EDICIÓN ESPECIAL A 20 AÑOS DEL 2001

El persistente trauma de la convertibilidad

Por Alejandro Gaggero*
Junto con la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (IDAES), el Dipló publica un número especial en formato digital a 20 años del estallido de la crisis del 2001. Nos propusimos revisar los mitos del 2001, comprender sus lógicas y complejidades, para salir del permanente ciclo de frustraciones y recuperar el sentido inclusivo de la democracia. En esta nota, Alejandro Gaggero plantea que es imposible entender al gobierno kirchnerista sin la crisis del 2001, un gobierno que logró construir capital político gracias a la rápida recuperación económica.
Betina Sor, La boli, de la serie “Personajes urbanos”, 1991 (gentileza de la autora, fotografía de Gustavo Lowry).

Este artículo forma parte de la edición especial 2001-2021: Tan lejos, tan cerca producida junto con IDAES. Si sos suscriptor, podés acceder al número completo desde aquí. Caso contrario, podés suscribirte aquí.
Presentación virtual con los autores: lunes 20 de diciembre a las 17:00. Encuentro gratis con inscripción previa desde aquí.


En Argentina, desde hace décadas, los ciclos políticos que aspiran a ser hegemónicos se construyen al calor de la inestabilidad: domando grandes crisis y resolviendo los problemas más urgentes que deja el ciclo anterior. Por eso las crisis no sólo marcan el final de una etapa sino la agenda de temas urgentes del nuevo gobierno, que se presenta como alternativa a un proyecto que ya está agotado. El derrumbe de lo anterior facilita proponer giros radicales y presentarse como una refundación. Es imposible entender el punto de inflexión de la dictadura sin la crisis de 1975-6, el retorno a la democracia sin la crisis del 1981-2, el menemismo sin la crisis hiperinflacionaria y, ¿por último?, el kirchnerismo sin la crisis de 2001.

Convertibilidad, ¿salida o estallido?

Existió una primera lectura épica de diciembre de 2001 que puso el foco en la movilización popular. En esta visión las consecuencias regresivas del modelo económico en la estructura social argentina habían herido de muerte la hegemonía de las ideas neoliberales, al mismo tiempo que crecía la movilización de los perdedores de las reformas, especialmente de los desocupados. El 19 y 20 de diciembre, “el Argentinazo” habría sido el punto final de ese proceso.

Mucho se ha escrito sobre la necesidad de matizar esta “visión heroica” sobre el fin del ciclo neoliberal. Pero basta con analizar la campaña presidencial de 1999 para tener una idea de los consensos que existían en una parte de la sociedad argentina en torno a la conveniencia de continuar con la convertibilidad, o, al menos, del temor a las consecuencias de abandonarla. Los dos candidatos con posibilidades de ganar la elección, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde, proponían continuar con el 1 a 1. El peronista y su equipo económico –encabezado por Remes Lenicov– era el que se mostraba más crítico pero terminó cediendo: atacar a la convertibilidad era leído en ese momento como un suicidio político.

La convertibilidad era un régimen muy rígido, con consecuencias muy agresivas sobre el entramado productivo de Argentina, pero para gran parte de la población todavía significaba un reaseguro para no retornar a la inflación y a las devaluaciones descontroladas de la década del 80. Se ha escrito mucho –pero no lo suficiente– sobre el trauma que significó la hiperinflación y el empobrecimiento que generó, y lo funcional que fue para la aplicación de reformas aperturistas radicales en Argentina. En los años 80 el problema que enfrentaban los propulsores del Consenso de Washington era político: cómo hacer viable la puesta en práctica de un programa que, según ellos mismos, iba a perjudicar en un primer momento a importantes sectores sociales (por ejemplo, pequeños empresarios y trabajadores sindicalizados) con capacidad de movilización y que recién en el mediano plazo, una vez que el país se reinsertara en el mundo, traería beneficios para las mayorías.

Pero el control de la hiperinflación y la estabilidad de la moneda que trajo la convertibilidad invirtió los términos, y permitió que entre 1991 y 1994 las reformas se aplicaran en paralelo a un importante crecimiento económico, con una reducción muy importante de la pobreza y la desigualdad y un aumento del crédito y el consumo. Al contrario de lo planteado por los funcionarios de los organismos de crédito multilaterales, los perjuicios se harían evidentes en el mediano plazo, cuando las consecuencias de las políticas se hicieron sentir con fuerza en el aumento del desempleo.

Hacia fines de los 90 incluso en los sectores más críticos de la convertibilidad –como los nucleados en torno a la CTA– había un diagnóstico muy claro sobre el daño que el modelo estaba generando en el tejido social y también de su insostenibilidad, pero no había propuestas claras de cómo salir, ya que se vislumbraba que una devauación generaría una mayor pauperización y el regreso del caos inflacionario.

