REVIEW #25

El movimiento #MeToo en China

Por Lavender Au*
Cuando la República Popular China afirma haber logrado la igualdad de género, el modo de tratar una acusación de acoso sexual de alto nivel es un asunto delicado. Tras la denuncia de la joven Zhou Xiaoxuan contra un famoso presentador televisivo se desató un aluvión de testimonios por violencia sexual que generó una fuerte reacción pública opositora.
Angel No. 3 (fragmento), Cui Xiuwen (2006)

El pasado mes de noviembre, un tribunal por fin le notificó a Zhou Xiaoxuan, más conocida como Xianzi, que su caso sería examinado. Se trataba de una demanda civil iniciada en 2018 en contra del presentador de televisión Zhu Jun, a quien Xianzi acusaba de haberla acosado sexualmente. Sin embargo, cuando el juicio finalmente comenzó el 2 de diciembre, Zhu no se presentó. Xianzi había solicitado formalmente ante el tribunal que Zhu compareciera; su solicitud fue desatendida.

El caso de Xianzi llevaba esperando más de dos años para llegar al juzgado. En China, este proceso normalmente requiere alrededor de seis meses, a lo sumo un año, si el caso es complejo. Cuando, a principios de este año, Xianzi preguntó al tribunal por qué no había comenzado el juicio, se le informó que “las condiciones no estaban dadas”. Juicios como los de Xianzi no son frecuentes en China, donde es más probable que la demanda provenga del acosador que de la persona acosada. El acoso sexual suele disputarse en el contexto de reclamos de indemnización por calumnias.

Zhu Jun, un exconductor de la cadena de televisión nacional CCTV, ratifica esa tendencia. Aunque los últimos años ha sabido cultivar un perfil bajo, no siempre fue el caso. Durante veintiún años consecutivos, 700 millones de personas por año lo vieron vestido de terciopelo o lentejuelas, con un moño o una corbata de bolo al cuello, conduciendo la gala de Año Nuevo, el evento televisado más importante del país.

Su biografía oficial lo erige como un ciudadano modelo: al igual que su padre, aprendió a tocar el clarinete y tocó en la banda marcial del Ejército Popular de Liberación (donde llegó a desfilar ante el veterano líder Deng Xiaoping). También participó en funciones de xiangsheng, una variedad de diálogo humorístico, para entretener a las tropas estacionadas en el noroeste del país. Antes del despegue de su carrera televisiva, en sus épocas de penurias económicas, cosía él mismo la ropa que no podía costear para su mujer. Con el tiempo fue escalando los peldaños de la emisora nacional hasta granjearse el afectuoso apodo de “Gran Hermano de la CCTV” (apelativo que, en China, no arrastra ninguna connotación siniestra).

En julio de 2018, dos meses antes de presentar su demanda, Xianzi expuso con lujo de detalles sus acusaciones contra Zhu en una publicación que se hizo viral en las redes sociales. Zhu respondió con una demanda por delitos contra el honor y perjuicio emocional por la suma de 650 mil yuanes (el equivalente a 100 mil dólares estadounidenses). En el preciso instante en que se enteró de la demanda de Zhu, Xianzi se encontraba frente al Juzgado Popular de Haidian, situado en el noroeste de Beijing. Mientras ella se había estado preparando para demandarlo, comprendió entonces, él había estado haciendo lo mismo.

Zhu no solo demandó a Xianzi sino también a una mujer llamada Xu Chao, quien por entonces trabajaba para Greenpeace. Xu Chao había compartido la publicación original de Xianzi con sus alegaciones de acoso sexual en la popular red social Weibo, y fue entonces que el nivel de exposición pública de las acusaciones se catapultó. Xu y Xianzi no se conocían previamente, aunque tuvieron la oportunidad de hacerlo desde que Zhu las demandó a ambas. Cuando le pregunté a Xu por qué Zhu la demandó a ella de entre los cientos de personas que compartieron el testimonio de Xianzi en las redes, me dijo que a su parecer se trataba de una combinación de dos cosas: en primer lugar, su propia publicación fue compartida más de 100 mil veces antes de que la censuraran; en segundo lugar, Xu no tiene una imagen pública que le sirva de escudo, a diferencia de figuras como Luo Changping, el editor de una revista que se hizo famosa por sus declaraciones públicas en contra de la corrupción. “Soy intrascendente”, dijo Xu.

