EXPLORADOR N° 1: ESTADOS UNIDOS

El militarismo estadounidense

Por William Pfaff*
El secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, anunció el 6 de enero de 2011 que la “oscura situación financiera de la nación” repercutirá sobre los efectivos y el equipamiento del ejército. No obstante, con 553 mil millones de dólares previstos para 2012, el presupuesto militar seguirá aumentando, lo que lleva implícito el paralelo incremento de las tensiones internacionales. 
© Richard Baker/In Pictures/Corbis/Latinstock

El principio que consiste en desplegar bases militares por todo el planeta se topa con objeciones a la vez políticas y prácticas. Este sistema incrementa la hostilidad de numerosas poblaciones hacia Estados Unidos, alimenta guerras inútiles y perdidas de antemano en Afganistán e Irak, y podría, en un futuro cercano, facilitar otras incursiones estadounidenses en Pakistán, Yemen, el Cuerno de África y el Magreb. Osama Ben Laden justificó los atentados del 11 de Septiembre en nombre de la “blasfemia” que constituye a los ojos de algunos musulmanes la presencia de bases estadounidenses en el territorio sagrado de Arabia Saudita. Claramente, estas bases agravan la inseguridad en vez de hacer que disminuya.

Una imagen poderosa

Desde luego, el despliegue actual de las fuerzas estadounidenses no es fruto de la inconsciencia, pero tampoco es el resultado de un esquema estratégico pensado con detenimiento. La responsabilidad incumbe primero a una burocracia mal controlada. A fines de la Segunda Guerra Mundial, la opinión pública estadounidense exigía la rápida repatriación de los contingentes establecidos en el extranjero y el desmantelamiento de un ejército cuyo número de efectivos correspondía a un período de guerra. Este proceso se vio interrumpido por las incipientes tensiones de lo que se convertiría en la Guerra Fría.

Poco más de una década más tarde, la intervención en Vietnam se tradujo en la expansión de las bases militares en el Sudeste Asiático, pero, tras su fracaso, las tropas estadounidenses abandonaron esa parte del mundo para concentrarse en lo que consideraban entonces su misión principal: garantizar la seguridad de Europa ante una eventual invasión soviética. Una nueva doctrina militar se planteó entonces: una Blitzkrieg basada en medios militares aplastantes, objetivos precisos y una rápida retirada que supuestamente aseguraría el apoyo popular que faltó en Vietnam. El ejército estadounidense se opuso a la idea de un despliegue en la ex Yugoslavia hasta que la incapacidad de Europa para reaccionar ante las atrocidades cometidas en Bosnia y Kosovo lo obligara a ponerse a la cabeza de una intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Tal como lo muestra Dana Priest en su libro The Mission (1), la multiplicación de bases estadounidenses en el extranjero que comenzó en esa época se desarrolló prácticamente a espaldas de la prensa y la población. Refleja la creciente influencia ejercida sobre la Casa Blanca por un ejército con un presupuesto colosal, en detrimento de la diplomacia y la CIA, menos favorecidas y desprovistas de ideas para hacer frente a las crisis internacionales. Los militares presentan la ventaja de ofrecer soluciones simples y rápidas, cuya implementación no requiere de largos conciliábulos. Transmiten por añadidura la imagen –útil, tanto en el interior como en el exterior– de un Estados Unidos poderoso y bien plantado en su liderazgo.

El sistema inaugurado por el ejército estadounidense de comandos regionales diseminados a través del mundo, dotados cada uno de un comandante, una organización autónoma y medios operativos considerables permitió a las Fuerzas Armadas desempeñar un papel cada vez más influyente en la dirección de la política exterior estadounidense. La influencia de estos comandantes en jefe regionales (“CinCs”), que disponen de medios considerables y tratan directamente con las autoridades políticas y militares de los países agrupados en su zona de comando, superó rápidamente a la de los embajadores.

Con la llegada al poder de George W. Bush, el nuevo secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, quiso restablecer el “control civil de los militares” y poner en vereda a la burocracia del Pentágono, que consideraba demasiado pesada e ineficaz. La invasión estadounidense a Afganistán en 2001 le daría la ocasión de concretar la idea que se hacía de las guerras del futuro: envío de unidades especiales sobreequipadas con alta tecnología, ataques aéreos y búsqueda de apoyos locales, encarnados en este caso por la Alianza del Norte, dirigida –hasta su muerte– por el comandante Ahmed Shah Masud.