El recuerdo hiperinflacionario siempre estuvo presente –el oficialismo se encargaba de recordarlo permanentemente– y la rigidez de la convertibilidad imponía muchos costos para su abandono. Una devaluación, por ejemplo, destruiría el sistema financiero, que tenía buena parte de sus créditos otorgados en dólares.

La elite política no decidió salir de la convertibilidad, sino que se aferró a ella hasta que no hubo forma de hacer que funcione.

La Alianza ganó y ató su suerte a la convertibilidad. Pero el modelo económico estaba herido de muerte por la misma razón de siempre: escasez de divisas. En los años de crecimiento económico el tipo de cambio súper apreciado y la apertura comercial generaban un importante déficit comercial que alimentaba la sangría de dólares. Eso se cubrió con endeudamiento externo mientras fue posible, pero a fines de los 90 las condiciones financieras internacionales se deterioraron (crisis asiática y rusa, y después  devaluación en Brasil) y marcaron el inicio de la cuenta regresiva. Sin posibilidad de devaluar o emitir, al gobierno sólo le quedaba reducir el déficit fiscal para intentar acceder al crédito externo y mejorar la competitividad vía reducción de salarios y la “flexibilización” de las normas laborales. No por casualidad, probablemente las políticas más recordadas de la Alianza hayan sido el “déficit cero” –por la cual se le recortó el 13% a trabajadores estatales– y el intento de reforma de las leyes laborales (que pasó a la posteridad como la “Ley Banelco”).

El compromiso de la Alianza –y de buena parte de las fuerzas políticas mayoritarias– con la convertibilidad quedó plasmado con el regreso de Domingo Cavallo al Ministerio de Economía pocos meses antes de la crisis final. La elite política no decidió salir de la convertibilidad, sino que se aferró a ella hasta que no hubo forma de hacer que funcione. Y como en otros momentos históricos el factor desencadenante de la crisis fue la fuga de capitales: entre enero y diciembre se fueron más de 20.000 millones de dólares. Hacia fin de año la sangría era generalizada, lo que obligó al gobierno a instaurar el “Corralito”, el certificado de defunción del modelo (1).

Hasta fines de los 80, Argentina tenía niveles de desempleo relativamente bajos pero una pobreza en ascenso debido a la inflación descontrolada. La convertibilidad logró eliminar en poco tiempo las subas de precios pero el tipo de cambio apreciado, la apertura comercial y la desregulación generaron un aumento inédito del desempleo. Las condiciones de vida de la población se deterioraron todavía más a partir de la recesión de 1998, pero la salida de la convertibilidad significó un verdadero desplome. La devaluación llegó al 300% en pocos meses, reviviendo la inflación, que a su vez aceleró el incremento de la pobreza. Argentina estaba en el peor de los mundos: desempleo y pobreza en los niveles más altos de los que se tuviera registro.

Sin embargo, de los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2003 no resulta fácil derivar una hegemonía anti-convertibilidad. En esa oportunidad Carlos Menem alcanzó el primer lugar conel 24,5% de los votos, seguido de cerca por Néstor Kirchner, que terminó siendo Presidente tras el abandono del primero. Pero un dato a tener en cuenta es que el tercer lugar fue para Ricardo López Murphy –efímero antecesor de Cavallo como ministro de Economía de la Alianza– que obtuvo el 16,4%. Es decir, más del 40% de los votantes había elegido dirigentes claramente alineados con las políticas aperturistas.

El gobierno de Néstor Kirchner se inició marcado por la debilidad pero la rápida recuperación económica resultó central para construir capital político. En efecto, el rebote de la economía pos-devaluación fue mucho más rápido e intenso de lo que se vislumbraba poco tiempo antes. Por otro lado, la magnitud de la crisis llevó a que la prioridad en lo económico-social fuera acelerar el crecimiento, creando empleo y recuperando el poder adquisitivo de los salarios. En términos políticos Kirchner se fue  posicionando en las antípodas del menemismo y de las políticas aperturistas que se habían aplicado hasta 2001. El fin de hegemonía de las ideas económicas ortodoxas se produjo después de que la economía comenzó a recuperarse de la crisis y no antes.

Diferentes crisis, diferentes salidas

Lo sucedido en Brasil plantea una referencia interesante para entender el rol que tuvo la crisis económica en este giro y ruptura con el pasado. En la década del 90 el país había seguido una estrategia económica parecida a Argentina, aplicando un esquema de ancla cambiaria llamado Plan Real y una serie de reformas inspiradas en el Consenso de Washington, aunque de una forma más gradual y menos generalizada. Al igual que lo que sucedía en nuestro país el modelo era muy dependiente de la entrada de capitales y en 1998, cuando las condiciones fnancieras globales cambiaron, la economía entró en recesión. Sin embargo, debido en parte a la menor rigidez del Plan Real, Brasil abandonó el esquema pocos meses después, de una forma mucho menos traumática que en Argentina: se recuperó el crecimiento relativamente rápido, el gobierno no cayó (Fernando Henrique Cardoso gobernó entre 1996 y 2002) y, de hecho, el ministro de Economía, Pedro Malam, conservó su puesto.