Desde que Xianzi diera a conocer su acusación contra Zhu, otras víctimas se han puesto en contacto con ella, al igual que muchos otros que creen en su testimonio. En 2014, Xianzi, por entonces una estudiante de veintiún años, se había incorporado como pasante al programa de televisión Vida artística conducido y producido por Zhu, quien, según ella, ejercía un “poder absoluto” sobre el equipo de producción. De artístico el programa tenía poco y nada: se trataba, en esencia, de un vulgar talk show en el que la seguidilla de preguntas de Zhu tenían por finalidad provocar el llanto de las celebridades invitadas; un crítico despectivo comparó sus efectos con los del gas lacrimógeno.

Según Xianzi, como parte de su pasantía debía entrevistar a una figura eminente. Un compañero de trabajo le propuso que lo acompañara a ver a Zhu (como pasante, Xianzi no solía interactuar directamente con el entonces conductor). El compañero de trabajo pronto se retiró, y Zhu pidió ver la cámara que Xianzi llevaba colgada al cuello. Jugueteó un poco con el artefacto y sacó una foto de los dos. Ella recuerda que Zhu le preguntó si tenía ambiciones de permanecer en CCTV. Le respondió que su intención era cursar una maestría en la Academia Cinematográfica de Beijing, ya que le interesaba más incursionar en el mundo del cine que en el de la televisión. Zhu mencionó que conocía al decano.

A continuación ofreció mostrarle las nuevas instalaciones de la CCTV e invitarla a comer en uno de los restaurantes de la zona, pero ella rechazó el ofrecimiento. Zhu le dijo que la encontraba parecida a su mujer. La tomó de la mano y le dijo que podía leerle las palmas. En ese momento comenzó a manosearla y besarla a la fuerza. Un productor y un asistente del programa entraron brevemente a la habitación y Xianzi, avergonzada, bajó la cabeza para que no la vieran. Sabía que no harían nada por ella: si hablaban, Zhu no tendría inconvenientes en bloquear su avance profesional. Dos miembros del auditorio golpearon a la puerta para pedirle una firma a Zhu, pero Xianzi estaba petrificada por la conmoción. No fue sino hasta que el invitado del programa entró en la habitación con sus propios empleados –personas totalmente desvinculadas de Zhu– que Xianzi se sintió capaz de aprovechar la oportunidad e irse. Zhu niega el testimonio.

En la actualidad, más de seis años después del episodio, Xianzi tiene más de 330 mil seguidores en las redes sociales y trabaja como guionista. Si pierde el juicio, deberá regresar a los tribunales y enfrentar al hombre a quien acusa de haberla acosado sexualmente para defenderse del reclamo por daños y perjuicios.

Si bien el acoso sexual es ilegal en China desde hace mucho tiempo, antes de la implementación de un nuevo código civil este año, las definiciones legales de esa clase de conducta eran poco claras; lo mismo se aplicaba a las consecuencias para los acosadores y los lugares de trabajo. Aunque en 2018 se desató un aluvión de testimonios sobre violencia sexual, desde entonces, al igual que en otros países, hubo una reacción pública opositora por parte de muchos hombres (y de algunas mujeres) que aseguran que en China ya se instauró la igualdad de género. Si se le suma la desacreditación de #MeToo como un producto de importación occidental (lo mismo que el “feminismo”), la reacción puede adquirir además un tinte nacionalista.

