El año en que odiamos a los ricos
El 2020 que acaba de terminar fue un año ingrato, salvo tal vez por el extraño placer que procura el odio. No le faltaron razones a la sociedad argentina para detestar a sus clases altas: la temporada arrancó con un chancho arrojado desde un helicóptero a la pileta de un empresario en Punta del Este. Poco después, un grupo de rugbiers asesinó a golpes a un joven en Villa Gesell. Fue el primer aporte a la indignación nacional hacia un deporte tradicionalmente asociado con las elites: la tibia despedida a Maradona de Los Pumas y la difusión de una serie de tuits donde humillaban a su personal doméstico y a los pobres completaron el cuadro. Menos dramáticas pero igual de prepotentes resultaron las imágenes de argentinos adinerados paseándose por el mundo. Mientras ellos vacacionaban, las medidas sanitarias obligaban al resto de sus conciudadanos a cerrar comercios y fábricas o a no despedir a sus parientes fallecidos. También las familias patricias como la Etchevehere hicieron su contribución, desgarradas por la herencia y ávidas por afirmar su guerra en una grieta que movilizó a miembros del gobierno y la oposición. La furia hasta adquirió una dimensión de género cuando Jorge Neuss mató a su esposa antes de suicidarse en uno de los countries más exclusivos del gran Buenos Aires.
Si el odio a los ricos es tan viejo como la apropiación del excedente, el placer que genera se exacerba en momentos de ruina generalizada: “ellos”, los “oligarcas”, los “nuevos ricos”, la “alta sociedad”, “los grandes empresarios”, los “amigos del poder”, la “elite”, ganando siempre, riéndose de nosotros. Los diarios críticos, las redes sociales, incluso los programas de chimentos se llenaron de denuncias contra esos círculos indolentes que seguían de fiesta mientras el mundo se desmoronaba.
En este marco, el Aporte Solidario y Extraordinario a las Grandes Fortunas surgió como una iniciativa loable. Así lo piensa el gobierno (o una parte de él) que, después de meses de suspenso y otros meses más de demora para discutirlo en el Congreso, terminando el año y en tiempo récord, logró que la iniciativa se volviera ley.
El proyecto sembró grandes ilusiones: se compensarían los gastos extraordinarios, se distribuirían equitativamente las pérdidas, se mejoraría el sueldo de los estatales, se aleccionaría a los insensibles. Los costos, además, parecían mínimos, y comprometían solo a una minoría. Según el proyecto, el aporte alcanzaría al 0,8% de los contribuyentes y a apenas al 0,03% de la población, alrededor de 10.000 personas que poseían un patrimonio superior a los 200 millones de pesos a fines de 2019. Según los cálculos oficiales, se recaudaría el 1,1% del PBI, equivalente al pago de tres rondas del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE).
El odio simplifica
El odio hacia un grupo social solo funciona cuando construye una diferencia absoluta con el “otro”, cuando le reserva todos los vicios y define, en oposición, un “nosotros” armonioso y unido en la virtud. Para lograr semejante proeza, la mayoría de las veces, el odio simplifica.
La primera simplificación sobre los ricos argentinos es que son todos iguales y siempre los mismos. Pero si algo ha singularizado a nuestra sociedad no es el cierre y la reproducción ineluctable de sus clases altas. Se superponen en ellas distintas capas geológicas: hay descendientes de las elites virreinales que se hicieron fuertes en la explotación de la tierra. Hay bisnietos de europeos que llegaron al país sin patrimonio a fines del siglo XIX y se enriquecieron con la pujanza de las ciudades. Hay nietos de otros inmigrantes que alcanzaron estudios universitarios en la primera mitad del siglo XX, con la reputación y el ingreso que procuraban por entonces los títulos profesionales. Hay sucesores de empresarios que amasaron fortunas en la posguerra bajo el amparo estatal. Hay hijos de especuladores que ganaron con la reforma financiera y la plata dulce de la dictadura. Desde 1983, hay empresarios exitosos, profesionales prósperos, CEO de compañías extranjeras, cortesanos y funcionarios enriquecidos a costa de las arcas públicas. Hay viejos y nuevos ricos, indolentes y workahólicos, liberales y kirchneristas, grandes empleadores o gestores de fortunas sin territorio, rugbiers y maradonianos. Si la movilidad se fue haciendo más difícil para los sectores medios y populares, la educación pública, las crisis económicas, los booms productivos y tecnológicos o la cercanía con el poder abrieron oleadas de prosperidad que a muchos los llevaron muy lejos. La Argentina es una sociedad relativamente porosa e inestable, de ascensos rápidos y descensos estrepitosos. Si lo que preocupa es la desigualdad social y el empobrecimiento, debería importar menos el supuesto ser genéticamente maligno de los ricos que cómo distribuir mejor la riqueza.
