El Arte de Perder
¿Cómo procesa el fracaso un partido de “ganadores” y nacido para ganar? Al macrismo, se sabe, le cuesta el género de la tragedia y hasta la obra magna de Jaime Durán Barba –verdadero manifiesto conceptual de los últimos cuatro años de poder argentino– se titula El Arte de Ganar. Hasta ahora, y hasta hace tan sólo dos años, cuando Cambiemos triunfó en todo el país derrotando incluso a Cristina Fernández, el camino del PRO primero, y de Cambiemos después, solo había sido ascendente; de un menos a un más con intensidades variables pero con rumbo definido. En términos electorales, desde su arribo al poder en la Ciudad de Buenos Aires en aquel lejano 2007 el macrismo nunca había perdido ninguna elección. En parte, claro está, por un ejercicio concienzudo de la selección de las batallas: el PRO faltó a la cita nacional del 2011, por ejemplo.
Esta solidez electoral, basada en una explotación sistemática de la alteridad con la figura de Cristina, y en el cálculo de las reglas implícitas del sistema de tres elecciones argentino –PASO, general, ballottage– fue en parte lo que motivó el reflejo condicionado de gran parte del círculo rojo de creer en la invencibilidad de la maquinaria comunicacional peñista, incluso a pesar de los resultados catastróficos de su gestión de gobierno. Pero el feroz “7 a 1” de las elecciones primarias constituyó el primer baño frío de realidad. Todo había cambiado con la unidad del peronismo y la designación de Alberto Fernández, un dato que el universo cambiemista se niega hasta el día de hoy a procesar: el duelo por la “centralidad de Cristina” es mucho más duro en Cambiemos que en el mismo Instituto Patria. Una centralidad que es probable que la ahora nueva oposición se empeñe sistemáticamente en resucitar. Nace una nueva ciencia hermenéutica en Argentina: la interpretación microscópica de la gestualidad de las “disputas” entre albertistas y cristinistas. Así, las posiciones de diputados y gobernadores en el escenario del día de la victoria o un guiño de ojos de más o de menos empiezan a sustituir al análisis político como vector de comprensión de la realidad. Esto es así porque más que una hipótesis analítica, la ruptura de la unidad del peronismo es un imperativo de acción política: no es tanto que es como que se la desea.
Transmutación de la derrota
En cualquier caso, las PASO otorgaron un tiempo estratégico al gobierno, y lo que en un principio pareció ser su sepultura definitiva –el tiempo a transcurrir entre una elección y otra– le permitió en definitiva construir su propia gestión de la derrota, después de la primera semana catastrófica del dólar y del “Presidente que le habló a su pueblo sin dormir”. Más que dar vuelta el partido –las metáforas deportivas son interminables siempre en el universo Mauricio–, de lo que se trató fue de construirle un sentido a ese fracaso. Revestirlo de algún costado épico, transmutarlo en un relato de valores, una secuela más del “no nos dejaron”, ya a esta altura un clásico de la tradición política argentina no peronista. El macrismo, que nació mofándose del relato y escribiendo odas al asfalto, terminó siendo el “gobierno de narrativas” más importante de la historia democrática argentina: sin resultados económicos ni institucionales, el suyo pretende ser una suerte de alfonsinismo sin Juicio a las Juntas.
En realidad, en términos operativos, Macri sí entregó antes el poder, menos por una decisión deliberada suya –o de Alberto–, que por una decisión de todos los actores económicos y sociales de Argentina, que en malón definieron que el poder ya había cambiado de dueño. Mauricio se vio obligado a hacer el duelo de una pareja rota todavía estando casado, y usó sus últimos cartuchos en preservar su propio rol personal en el escenario político argentino. En definitiva, el achicamiento de la distancia electoral del 27 de octubre remite a esto: Alberto sufrió el “desgaste” de un poder que todavía no ejercía, mientras que al presidente “pato rengo”, herido de muerte en las PASO, sólo le quedaba sobrevivir. La lucha de Macri era a vida o muerte porque ya no se trataba sólo del gobierno, sino de la preservación de un “legado” y de su propio rol en el futuro de la nueva oposición. Escriturar su propio “pedazo” del electorado. En la era de las biopics, Mauricio se puso la remera: “Lo personal es político”.