Son muy pocos los casos de acoso sexual que logran comparecer ante la justicia china, y menos aun los que resultan en favor de la persona acosada. En uno de ellos, celebrado en 2019 en Chengdu, en la provincia de Sichuan, todo lo que hizo el tribunal fue ordenarle al acosador que se disculpara con la víctima. Pero la agresiva estrategia judicial de Zhu podría ser un indicio de lo mucho que hay en juego en estos dos casos. Si Xianzi gana el suyo, se trataría del primer juicio del movimiento #MeToo en contra de una persona estrechamente vinculada al aparato estatal chino. Por lo demás, el fallo es de inmensa importancia personal para Xianzi: de ser favorable, automáticamente el tribunal desestimaría la demanda por difamación de Zhu.

Por otra parte, el caso también puede señalarles a otras víctimas del acoso sexual si existe justicia para ellas y a qué podrían tener que enfrentarse en caso de reclamarla. Tras enterarse de que Xianzi había estado en el hospital, el equipo legal de Zhu la acusó de delirante. Para refutarlo, Xianzi se sometió a un examen psicológico en el Sexto Hospital de la Universidad de Pekín. “En el proceso pierdes toda tu privacidad, toda tu dignidad”, me dijo. Hasta el día de hoy sigue compartiendo sus experiencias en las redes sociales, documentando públicamente cada una de sus interacciones con el sistema judicial. Con total deliberación, Xianzi está poniendo a prueba dicho sistema para averiguar si en última instancia ratificará el compromiso formal de China con la igualdad de género.

La audiencia de diciembre se celebró en privado. Xianzi había solicitado formalmente que las transcripciones se hicieran públicas, pero el tribunal denegó su pedido sin explicación. A excepción de Xianzi, solo se encontraban presentes los abogados, algunos alguaciles y tres jueces; salvo por varios otros empleados judiciales, todas las demás bancas estaban vacías. Sus padres comparecieron brevemente para prestar declaración. Xianzi dispone de un total de ocho testigos, pero los tribunales chinos tienden a confiar más en los documentos que en las personas.

La audiencia de aquel día fue una experiencia solitaria para Xianzi. Sus amigos la habían aprovisionado de chocolates antes de ingresar al edificio, pero tuvo que dejarlos en el control de seguridad. No se sirvió comida dentro del juzgado, y Xianzi no probó bocado durante las diez horas que duró la audiencia. En las pausas para ir al tocador atravesaba un largo pasillo y a través de las ventanas divisaba las luces de la vereda de enfrente. Sabía que había gente en la calle, pero estaban lejos y no distinguía sus rostros.

En rigor, más de cien admiradores suyos esperaban afuera. Los que no habían podido asistir enviaban viandas de pollo frito, té de burbujas y bolsas de agua caliente. Había estudiantes de las universidades de Beijing y empleados de las tiendas del barrio. Algunos de los presentes eran amigos suyos, pero muchos eran desconocidos. Como Xianzi se había expresado a favor de los derechos de la comunidad LGBTQ en Weibo, empleados de varias ONG relacionadas también habían acudido en solidaridad. Incluso había representantes de otras partes del país. Uno de ellos, un hombre mayor oriundo de la provincia de Hebei, se había contactado con Xianzi en 2018 después de que su hija le confiara que, cuando era muy pequeña, un vecino la había agredido sexualmente.

Hasta había dos o tres personas de Wuhan, la ciudad natal de Xianzi, quienes se dirigieron a ella en su dialecto regional cuando salió del edificio ya entrada la noche. A sus seguidores, Xianzi les confió que las cosas no habían salido del todo bien en la audiencia. Les dijo que había solicitado que se levantara la sesión, que Zhu Jun compareciera en la audiencia siguiente, que los jueces que presidían se retiraran de la causa y que un grupo de “asesores populares”, miembros del público convocados como jurado, examinaran el caso junto con un nuevo panel de jueces. También les dijo que volvería a solicitar que los expedientes se hicieran públicos.