La segunda simplificación es creer que las clases altas siempre se benefician. Es cierto que en el mundo se concentran cada vez más las fortunas, pero muchas veces, como en China, eso coincide con el crecimiento de sus países. En Argentina, hace años que los ricos no ganan tanto como en el primer lustro de los noventa o de los dos mil. Desde entonces, los patriarcas argentinos no son ni particularmente numerosos ni especialmente acaudalados. Nuestro país es uno de los que menos ha crecido en América Latina, pero sigue siendo uno de los más igualitarios. Tomando los datos de Forbes, Chile cuenta con más ricos que nosotros y el patrimonio de los 4 brasileños más acaudalados equipara la riqueza de los 50 argentinos de mayor fortuna. No es para tenerles lástima, sí para construir diagnósticos certeros. En otras palabras, los ricos argentinos no están del todo inmunizados frente a las crisis del país. Hay, claro, salvedades, como Marcos Galperín. Si el tema es cómo distribuir la riqueza, la cuestión es menos plantear un juego estático de suma cero donde para darle a los pobres alcanza con sacarle a los ricos, que construir un orden capaz de sostener el crecimiento y conciliar la creación de riqueza con su distribución.
La tercera simplificación es creer que castigar a los ricos argentinos es castigar al capital. El gran drama de la globalización es que las inversiones se mueven en un tablero cada vez más planetario. La financierización implica una creciente disociación de los fondos líquidos de los procesos productivos anclados territorialmente. El capital logró emanciparse de los conflictos que antes habilitaban una distribución más igualitaria del excedente. En la cumbre de la riqueza argentina, los pocos que mejoraron sus posiciones en los últimos años no son los que más explotaron a la mano de obra local o depredaron su naturaleza. Son los que no apostaron al país. Así lo muestra el ranking de Forbes, los cálculos del grupo de Thomas Piketty y las declaraciones tributarias. La cuenta es sencilla: el patrimonio en el extranjero permaneció relativamente constante, mientras se licuaron, con el peso, todos los activos ubicados en el país. Si lo que importa es construir un esquema distributivo más igualitario, el diagnóstico de partida podría ser que la Argentina no define las reglas del capitalismo global y que no solo no está logrando traccionar inversiones externas, sino que ni siquiera logra retener el capital de sus residentes.
El odio no reflexiona
Más allá del diagnóstico de la crisis, es razonable que se repartan las pérdidas y que los aventajados aporten más en un momento difícil. También es comprensible que el Aporte de las Grandes Fortunas genere réditos políticos. La pregunta es si resulta o no una herramienta idónea para revertir o atenuar la distribución regresiva de la riqueza.
Por lo pronto, las esperanzas que muchos depositaron en la reforma resultan desmedidas. Aunque cumpla con lo que propone la letra de la ley, esta iniciativa no va a resolver las desigualdades habitacionales, sanitarias, laborales o educativas. Esto requiere un fortalecimiento de las instituciones públicas y una regulación de distintos mercados que no está ni podría estar contenido en la norma. La ley tampoco va a resolver las dificultades que atraviesan las cuentas públicas ni la licuación de muchos salarios. Con suerte, el aporte recaudará un 1% del PBI en 2021, después de un año en el que el déficit primario alcanzaría el 7%. Resolver la cuestión fiscal no requiere un aporte extraordinario sino una reforma tributaria profunda y duradera, arraigada en compromisos y controles que garanticen su cumplimiento.