El Tea Party llegó para quedarse
Sobre el final de la última gestión de Cristina Fernández un sector amplio de la militancia kirchnerista –sobre todo porteña– se autoconvocó en el Parque Centenario, en un ejercicio simultáneo de catarsis y reafirmación identitaria. En su ocaso, el cristinismo se replegaba aun más sobre lo conocido, y la elección del lugar era instintivamente natural: ese parque había sido el epicentro de las “asambleas barriales” en el 2002, la localización geográfica de una identidad. Si uno tuviese que “georreferenciar” el progresismo porteño, seguramente quedaría ahí. Fue la era de “Resistiendo con Aguante”, el único plan político post derrota: la resistencia infinita. Metafóricamente, el progresismo parecía volver a su etapa previa al poder, deconstruyendo la vocación de mayorías que le había dado, de golpe, el kirchnerismo en 2003. Un Ejército Zapatista barrial. Para Cristina esa etapa significó el principio del ciclo político de conformación de Unidad Ciudadana, que terminaría con la derrota de 2017 y que coincidiría, no casualmente, con el apogeo político-electoral del macrismo. El Peronexit cristinista implicaba la visualización de un destino separado del resto del peronismo, una opción política organizada en torno a un liderazgo claro e icónico y un alto piso de votos.
El acto de Barrancas de Belgrano de Macri –y en general la campaña del “Sí, se puede”– parece replicar de manera notablemente simétrica esta perspectiva. El calco de una hoja de ruta hecha con menos espontaneidad y más cálculo. El macrismo tiene muchas veces ese sabor a cristinismo ensayado y deliberado, enlatado. Tiene sentido: Durán Barba es un público admirador de ese liderazgo, al que considera mucho más “siglo XXI” que el del más “clásico” Néstor Kirchner. Si el destino de la política es la “identity politics”, gana el que galvaniza más a la suya. Por eso, hay algo sistémico en ese modelo político de la Grieta basado en minorías intensas, polarización e identidad que hace que se construya esa mecánica tan parecida.
En caída libre, y sin la impronta de gestión transformadora de los doce años del kirchnerismo, el macrismo puro tuvo que subir la apuesta: ser más “identitario” aun, con el aditamento de que su identidad es mucho más sociológicamente marcada y sesgada. “Somos África”, rezaba un mantra twittero de fines del 2015, y el PRO mauricista parece haber elegido para sí mismo una identidad “Afrikaaner”: entre nativo y extranjero, imaginándose a sí mismo como habitante de una ciudadela blanca rodeada de un mar negro, siempre al borde de la extinción. “Somos los decentes, los que no transan, los productivos, los que trabajan”. Un gueto voluntario y defensivo, étnico casi, visible de manera caricatural en los proyectos de “separación de la Argentina del Centro” (el mapa de la camiseta de Boca electoral que circuló después del último domingo) y en la exaltación macrista de la isla política y socioeconómica del modelo “cordobesista”. Una estrategia a tono con la secesión de las élites experimentada aquí y a nivel mundial: la Cataluña argentina.