Al defender su caso, Xianzi ha confrontado toda clase de dificultades. El día posterior al incidente, en 2014, lo denunció en la policía. El primero en asumir el caso fue un agente “joven y amable”, según la descripción de Xianzi, que la llevó en auto a su residencia. Sin embargo, cuando volvió a presentarse en la comisaría, el caso se había transferido a dos oficiales de rango superior. La sermonearon sobre la influencia positiva de Zhu en la sociedad y la exhortaron a no arruinar la buena impresión que el público tenía del conductor. También le informaron que habían enviado a algunos oficiales a Wuhan a hablar con sus padres, funcionarios públicos cuya situación la instaron a contemplar.

A unos mil kilómetros de allí, en Wuhan, los padres de Xianzi firmaron una declaración comprometiéndose a no comentar el caso y las acusaciones con su hija. La llamaron, tristes y asustados, y le pidieron que no volviera a acudir a la policía ni a salir sola.

El proceso de llevar adelante la demanda ha sido desmoralizante y agotador para Xianzi. Para nuestra primera entrevista acordamos hablar a las nueve de la noche, pero se quedó dormida y no atendió mis llamadas. Cuando hablamos al día siguiente, aún sonaba cansada. La responsabilidad que carga sobre sus hombros la agobia; teme que, si pierde, la confianza de la gente en el movimiento #MeToo también se perderá.

Por otra parte, la mayor preocupación de Xu, la mujer que compartió la publicación de Xianzi hace dos años, es la de ser culpada por un acto que no cometió. Si bien no se define como feminista, se interesa por la justicia social y suele hacer publicaciones en las redes sociales sobre temas en consonancia con sus valores. Sin embargo, dados sus antecedentes laborales en una ONG, muchas personas (entre las que se cuentan tanto admiradores como detractores de Xianzi) la han hecho responsable de coordinar la vigilia en la puerta de los tribunales.

Tras desvincularse de Greenpeace en septiembre, Xu se mudó al Reino Unido para estudiar salud pública. La mañana siguiente a la audiencia del mes pasado, al revisar su teléfono se encontró con una serie de mensajes en la aplicación Telegram provenientes de defensores de Xianzi. Comentaban una serie de tácticas para implementar en la siguiente audiencia, como congregarse temprano para bloquear la calle antes de que la policía hiciera lo mismo. Entre tanto, en Weibo circulaban comentarios en los que se la acusaba de ser una espía extranjera con el cometido de importar conceptos occidentales a China. Intenta concentrarse en sus estudios, pero las críticas y los trols la han llevado a buscar contención psicológica.

Xu me dijo que le cuesta trazar la línea entre un reclamo legítimo de justicia y cuestiones políticas delicadas que conviene dejar pasar por sus probabilidades de suscitar medidas sancionadoras del gobierno. El año pasado, la policía arrestó a dos conocidos de Xu: en abril retuvieron a Chen Mei, quien había divulgado en GitHub artículos censurados sobre la pandemia; y en diciembre, a Du Bin, periodista y excorresponsal independiente para el New York Times que estaba investigando la historia del Partido Comunista. Si algún día incursiona en terrenos pantanosos y la arrestan, dice Xu, quiere que sea por elección propia.

Xu celebra la atención que el acoso sexual y la igualdad de género en su sentido más amplio han recibido gracias al caso de Xianzi, pero no es una lucha que esté dispuesta a pelear. “No tengo el arrojo para defender públicamente a todas las víctimas de China”, dijo. “No puedo soportar esa presión”.

Xu recuerda que, en julio de 2018, veía dos o tres publicaciones por día relacionadas con #MeToo en las redes sociales. Se trataba de publicaciones sobre violencia sexual en el ámbito de la educación, la cultura, el arte y –para su gran irritación– en su propia esfera de las ONG: testimonios de hombres que se aprovechaban de la bondad de las voluntarias para agredirlas y acosarlas sexualmente. Varios de esos hombres eran personas que Xu conocía y solía respetar; hasta había cenado con algunos de ellos. Comenzó a analizar cada publicación que veía.

Cuando vio la publicación de Xianzi en WeChat, decidió compartirla en Weibo porque pensó que era probable que la justicia fallara a su favor. Poco después, el propietario de la vivienda que alquilaba la presionó para que eliminara la publicación o se marchara. Según dijo, un allegado en el cuartel policial de la zona le había recomendado que le diera el ultimátum; además, la empresa para la que trabajaba dependía del Estado, y temía por su situación laboral. Confiando en que su mejor defensa consistiría en sacar todo a la luz, Xu expuso la conducta del propietario en las redes sociales y añadió que buscaba un nuevo propietario que no trabajara para una empresa estatal. Finalmente el propietario, preocupado por amenazas de divulgación de sus datos personales, desistió de sus demandas y Xu pudo conservar su vivienda.

Como su publicación del testimonio de Xianzi se había viralizado, Xu sabía que Zhu podría iniciar una demanda en su contra, y no se sorprendió al recibir la notificación judicial correspondiente en septiembre de 2018. Xu se vio obligada a cubrir sus propios gastos legales; entre otras cosas, debió tomar capturas de pantalla de sus cuentas en las redes sociales y certificarlas ante un escribano para poder utilizarlas como pruebas, lo que le costó 5000 yenes (760 dólares estadounidenses), una suma prácticamente equivalente al dinero que hoy en día necesita para mantenerse descontando el alquiler. El resultado fue una carpeta de pruebas “gruesa como un libro”. Su argumento de defensa en contra de Zhu consiste en que no deberían exigirle a ella, una ciudadana común, los mismos estándares de verificación de datos a los que está sujeto un periodista profesional.

Incluso antes del caso de Xianzi, en años recientes Xu se había acostumbrado a sentirse observada. Los servicios de seguridad nacional la habían estado vigilando, según presume, a causa de su trabajo para una ONG internacional. Estaba perfectamente al tanto de la vigilancia porque, de vez en cuando, algún funcionario de los servicios de seguridad la invitaba a cenar y ella no osaba rechazar la invitación. Durante la comida, los funcionarios ocasionalmente sondeaban sus opiniones políticas: le preguntaban qué pensaba de la situación en Hong Kong, o cómo veía la relación entre China y Estados Unidos.

“Trataba de concentrarme en la comida”, me dijo. Después de la cena, por lo general los agentes le pedían que los agregase como “amigos” en su cuenta de WeChat. Hasta la fecha, esos nuevos “amigos” no le han mencionado el caso de Xianzi, pero sí le han pedido que elimine publicaciones con contenido políticamente delicado. Con todo, hubo un funcionario que también se ofreció a ayudarla cuando publicó en las redes en nombre de una persona allegada que quería importar barbijos a China desde Francia durante las primeras semanas de la pandemia por coronavirus.

Si bien en esa ocasión recibió ayuda, Xu no ignora que su situación es muy distinta de la de esos agentes: “Yo formo parte de la sociedad civil, y ellos vigilan a la sociedad civil”. El año pasado suspendieron su antigua cuenta en Weibo, y desde entonces utiliza una cuenta nueva con otro nombre de usuario. La cuenta de Xianzi en Weibo sigue activa, pero durante un período de casi dos meses, poco después de que publicara sobre el incidente en julio de 2018, ningún usuario podía compartir sus publicaciones.

Tanto Xianzi como Zhu tienen prohibido manifestarse abiertamente sobre el juicio. En teoría, esta medida las protege del escrutinio público y les concede privacidad y confidencialidad a los jueces. Sin embargo, algunas semanas después de la primera audiencia, Zhang Yang, “un periodista con ideales” (tal es su nombre de usuario en Weibo) y 5 millones de seguidores, publicó su propio relato de los hechos, junto con una entrevista a Zhu.