Bajo la batuta del secretario de Defensa, los militares ganarían mayor poder. Inspirada en la doctrina “conmoción y espanto”, la operación militar de 2003 en Irak permitió al Pentágono tener bajo su control la administración del país, lo que trajo como consecuencia –imprevista en esa época– precipitarla al caos. Hubo que esperar hasta marzo de 2010 para que la estrategia de contrainsurgencia del general David Petraeus, sumada a la distribución de subsidios a las tribus “aliadas” –en su mayoría sunnitas– condujera a la celebración de elecciones legislativas. Sin embargo, los iraquíes no recuperaron la estabilidad, lejos de ello. El programa del general Petraeus se aplica actualmente en Afganistán, con el moderado éxito que se conoce.

Postulados erróneos

La multiplicación de bases en el extranjero apunta a defender los intereses de Estados Unidos en el mundo y facilitar sus futuras intervenciones militares. Refleja la ideología de la “promoción de la democracia” que domina la política exterior estadounidense desde las presidencias de Woodrow Wilson [de 1913 a 1921]. Este sistema resultó en los hechos una poderosa incitación a que las tropas norteamericanas combatieran lejos de sus fronteras.

En 1993, Samuel Huntington llamaba la atención afirmando en la revista Foreign Affairs que la “próxima guerra mundial” tendría la forma no de un enfrentamiento entre Estados sino de un “choque de civilizaciones” (2). Para demostrar su teoría, se valió del escenario de una guerra entre Occidente y los países musulmanes por el control del mundo. Conjeturaba además que China –la “civilización de Confucio”– se pondría del lado del bloque árabe-musulmán.

La profecía resultó falsa, tan falsa como la teoría enarbolada en 2001 por Bush según la cual el islamismo se explicaría por el odio de los musulmanes a las libertades occidentales. De hecho, el crecimiento del fundamentalismo musulmán proviene de una crisis interna del Islam. El objetivo de los islamistas consiste en purificar las prácticas religiosas de los musulmanes y rechazar la influencia de Occidente, no en invadirlo.

El surgimiento de Al Qaeda se explica por varios factores convergentes: el potente retorno del fundamentalismo religioso, el fracaso de los países árabes en reemplazar el Imperio Otomano –cuya caída fue provocada por la Primera Guerra Mundial– por una nación árabe unida, la división colonial de Medio Oriente entre Francia y Gran Bretaña, y finalmente la partición de Palestina y la creación de Israel.

La política estadounidense después de la Segunda Guerra Mundial consistió en sellar alianzas con Arabia Saudita y el Sha de Irán. En Washington, pocos eran los que dudaban de que el Islam era una práctica anticuada tendiente a desaparecer para ceder progresivamente el lugar a la modernidad occidental. Esta visión se basaba en el postulado erróneo según el cual todas las civilizaciones evolucionan necesariamente hacia un mismo destino y que Estados Unidos y sus aliados disponen al respecto de una confortable ventaja. La ciencia, la tecnología, la cultura y los sistemas políticos ¿acaso no tomaron ese camino radiante? Pero significa olvidar que Roma impuso su hegemonía en detrimento de Atenas, que a su vez fue precedida por las civilizaciones egipcia, mesopotámica y persa. Fue la Biblia la que inventó la noción de historia en tanto proceso rectilíneo que conduce a un fin redentor, que le da sentido a todo lo precedente. Y fue con este telón de fondo que prosperó el milenarismo de la Ilustración, incluso en sus versiones modernas y totalitarias, el marxismo-leninismo y el nacionalsocialismo. La utopía que impregna la política exterior estadounidense abreva en las mismas fuentes, sobre todo desde las presidencias de Woodrow Wilson: constituye la herencia secular de la visión de los Padres Peregrinos de la colonia de la Bahía de Massachusetts, del Nuevo Mundo como materialización de un territorio bañado por la gracia de un dios todopoderoso. Una visión aún arraigada en la cultura política estadounidense.

Para el historiador Andrew Bacevich, el nuevo militarismo estadounidense no es más que una derivación de su milenarismo político: la idea de que las buenas intenciones y los ideales democráticos de Washington terminarían siendo evidentes para el mundo entero.

Al iniciarse la guerra de Vietnam, señala Bacevich, los estadounidenses “estaban persuadidos de que su seguridad y su salvación se ganarían con las armas” (3). Convencidos de que “el mundo en el cual vivían era más peligroso que nunca y que era necesario pues redoblar los esfuerzos”. El escenario de una extensión del poder militar en varias partes del globo se convertía en consecuencia en “una práctica estándar, una condición normal que no parecía admitir ninguna alternativa plausible”.

¿Nuevo rumbo?