Esta visión tuvo una traducción política: “A mi derecha la pared”. La dupla Macri y Pichetto se dedicó a competir entre sí a ver quién instalaba el tema más derechista: “memoria completa”, inmigrantes, bombardeo a las villas miseria, Venezuela. La idea explícita era secar el árbol de ese vergel de derechas ideológicas que brotó en sintonía con el fracaso gubernamental del PRO: la de Gómez Centurión, nacida de la bronca del pueblo celeste contra las ambigüedades de Macri durante las jornadas de la Revolución verde; y la de José Luis Espert, crítica del gradualismo y del poco espesor ideológico liberal del duranbarbismo. Esta estrategia se complementó con el álbum de fotos con Jair Bolsonaro –ese sector del PRO parece sostener que si Bolsonaro en Argentina no existió, habría que inventarlo– y el flirteo abierto con el evangelismo político. ¿La muerte del macrismo hipster y metropolitano? Al conocerse los números de ese domingo, el resultado fue un éxito completo: Macri logró devorar a sus vecinos del ala derecha del debate. ¿Estrategia electoral o domicilio permanente del nuevo mauricismo opositor? Algo del aspecto sociológico del Tea Party de Barrancas de Belgrano indicaría que mucho de este espíritu llegó para quedarse.
Pero también esta visión tuvo una traducción electoral: contener al 100% del tradicional voto antiperonista. Para eso Macri no dudó en acudir a un Manual de antiperonismo escrito en 1955, y éste fue tal vez el único aspecto en el que la unidad del peronismo sí le fue beneficiosa, al sintetizar en los actos lo que Marcos Peña sostiene desde 2015: son todos iguales. El miedo al aluvión y la hegemonía peronistas –cristalizado en el resultado de las PASO– fue su principal baza para con el electorado radical, que desertó en masa a Roberto Lavagna para “contener” la inundación y lo acompañó en muchas provincias de la zona núcleo de Argentina. En clave electoral, esta estrategia también fue un éxito, y podría decirse que ese 40% de los votos se construyó de manera defensiva –y tal vez excepcional– en la suma de todos esos sectores, por otro lado bastante disímiles. La obsesión radical por reconstruir el bipartidismo, prácticamente su único objetivo estratégico después de la caída de De la Rúa, asume eufórica la perennidad de una convivencia que tal vez sea mucho más compleja. La pregunta interesada sobre la ruptura Alberto-Cristina oculta otra: ¿Hasta cuándo podrán convivir los Pichettos y los Lousteaus en el seno de una misma coalición? El poder estatal ordena y el despoder atomiza.
Horacio, el Galo
La noche del 27 de octubre prohijó también otro hecho político de extrema relevancia para el arco político ahora opositor: la firma de la emancipación del larretismo como actor político autónomo, en un triunfo contundente e inapelable que, esta vez, tiene un solo padre. Se produjo entre Macri y Larreta una inversión de roles: si en 2015 fue el dedazo del Jefe de Gobierno el que consagró la candidatura de su Jefe de Gabinete, esta vez el colapso del “proyecto nacional” funcionó como un yunque en el pie de Larreta. Esta “independencia” electoral, por otro lado, termina de cristalizar las notorias diferencias en las maneras de entender y concebir la acumulación política, diferencias que tal vez en el fondo sean menos metodológicas que “filosóficas”. Podría decirse que la palabra clave del diccionario político de Larreta es “integración”: detesta que los actores políticos estén fuera del sistema –de su sistema– del cual el Gobierno de la Ciudad y él mismo son el sol en torno al cual todos orbitan. Pasó hacia adentro de Cambiemos –donde el Jefe de Gobierno extendió su coalición al límite de lo imposible, sumando a ex archirrival Martín Lousteau– y hacia afuera, en el marco de acuerdos de todo tipo que éste sostiene en la Legislatura porteña y con el ahora relevante a nivel nacional Partido Justicialista de la Ciudad.
