ya no serán de segundo orden. Sin apoyo popular no habrá división, y sin división no habrá solución. Es por abajo.

Este artículo integra la sección Debates

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* Respectivamente: Abogada, especialista en derecho administrativo municipal. / Politólogo, Universidad de Lisboa. Autor de Adelante Radicales, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2019.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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