Estados Unidos presenta hoy las características de una sociedad militarista, donde la demanda de seguridad interna y externa se impone sobre cualquier otra consideración, y cuyo imaginario político está obsesionado por hipotéticas amenazas. Con un optimismo incongruente, Washington asegura que Irak se encuentra en el camino de la democracia. La administración Obama parece tentada también a retirar las tropas estadounidenses de Afganistán, una opción sin embargo rechazada por el Pentágono, que está construyendo allí un complejo militar “duradero” destinado a servir de centro de comando estratégico para toda la región. Ahora bien, los talibanes descartan toda negociación de paz mientras las fuerzas aliadas no hayan abandonado el país. Barack Obama deberá pues tomar una decisión difícil. Si se decide en favor de la retirada, la opción que plantea un informe sobre la estrategia estadounidense en Afganistán publicado en diciembre de 2010, corre el riesgo de ganarse la ira de la oposición republicana pero también, probablemente, del Pentágono (que vería en esa retirada una derrota humillante). El sistema de las bases militares constituye de hecho un obstáculo fundamental para cualquier solución en la región.

Estados Unidos, que actualmente dispone de una potencia de fuego superior a la de todos sus rivales y aliados juntos, no siempre veneró la fuerza militar. La Declaración de Derechos (Bill of Rights), incorporada en 1787 a la Constitución, establece en su Segunda Enmienda que “es necesaria para la seguridad de un Estado libre una milicia bien organizada”. Pero la existencia de un ejército federal sólo se menciona en la sección 8 del artículo 1 de la Constitución. La cláusula que se refiere a ello otorga facultades al Congreso “para reclutar y mantener ejércitos; bajo reserva de que ninguna asignación de fondos para este fin podrá extenderse por más de dos años”. El artículo 2 de la Constitución, dedicado al Poder Ejecutivo, precisa simplemente que “el Presidente será Comandante en Jefe del Ejército y de la Marina de Estados Unidos, y de la Milicia de los distintos Estados cuando ésta sea llamada al servicio activo de Estados Unidos”. 

Hasta mediados del siglo XX, la opinión pública estadounidense se mantuvo hostil al ejército. Al desatarse la Segunda Guerra Mundial, las tropas de Estados Unidos sólo contaban con 175.000 hombres. La rápida desmovilización iniciada en 1945 sólo se suspendió debido a la Guerra Fría, y el principio de un ejército de conscripción recién fue abandonado después de la intervención en Vietnam. Así, hasta la década de 1970, el ejército de Estados Unidos era un ejército “ciudadano”, cuyo cuerpo de oficiales provenía de la reserva o de la conscripción.

Al reemplazarlo por un ejército profesional, el poder político se adjudicó un instrumento de poder sobre el cual la población ya no tiene incidencia. Al mismo tiempo, la influencia del complejo militar-industrial creció considerablemente. La industria de la defensa y la seguridad constituye actualmente el sector más importante de la economía manufacturera estadounidense. Sus intereses son tan colosales que se imponen tanto al Congreso como al Gobierno. Hace dos siglos y medio, Mirabeau escribía a propósito del país por entonces más poderoso de Europa: “Prusia no es un Estado que posee un ejército, es un ejército que conquistó una nación”. Esta sentencia podría muy bien aplicarse al Estados Unidos de hoy.

Entre el inicio de la Guerra Fría y la actual guerra en Afganistán, a Estados Unidos no le faltaron ocasiones para hacer tronar los cañones: guerra de Corea, guerra de Vietnam, invasión a Camboya, operaciones militares en El Líbano, Granada, Panamá, República Dominicana, El Salvador (indirectamente), Somalia (primero, bajo el mandato de la ONU, luego a través de Etiopía), dos invasiones a Irak y una a Afganistán. A excepción de la primera guerra del Golfo Pérsico, ninguna de estas expediciones merece el título de victoria.

Dentro de sus propias fronteras, Estados Unidos sigue siendo invulnerable a cualquier ataque convencional. No podría decirse lo mismo de sus tropas desplegadas por los cuatro puntos cardinales. La seguridad del país estaría sin duda mejor garantizada si su política exterior diera finalmente una vuelta de página a cincuenta años de intervencionismo, si negociara la retirada de Afganistán e Irak sin dejar allí bases militares y dejara de inmiscuirse agresivamente en los asuntos ajenos.  

1. The Mission, Norton, Nueva York, 2004.

2. “The Clash of Civilizations?”, Foreign Affairs, Tampa, verano boreal de 1993.

3. The New American Militarism, Oxford, Nueva York, 2005.

 


EXPLORADOR N° 1: Estados Unidos

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* Colaborador de The New York Review of Books y autor de The Irony of Manifest Destiny. The Tragedy of America’s Foreign Policy, Walker Books, Nueva York, 2010.

Traducción: Gustavo Recalde

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