Que la iniciativa está a la moda es innegable. Desde hace años se discuten en Europa y Estados Unidos impuestos a la riqueza, en un mundo donde escasea el trabajo y la lucha sindical ya no alcanza para repartir el ingreso. ¡Hasta el FMI apoya estas iniciativas! La cuestión es si importar estas propuestas no puede replicar los peligros de un colonialismo cultural poco atento a las particularidades locales. Por un lado, nuestras esperanzas llevaron a que nos interesemos más en las promesas que en las objeciones. Muchos países centrales temen que estas iniciativas, de efectos recaudatorios modestos, desalienten las inversiones. Por otro lado, la rivalidad por atraer capitales recrudece en la periferia. Al menos en la Argentina, la competencia tributaria está lejos de ser un fantasma sin consecuencias. Que seamos el primer país en adoptar este tipo de medidas no es necesariamente una buena noticia.
Expertos y legisladores plantearon dudas. Entre las consideraciones críticas, se destacan tres argumentos: la viabilidad jurídica, los efectos colaterales y el destino de los fondos. Primero, como la ley vulneraría ciertos principios constitucionales, se augura una avalancha de juicios que la demorarían o la dejarían sin efecto. Segundo, en tanto no diferencia activos y grava por igual maquinarias y joyas, concentrándose en el stock de riqueza y no en su flujo, algunos atribuyen a la norma un carácter confiscatorio y alegan que existe el riesgo de que los empresarios desinviertan. Habría otros efectos indeseables. Si el gobierno sale a cazar siempre en el mismo zoológico al mismo tiempo que encadena moratorias y amnistías tributarias, el incumplimiento no tendría consecuencias y seguiría premiando a quienes evaden o sub-declaran. Por último, como la ley se anuncia después de la aprobación del presupuesto, no solo se le reprocha que destine el 25% de los fondos a financiar actividades extractivas (lo que justificó el voto negativo de la izquierda), sino que se vaticina que ya no podrá destinarse a medidas de asistencia, llamadas a desaparecer.
Si no puedes vencerlos, al menos ódialos
Como acaba de demostrar la campaña por la legalización del aborto y la aprobación de la ley, nuestro país tiene una vitalidad militante y una capacidad para denunciar desigualdades singular en América Latina. Que, en un momento crítico, muchos argentinos se preocupen por atenuar el padecimiento de los más vulnerables y por evitar que se siga ensanchando la distancia social es un tesoro. Una energía pública que, por su fuerza, merece ser conducida con cuidado e inteligencia.
Mientras la izquierda y la derecha se unieron en calificar al proyecto oficial de Aporte a las Grandes Fortunas de “bomba de humo” y “engaño”, la militancia oficialista apostó a la mística. El tema es si esa mística se acompaña o no de una estrategia. Hubo un tiempo en que quienes denunciaban las desigualdades se burlaban de los ricos, pero a la vez tenían un programa para enfrentar su poder. Más que un plan, tenían dos: uno más ambicioso, cristalizado en los socialismos reales, y otro reformista, liderado por el amplio espectro de las izquierdas y las socialdemocracias.
En la medida en que la indignación frente a los ricos se asienta hoy en una crítica imprecisa, arde en su propia pira sin consecuencias superadoras. Es lógico que los tecnicismos no despierten pasión. Las manifestaciones coloridas y las chicanas políticas son mucho más divertidas. El tema es si son eficaces o si nos condenan a distribuir las migajas de un pan cada vez más pequeño. Cuando la denuncia contra las desigualdades solo alimenta el resentimiento, tiene más probabilidades de terminar en agresiones que en la construcción de una sociedad más justa e igualitaria.
Agradezco sus comentarios a Laura Anghileri, Alicia Barone, Juan Manuel Heredia, Pablo Nemiña, Lorena Poblete,Yamila Sahakian, Rodolfo Sánchez, Pamela Sosa y Maria Carolina Zapiola.
* Socióloga, investigadora del CONICET y directora de la maestría en Sociología Económica del IDAES-UNSAM.
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