Tal como señalan Eduardo Bastian y Elena Soihet el “aterrizaje suave” de la crisis fue central para que no se produjera un quiebre brusco con el pasado: “En Brasil la crisis más leve no afectó el prestigio de la ortodoxia económica. En este sentido, hubo un proceso de continuismo y el nuevo régimen que surgió después de 1999 no era nada más que el nuevo estado-del-arte en términos de política macroeconómica dentro de la ortodoxia, o sea, un régimen dirigido para el control de la inflación y para ganar la confianza de los mercados internacionales. Así, el nuevo régimen macroeconómico sería una versión mejorada del régimen macro anterior” (2).
A partir de 1999 Brasil siguió el régimen de metas de inflación con un fuerte énfasis en la obtención de superávit fiscal, para lo cual sancionó la Ley de Responsabilidad Fiscal, que establecía límites para el gasto y el endeudamiento públicos. La política macroeconómica fue exitosa en el control de la inflación y el logro de estabilidad, aunque terminó apreciando fuertemente su moneda y sacrificando mayor crecimiento económico. El régimen de metas continuó con el ascenso del Partido de los Trabajadores (PT) al poder.

El recorrido de Argentina luego de la devaluación fue muy distinto, en gran parte porque las consecuencias de la crisis en las condiciones de vida de la población fueron mucho más graves. El nuevo esquema macro representó una clara ruptura con los 90, ya que el objetivo central dejó de ser el control de la inflación y pasó a ser estimular el crecimiento y la creación de empleo.

Del infierno a una nueva crisis

“Estamos en una etapa donde nuestra tarea es salir del infierno, espero poder decirle al pueblo argentino el 10 de diciembre de 2007 que salimos del infierno y estamos entrando a las puertas del purgatorio”, repetía Néstor Kirchner durante su gobierno.

El corazón de la política económica fue mantener un tipo de cambio alto (depreciado), que asegurara la competitividad de los sectores que habían sigo golpeados por la convertibilidad, como la industria. La devaluación fue relativamente exitosa en esto porque sólo se trasladó parcialmente a la inflación, aunque no precisamente por las buenas razones, sino porque la magnitud de la recesión acumulada y el desempleo récord impidieron la aceleración de los precios. El gobierno tomó medidas clave para impulsar el crecimiento económico y la creación de empleo: propició el aumento de los salarios y las jubilaciones, y congeló tarifas públicas, entre otras medidas.

El país logró una situación inédita: crecer a tasas chinas con superávit comercial (gracias a la devaluación), pero también con superávit fiscal. La combinación del default de la deuda pública, la aplicación de retenciones a las exportaciones y el aumento de la recaudación por el crecimiento económico les dieron aire a las cuentas públicas.

En términos socioeconómicos los años de oro del kirchnerismo llegan hasta el 2007-2008, cuando la inflación comenzó a erosionar la competitividad del tipo de cambio. En el mediano plazo se acabó el superávit comercial y volvió la escasez de dólares, imponiendo límites al crecimiento económico y a la mejora de los indicadores sociales.

La restricción externa se fue agravando pero probablemente el logro económico más importante de la última etapa del kirchnerismo haya sido evitar una crisis económica aguda.

Si analizamos la historia reciente del país como una sucesión de ciclos políticos que aspiraron a ser refundacionales, el macrismo tuvo una particularidad, que ha sido muy mencionada: quiso dar un giro de 180 grados sin haber sido precedido por una gran crisis económica, obligando al gobierno a ser más moderado de lo que hubiese deseado. Finalmente el derrumbe se produjo durante la segunda mitad de su propio mandato y dio por terminado ese intento. La última gran crisis argentina se inició con una seguidilla de devaluaciones a partir de 2018, y luego se agravó con la pandemia del Covid. Hoy Argentina parece estar en un momento de transición, no sólo a nivel sanitario. El macrismo fue un intento de retorno a las políticas aperturistas sin una crisis previa que lo hiciera viable políticamente como a fines de los 80. Ahora vivimos una gran crisis económica sin que todavía aparezca un proyecto refundacional que surja de ella.

1. Un análisis detallado de la cronología de la crisis y sus interpretaciones puede encontarse en Julián Zicari, Camino al colapso. Cómo llegamos los argentinos al 2001, Ediciones Continente, Buenos Aires, 2018.

2. Eduardo Bastian y Elena Soihet, “Argentina y Brasil: desafíos macroeconómicos”, Problemas del Desarrollo, Vol. 43, Nº 173, Universidad Nacional Autónoma de México, 2012.


Sobre las obras de Betina Sor


* Doctor en Ciencias Sociales, especializado en temas de Sociología Económica y Economía Política. Docente (UNSAM-UBA-UNQUI) e investigador (CONICET-IDAES/UNSAM). Autor, con Martín Schorr y Andrés Wainer, de Restricción eterna. El poder económico durante el kirchnerismo, Futuro Anterior, Buenos Aires, 2014.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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