En este sentido, podría decirse que es el reverso exacto a la polarización purista de Marcos Peña. Rodríguez Larreta practicó desde que llegó al poder un monzoismo silencioso y eficaz, ingeniería política que fue clave en la obtención del “55 de Horacio”. Pero las diferencias no se agotan ahí, también abarcan las políticas públicas. El caso testigo ejemplar de este fenómeno es la política de urbanización de villas en la Ciudad de Buenos Aires, iniciada por la gestión Larreta y sin antecedentes reales en las administraciones de Mauricio Macri. Una inversión extraordinaria –sin precedentes en la historia de la Ciudad, incluso bajo administraciones progresistas– con una mecánica de participación social y democrática francamente inusual, alabada por todo el arco de medios progres que sabe de ella. Esta política es paradigmática del debate que se viene sobre “el alma” de Juntos por el Cambio: luego de las PASO, ésta fue duramente criticada por un sector importante del ecosistema “cambiemista” , expresado en editoriales de Clarín, La Nación, indirectamente Miguel Pichetto. La idea –que rozaba el argumento del estilo “asados en el parquet” de la década de los 40– era que resultaba inútil políticamente invertir en los barrios populares, dado que de cualquier manera sus vecinos seguían “votando peronista”. Una política alabada por ajenos y criticada por propios.
¿Qué hará el Jefe de Gobierno con el capital acumulado? La tentación de “cordobesearse” puede ser alta: convertirse en la Aldea de Asterix de un proyecto estrellado a nivel nacional. Alambrar lo propio y jugar a ser, exclusivamente, un gobernador más: eso le evitaría la confrontación –tal vez inevitable, y que es hoy el elefante en el living del universo macrista– con su ex jefe Mauricio Macri. Pero, a la vez, delimitaría claramente su proyección a futuro, convirtiendo a su gestión en una suerte de “Museo Larreta”, un muestrario de figuras, ya sepias, del PRO nacional. Una carrera con fecha de vencimiento en 2023. ¿Será la figura de Vidal, hoy huérfana de contención nacional, la punta de lanza de Larreta para salir de la fortaleza que supo construirse en la General Paz? No será sencillo para Larreta: los casos de De la Rúa y Macri mostraron al país que ser un competente Lord Major de la Ciudad no implica, por decir poco, llevar a cabo después una presidencia exitosa. Un problema político clásico: a las fortalezas es difícil entrarles, pero más difícil aún es salir de ellas.
Republicanos
Mauricio Macri le ofreció al “pueblo macrista”, nacido durante la crisis del campo en 2008, y presente activamente en marchas y cacerolazos, algo que no tenía: un horizonte de poder. Hoy, en cambio, y tras el fracaso de su gobierno, solo puede ofrecerle mantener algo: una identidad. Una vez más en analogía con el proceso peronista, podría sostenerse que éstos son en definitiva proyectos antagónicos. La galvanización de “la base”, que funcionó como estrategia defensiva, puede constituir a la vez el límite férreo de su propio retorno al poder. La “centralidad de Macri” puede ser un activo estratégico para el peronismo en términos electorales, así como el de Horacio Rodríguez Larreta puede ser mucho más útil en términos funcionales.
Hoy, ante la crisis, esta discusión parece –y es, en buena medida– lejana. Sin embargo, el camino político que recorra a partir de hoy la “Argentina del 40%” es relevante para todo el país: como señala Jorge Asís, se puede ganar una elección contra la Argentina blanca, pero no gobernar contra ella. En su reciente libro, Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt escriben lo que podría ser una historia de la radicalización política del Partido Republicano en Estados Unidos, un proceso que se realizó a la sombra de la fe en los focus group y en el peso de la identidad política y religiosa, y que terminó fatalmente después con Donald Trump en el poder. Los sueños del duranbarbismo engendran monstruos.
Edición especial
Argentina, fracturada y rebelde
Luego de cuatro años de crisis provocada por el macrismo, ¿qué sociedad le espera al gobierno de Alberto Fernández?
Escriben: José Natanson, Ariel Wilkis, Sol Montero, Pablo Touzon, Pedro Saborido, Estefanía Pozzo, Gabriel Túñez, Tali Goldman, Carlos Greco, María Florencia Alcaraz, Mariana Álvarez Broz, Eleonor Faur, Juan José Becerra, Luciana Garbarino y Nicolás Viotti.
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* Politólogo. Editor de Panamá Revista. Coautor de La Grieta Desnuda, Capital intelectual, 2019.
UNSAM / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur