Dos goles
Todo Dios merece su exégesis, su explicación, su teología. Hay cuatro minutos entre el gol que Diego Maradona les hizo a los ingleses con la mano en la Copa del Mundo México 86 y el que les hizo desparramándolos por el césped del Estadio Azteca. La mano de Dios fue en el minuto 51. El Barrilete Cósmico, en el 55. Le alcanzaron cuatro minutos, a Diego, para pecar y redimirse; cuatro minutos para dejar unido, con un trazo indeleblemente argentino, el trayecto que va de la trampa a la redención.
La trampa
¿Qué goce nos produce aquel primer gol de Diego en aquella tarde de junio de 1986? Veamos.
Para escribir Honrarás a tu padre, Gay Talese viajó a Castelmare del golfo, Sicilia. Quería comprender las validaciones más íntimas del crimen organizado y las mafias italianas que asolaron Manhattan en el final de los años sesenta. Sospechó, y sospechó bien, que las respuestas que necesitaba no las iba a encontrar en Nueva York, el destino, sino en el sur de Italia, el origen. Ya en Castelmare, asistió a una revelación: el 80 por ciento de los varones adultos del pueblo estaba preso. Perdón: orgullosamente preso. Es que, a lo largo de la historia de Sicilia, que se remonta a dos mil años atrás, la isla había sido gobernada por griegos, romanos, musulmanes, godos, normandos… y cada nuevo conquistador imponía su ley, que indefectiblemente solía favorecerlo frente a las clases conquistadas. Por eso, para el nativo, enfrentar la ley era lo correcto: era la forma de enfrentar al conquistador. Desde esta perspectiva, ser un criminal equivalía a ser un héroe.
Podemos decir, entonces, que para las generaciones de argentinos que han sido social y culturalmente modificadas por la guerra de Malvinas y el Atlántico Sur, ese gol de Diego con la mano es, más que nada, una restauración, un hecho justo, la vuelta compensatoria que implica robarle al ladrón. Bien, pero esto ya se ha dicho. Podemos ir por más.
En 1930, Borges escribió “Un misterio parcial”, una columnita bastante poco revisitada que está dentro de Evaristo Carriego, su primer gran libro de ensayos. Allí Borges inspecciona un asunto, algo del orden de nuestra condición nacional inmanente. Dice Jorge Luis: “El argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hegel ‘El Estado es la realidad de la idea moral’ le parecen bromas siniestras.”
Es decir, al sujeto argentino le cuesta relacionarse con abstracciones, solo cree en lo que palpa. Imposible palpar al Estado, por ejemplo. Imposible palpar una ley.
Se pregunta Borges por qué, siendo que tenemos un pasado militar copioso, y que ese pasado, hecho de heroicas guerras de independencia, se enseña en las escuelas, el argentino decide en cambio identificarse con las vastas figuras del gaucho y del compadre, que básicamente son dos desertores.
Se pregunta por qué Hollywood, en su cuerpo de filmografías, nos propone como un héroe al hombre que se hace amigo del criminal para entregarlo a la policía y promover así el bien común, cuando aquí ese hombre será siempre un incomprensible canalla. Un buche.
Se pregunta, finalmente, por el sentido de esa desesperada noche de la literatura argentina en la que un sargento de caballería salta la frontera de la ley –esa abstracción– para ponerse a pelear contra sus propios soldados junto al criminal Martín Fierro.
Si las literaturas revelan el carácter de las naciones que las escriben, hay que decir que nos gusta Cruz, su gestualidad de la épica en favor del individuo concreto antes que del intangible cuerpo social. Después nos joderemos si nos va como nos va, pero Cruz nos gusta, me inquieta decir que irremediablemente.
En la felicidad patria del timo de esa mano y de ese gol viaja una condición argentina. No lo dice Borges así que vamos a decirlo nosotros acá: Diego no es Fierro, Diego es Cruz.
La redención
Si el primer gol es un crimen, el segundo es su paga. Si el primer gol es ilegal, el segundo está sobre legalizado. Si el primer gol es un descenso al infierno de las acciones contrahechas, el segundo es un ascenso al Absoluto Perfecto.
El segundo gol de Diego Maradona no es sólo otro gol es, tan acaso, el reverso exacto del primero, su factura contrapuesta, su instancia redentora. Que haya sido elegido el gol del siglo, el mejor gol en la historia de los mundiales y otras jinetas que entrega la industria, no le hace: es el gol que el gol anterior estaba necesitando. El barrilete cósmico venía en realidad levantando vuelo desde el fondo vergonzante de la trampa para alcanzar el éxtasis lumínico y quedar frente a la serenidad de su propio genio. Todo en el mismo partido, y hasta en el mismo arco.
Entonces, vayamos por la afirmación temeraria: los dos goles de Diego Maradona a los ingleses son, en rigor, el mismo gol, anverso y reverso tal vez no de una identidad, sería mucho decir, pero sí de un estilo, que finalmente no es más que un modo de hacer las cosas. El mismo gol hecho dos veces, arribando hasta él por caminos que no sólo son diferentes, además son opuestos: caminos que se niegan, un gol reconvirtiendo al otro, un gol desandando al otro.
A los 51 del segundo tiempo hubo un crimen, a los 55 ese crimen encontró su recobro. Y el gol de Gary Lineker en el minuto 80 no hace más que volver necesarios –imprescindibles– ambos momentos.
Dos goles que son dos galaxias, dos amaneceres, y el amor que nos despiertan, Diego, que se ve tan grande.
Todo Dios merece su exégesis, su explicación, su teología. Y a Diego Maradona no le hubiéramos asignado la deificación que finalmente le asignamos, todo ese grabado santo de la canonización, sin esas dos conquistas, sin los panes y los peces de esos dos goles. Que haya triunfado el relato que le asigna una procedencia cósmica, extraterrena, a la vez cruzada con la semántica del pobrerío y el barrilete, es un signo del cuerpo Celeste que Maradona ha compuesto para su pueblo, que es el pueblo del fútbol, pero también el de la Nación.
Ahora, frente a la muerte del autor de esta Divina Comedia, frente al término de su vida, nos quedará verlos para siempre, una y otra vez, en ese nomenclador audiovisual de la vida y sus circunstancias que es Youtube, o bien sus derivadas. Y pensar, mientras miramos en loop, que tal vez, al final de cuenta, todo este compuesto de goles y alegorías no sea más que una larga sarasa del consuelo. Y que aquellas escrituras del estadio Azteca se hayan tratado simplemente de un partido de fútbol, con once tipos de un lado, otros once del otro, un par de goles, uno mal cobrado, un equipo que gana, otro que pierde, un montón de gente que se amarga, otro montón que celebra en las calles. Y ya.
Habría que ver si de verdad creemos que los goles son el sustrato de algo más que de un número en un tanteador, si los goles dicen cosas de los pueblos que los gritan, si el fútbol y sus metáforas pueden realmente descubrir un país, descifrarlo, a partir de dos instancias que terminan con una pelota en la red.
Por las dudas, igual, aunque se trate solo de dos tantos en un partido, Gracias Diego. Vamos a vivir, de alguna forma, los años que nos quedan, dentro de esas dos palabras.
* Cronista, escritor y docente.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur