ARCHIVO BIPARTIDISMO

El nuevo milagro argentino

Por Julio Burdman*
Detrás de la disputa entre el gobierno nacional y el de la Ciudad de Buenos Aires por la presencialidad en las aulas porteñas, lo que asoma es la confrontación de las dos grandes coaliciones políticas del siglo XXI. A diferencia de una región cuya política se parte en mil pedazos, en Argentina se consolida el bipartidismo, pese a un contexto desolador propicio para el surgimiento de outsiders y radicalizados.
Macri y Fernández en la Basílica de Luján durante una misa «por la unidad y la paz», 8-12-19

A pesar de que problemas no faltan, la controversia sobre las aulas fue durante largos días el centro de la política argentina. Por las clases presenciales porteñas se enfrentaron dos modelos de gestión de la pandemia, dos jurisdicciones clave del federalismo argentino, sus dos respectivos gobernantes –Alberto y Horacio–, y las dos grandes coaliciones políticas de nuestro siglo XXI. El denominador común de la mini-crisis institucional, por supuesto, es el número dos. La política argentina está dividida en dos partes equivalentes, y sus debates son monopolizados por los dos grandes conglomerados electorales. Un orden bipolar que constituye un verdadero milagro, ya que estamos rodeados de países cuya política se parte en mil pedazos. El milagro del orden.

En toda Sudamérica el malestar pandémico, económico y social produce una fragmentación política sin precedentes. La comparación entre países es pertinente, porque las discusiones son las mismas en todos lados. La crisis del coronavirus opacó las particularidades locales y globalizó las agendas públicas: todo es vacunas, curvas de contagio, presencialidad escolar, paliativos económicos. Los medios de comunicación de los diferentes países parecen calcados. La semana pasada, los titulares chilenos fueron la aprobación en la Cámara de Diputados del proyecto de “impuesto a los súper ricos”, y las protestas del “colegio de profesores” por el “retorno presencial obligado” en educación básica. Solo había que cambiar algunas palabras y actores para sentirse como en casa.

Atomización política en la región

Lo distinto, decíamos, son los protagonistas. En Chile el impuesto extraordinario es un proyecto impulsado por una diputada comunista, Camila Vallejo. Y las fuertes críticas que recibe la gestión Piñera provienen de un coro polifónico de voces nuevas, incluyendo movimientos sociales en las calles y sin un liderazgo claro. El centro gravitacional de la política chilena parece haber desaparecido. Este año habrá dos elecciones: convencionales constituyentes, gobernadores y alcaldes municipales en mayo, y presidenciales en noviembre. Para las de constituyentes se prevé una fuerte atomización, con más de 100 listas inscriptas, la mayoría de las cuales pertenece a candidaturas independientes. Con el agregado de que 18 de los 155 escaños a elegir están reservados para los pueblos originarios, que se mueven por fuerza del sistema partidario tradicional: 7 para los mapuches, 2 para los aymaras, y 1 en cada caso para los kawésqar, rapanui, yagán, quechua, atacameño, diaguita, colla y chango. Para las presidenciales aún falta medio año, pero las encuestas a la fecha dicen que nadie se acerca al 20% de intención de voto, y que los principales partidos de la democracia pospinochetista están por el piso, desplazados por el comunista Oscar Jadue-Jadue, la humanista Pamela Jiles Moreno y el conservador insistente, Joaquín Lavín.

Tal vez sea pronto para sacar conclusiones tajantes, pero son significativos los indicadores de atomización política que aparecieron en los últimos meses en los países de la región que tuvieron elecciones. El 15 de noviembre de 2020 hubo municipales en Brasil y ningún partido político obtuvo más del 10% a nivel nacional. En Perú se realizaron elecciones presidenciales el 11 de abril pasado, y en este caso ninguno de los 18 candidatos presidenciales llegó al 20% de los votos; quienes pasaron a la segunda vuelta, Pedro Castillo y Keiko Fujimori, obtuvieron en la primera 19% y 13% respectivamente. Dos meses antes, el 7 de febrero, se había realizado la primera vuelta presidencial en Ecuador y los dos más votados, Andrés Arauz y Guillermo Lasso, apenas superaron entre ambos el 50% del total –32% y 19% en cada caso–. Lasso, quien finalmente se impuso en el ballotage, en primera vuelta solo había ganado en 2 de las 24 provincias ecuatorianas.

Bipartidismo exacerbado

Más allá de los antecedentes de cada caso, la excepción argentina reside en que todos estos países están hoy más fragmentados que antes, y aquí ocurre lo contrario. Si nos guiamos por las encuestas, no sería descabellado que las dos coaliciones, Frente de Todos y Juntos por el Cambio, sumen entre ambas un 80% de los votos, o más, en las elecciones legislativas de este año. Son tiempos extraños y no hay que descartar sorpresas, pero el año avanza y los “cisnes negros” no aparecen. En la segunda mitad del año seguiremos hablando de la pandemia, la inflación y la pobreza: es difícil que aparezcan temas nuevos con este panorama desolador. Y va quedando poco tiempo para que se lancen otros actores. La mesa está servida, y en el menú seguramente estarán las dos grandes coaliciones, eventualmente alguna tercera vía neolavagnista, y asomando desde lejos los pequeños partidos radicalizados (libertarios, NOS, Frente de Izquierda). Más o menos como en 2019.

Si esta hipótesis se cumple, las de 2021 serían, tal vez, las legislativas más “bipartidistas” de la historia argentina. El saber convencional dice que en Argentina las elecciones presidenciales concentran la oferta, y en las legislativas el voto se dispersa. Repasemos: en 2017 estaban Cambiemos, el kirchnerismo, el PJ de los gobernadores y el massismo; en 2013 el Frente para la Victoria, el Frente Progresista (UCR, Socialistas y Coalición Cívica), el massismo y el PRO; en 2009 el Acuerdo Cívico y Social, el Frente para la Victoria, Unión PRO y el Peronismo Federal… y la lista sigue hasta el corazón político del siglo XX. En las elecciones legislativas siempre hubo variantes peronistas y no-peronistas, y hoy los dos polos están relativamente unidos.

Lo llamativo es que las coaliciones dominantes parecen impermeables a un contexto dramático. Están dadas las condiciones sociales para que se quiebren las fidelidades y aparezcan nuevas opciones que disputen las porciones inestables del electorado, tal como sucede en otros lugares. Porque hay muchos votantes enojados y disconformes. Más aún si consideramos que las coaliciones dominantes ya gobernaron, y ya perdieron elecciones.

Hay diferentes explicaciones posibles. Una, bastante tradicional en el análisis argentino, es institucional: dice que las reglas de nuestro sistema político ponen trabas a las “terceras fuerzas”. Pero no aplica a este caso, ya que dichas barreras institucionales dificultan la consolidación de las nuevas fuerzas, y no tanto su aparición. Además, nuestros vecinos sudamericanos también tienen sus propias barreras, pero han sido todas arrasadas por las olas del malestar, la antipolítica y la partidofobia.

Descartada la teoría de la barrera institucional, indaguemos en otras dos. Una es que los nuevos partidos radicalizados, que tienen la función de cuestionar el sistema y proponer cambios fuertes, no están funcionando. A diferencia de Brasil o Filipinas, aquí no logran hacer pie. La otra, que no excluye la anterior, es que las coaliciones dominantes sí aprendieron a perdurar y mantenerse a flote.

Discursos que no se traducen en votos

Partidos e influencers radicalizados sí aparecieron entre nosotros. Y aunque no despegan en las encuestas, tienen más influencia de lo que se cree. Pudieron hacerse oír en la comunidad politizada. Al ritmo de la crisis de 2020, los medios partisanos y las redes sociales se poblaron de libertarios, religiosos, neocarapintadas, “peronistas doctrinarios” y otros enojados. En momentos de desesperación, se necesitan diagnósticos sencillos y contundentes para mitigar la falta de brújula: desmantelar el Estado, encarcelar políticos, golpear progresistas, regresar el tiempo atrás, todo puede llegar a sonar bien. Los radicalizados cumplen el rol de renovar los discursos; no casualmente, prenden más entre los jóvenes, siempre ávidos de cosas nuevas. El año que pasó, nombres como Javier Milei, Juan José Gómez Centurión, Guillermo Moreno y otros, con la ayuda de periodistas amarillistas y miles de retuits, cumplieron con su cometido de animar el debate para una sociedad angustiada. La innovación parecía venir por derecha. Pero si no logran traducir sus discursos en votos, resultan funcionales a las coaliciones dominantes. Trabajaron gratis. Pasan los meses y ninguno se transforma en Bolsonaro. Todos parecen compartir el mismo problema: la dificultad de convertir el discurso “nuevo” en algún tipo de organización.

Milei es un fenómeno mediático y cultural. Logró unir el enojo y el sentimiento antipolítica con un discurso ya conocido e instalado en la sociedad argentina, que es la tradición neoliberal antiperonista de Álvaro Alsogaray. Gracias a su habilidad para comunicar y sus golpes de efecto ideológicos, alcanzó notoriedad. Pero lo que obtura su crecimiento es el libertarianismo, un producto difícil de vender, y que cuenta con un núcleo duro difícil de homologar. Va con el acelerador a fondo, pero a bordo de un Fiat 600 y con la palanca de cambios en primera. No casualmente, en ningún país del mundo los libertarios tuvieran éxito electoral. En el fondo, tampoco les interesa. Distinta sería la suerte de Milei si hubiera entrado a la política dentro de una tradición más compatible con un neomenemismo. Gómez Centurión también tenía la posibilidad de dirigirse a una audiencia más amplia, ya que fundó el primer partido integrado por ex funcionarios de Cambiemos defraudados por la “tibieza” macrista, además de haber sido el único candidato presidencial abiertamente “celeste” de la campaña de 2019. Sin embargo, desperdició sus segundos de fama en reflotar una ideología neoseineldinista que poco tenía que ver con las aspiraciones de los votantes cambiemitas defraudados. Y algo similar le ocurrió a Guillermo Moreno, el tercer innovador que soñó con ser outsider. Exfuncionario kirchnerista muy valorado por los kirchneristas, tuvo el acierto estratégico de ser el primero en cuestionar a Alberto Fernández. Quién, como sabemos, nunca fue el candidato soñado del votante kirchnerista de paladar negro. Atrajo la atención pública con la osadía de enfrentar, implícitamente, la orden de su jefa. Pero luego, en lugar de hacer lo que su potencial público esperaba de él, que no era otra cosa que convertirse en el más kirchnerista entre los kirchneristas, se embarcó en una imposible cruzada de ortodoxia peronista que no se correspondía con sus posibilidades. En suma, las tres “novedades” nutridas en el submundo de las redes sociales terminaron encerradas en discursos identitarios sin métodos para la construcción política en un país extenso y federal. Esperaron que una retórica incendiaria hiciera el trabajo de la política. Y no es así. Se pelearon con los dirigentes del FdT y JxC, pero se olvidaron de robarles los votantes.

Lo que ninguna de estas pequeñas novedades está logrando ser contribuye a explicar la resiliencia del Frente de Todos y Juntos por el Cambio. En un momento crítico como el que estamos viviendo, aquí y en otras partes, el principal desafío para las dirigencias establecidas es el que puede provenir desde las márgenes del sistema; bloqueado ese camino, el libro de pases se va cerrando sólo. A su vez, tanto el FdT como JxC se transformaron en maquinarias de unidad. Se han ido equilibrando en su distribución de poder interno, y hoy ofrecen a sus votantes perfiles para todos los gustos. Desde Ofelia Fernández hasta Sergio Berni, y desde Martín Lousteau hasta Florencia Arietto. Y, lo más importante, se dedican a contener todo tipo de fugas apenas aparecen. Como el notable trabajo de Patricia Bullrich frenando la seducción libertaria. Nadie tiene el incentivo para salirse de las dos grandes coaliciones, que además garantizan cada una la contención de la otra. Y contra todo pronóstico, sus expresidentes y líderes de los respectivos núcleos duros están desarrollando un rol constructivo dentro de sus propias criaturas. Cristina Kirchner delega la gestión en Alberto Fernández mientras diseña su propia sucesión; Mauricio Macri trabaja en su retorno, sin asfixiar a sus herederos. Carentes de grandes amenazas externas y compensando sus problemas internos con delicados equilibrios, las coaliciones dominantes lograron que la Argentina de la pandemia conserve una política relativamente rutinizada e institucionalizada. Nada mal.

* Politólogo.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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