Lo que hace Zhang –canalizar el debate público sobre temas controvertidos hacia asuntos triviales– se asemeja más a las tácticas de comunicación en situaciones de crisis que al periodismo. Su estrategia mediática en las redes consiste en pronunciarse sobre los temas candentes del momento bajo la apariencia de un observador imparcial, minimizando cualquier motivo de indignación y hasta dirigiendo ataques personales contra el acusador.

En el caso de Xianzi, Zhang adoptó el mismo enfoque seudobjetivo para presentar sus conclusiones como el producto de una investigación científica de lo sucedido seis años antes en aquel vestidor, en la que no faltó un registro fotográfico de la escena. Según Zhang, fue Xianzi (y no Zhu) la que sacó la foto de los dos: una admiradora obnubilada que buscaba acercarse a una estrella. Reportó además que no menos de diez personas habían ingresado al vestuario mientras Xianzi estuvo allí con Zhu, y que ninguna había visto que él la tocara.

Cuando Zhang publicó su investigación, Zhu aseguró en su cuenta de Weibo no tener conocimiento de que lo estuvieran entrevistando. Creía estar respondiendo las preguntas de un amigo, no de Zhang. Aun así, aseveró la veracidad del informe.

No quedan dudas de que Zhu pretendía reparar su imagen. Los presentadores de la CCTV deben gozar de una reputación impoluta, ya que se los considera representantes de la nación, y Zhu no ha conducido las últimas tres galas de Año Nuevo. Al parecer, su ardid fue efectivo: en poco tiempo el informe de Zhang estuvo entre los más buscados en Weibo. Ninguna publicación que no haya sido aprobada por el gobierno permanece mucho tiempo a la cabeza de esa lista.

Xianzi publicó una réplica en línea calificando al artículo de Zhang de “distorsión maliciosa”. Poco después, una oleada de hombres mayores de la elite salió en defensa de Zhu y compartió en las redes su versión de los hechos. Algunos intentaban mantener una apariencia neutral, mientras que otros lo apoyaban abiertamente. Entre ellos se contaban Wang Gaofei, CEO de Weibo, quien quebrantó su acostumbrada pátina de imparcialidad al compartir en las redes el informe de Zhang; Qiu Xinyu, exdirector creativo de Ogilvy en China; y Meng Chi, un comentarista de corte nacionalista. Cada uno de ellos cuenta con millones de seguidores que dejaron miles de comentarios ratificando el derecho de Zhu a no comparecer en el juicio y secundando la decisión del tribunal de no obligarlo a presentarse.

La declaración más recurrente que vi en los comentarios de Weibo es: “confío en la ley”. Es decir, lo que el tribunal decida se convertirá en la versión oficial de la verdad. No obstante, en rigor, los autores de esos comentarios se apuraron en defender a Zhu antes de que se pronunciara ningún fallo judicial, tan pronto como Zhu se autoproclamó como la verdadera víctima. Si Xianzi pierde su caso, serán los mismos que la calificarán de mentirosa o puta.

Decidí entrevistar a Lü Pin, una veterana activista feminista que conoce bien con qué rapidez pueden desdibujarse los límites entre lo que se considera políticamente aceptable y lo que no. La plataforma virtual Voces Feministas fundada por ella llegó a amasar un cuarto de millón de seguidores. En 2015, la policía detuvo a varios de sus colaboradores (en aquel momento, Lü se encontraba en Nueva York, donde reside desde entonces). Algunos años más tarde, en 2018, la plataforma fue el blanco de una campaña difamatoria virtual en la que se la acusaba de tener conexiones con el crimen organizado y de recibir el financiamiento del gobierno de Arabia Saudita. Ese mismo año la suspendieron. Muchas de las publicaciones de quienes osaban defenderla eran blanco de censura, mientras que las teorías conspirativas y las calumnias permanecían publicadas.

Le pregunté a Lü si piensa que Xianzi corre algún peligro físico. “Ser un organizador profesional es muy peligroso”, me dijo. Sin embargo, considera que la condición de víctima de Xianzi le brinda algún grado de protección. Lü describe #MeToo como un movimiento social y cultural, no como un movimiento político. Cuando le pregunté cómo definir el límite entre ambos, respondió: “Esa decisión no nos corresponde a nosotros, sino al Partido”.

Según Lü, la diferencia entre el movimiento #MeToo en China y en Estados Unidos radica en que, en el país asiático, las personas involucradas no son famosas ni gozan de un gran capital social. Si bien las celebridades chinas tienen hordas de seguidores, suelen ser cautelosas en sus declaraciones, ya que no solo se deben a sus fans, sino también a la nación y al Partido Comunista. Si se las acusa de falta de patriotismo, se disculpan públicamente ante la nación, afirmando que no serían nadie sin el Partido. Al igual que en el caso de Zhu, los nombres más notorios vinculados al movimiento #MeToo no son los de las acusadoras, sino los de los acusados.

En China, el movimiento #MeToo ha sido moldeado por una constante presión oficial y una constante supervisión del Estado. No se manifiesta mediante el repudio público ni las protestas colectivas, acciones obviamente peligrosas y contraproducentes, sino que asume formas particulares. Si bien los medios de comunicación tradicionales chinos han reportado otros casos de acoso sexual, no pueden cubrir el caso de Xianzi, ya que Zhu, de algún modo, forma parte de la imagen pública del Estado. En cambio, los comentarios sobre el caso circulan en las redes sociales, los blogs personales y otros canales no oficiales. En medios como esos el tema suele tratarse al pasar, mientras que después de la audiencia ante el tribunal, por citar un ejemplo, los censores no perdieron tiempo en purgar Weibo de comentarios (los debates posteriores al informe de Zhang –entre ellos, defensas de los seguidores de Xianzi– siguen publicados).

“El Gran Firewall Chino tiene un doble efecto”, dijo Lü, aludiendo a que la censura en línea dificulta el acceso a la información y su redistribución por parte de quienes se encuentran dentro de China, mientras que al mismo tiempo les impide comprender el movimiento a los que están fuera, dado que las publicaciones de los ciudadanos pueden desaparecer en cuestión de días u horas. Para burlar al censor, quienes publican en línea deben convertirse en sus propios censores. Lü ha eliminado cientos de miles de palabras que ella misma publicó en las redes. La táctica de decir y desdecir es una decisión pragmática para no llamar la atención más de la cuenta.

Muchas de las personas involucradas en el movimiento #MeToo de China no se autodefinen como feministas ni disidentes. Consideran que su cometido es presionar al sistema judicial para que esté a la altura de sus propios principios, dado que la igualdad de género está consagrada en la Constitución. La misma Xianzi ha actuado en consonancia con ese enfoque. En 2018 aseguró rechazar cualquier etiqueta, incluso la de “feminista”. Y más de un progresista chino se vio decepcionado por su respetuoso acatamiento de la línea roja relativa a Taiwán, cuando ratificó en las redes sociales su postura de que Taiwán es parte de China, al comparar los reclamos de independencia con la conducta de un hijo ingrato.

Xianzi recurrió a la policía y a los tribunales porque está convencida de que el sistema judicial debe impartir justicia. “Es una convicción importante, capaz de incitar cambios en el sistema judicial”, aseguró Lü, aunque pocos de mis entrevistados creen que Xianzi pueda ganar la batalla legal por sus propios medios. Así y todo, Xianzi ha usado su plataforma para crear una comunidad informal que se manifiesta en defensa de las víctimas de la violencia sexual más allá de su propio caso. Tan solo con documentar su experiencia ha sacudido los cimientos de quienes viven con la mentira de que, en China, la igualdad de género absoluta es un hecho consumado.

© 2021 The New York Review of Books

Traducción: Virginia Rech

Este artículo forma parte de la Review #25

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* Escritora londinense actualmente radicada en Beijing.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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