El teatro era el contagio
1. Esta es por los delfines
Súbitamente, como quien despierta de un mal sueño, me pregunto qué fue de los fabricantes de pajitas, totopos, sorbetes, sorbetos, canutos, absorbentes, bombillas, cañitas, pitillos, carrizos, calimetes, en fin, de esa cosa que –ya vemos– ni siquiera supimos nombrar todos juntos de una vez y para siempre. La mutabilidad del nombre (como la de un virus acorralado) quizás se deba a que nunca hizo falta aseverar en serio qué era: una inutilidad frívola para chupar lo que se podía chupar mucho más fácil de otra manera. Hace apenas un año (parece una eternidad) se prohibió su uso, con lo cual imagino que las fábricas de pajitas: (a) cerraron o (b) se reconvirtieron en otra cosa o (c) las fabricaron de papiro y cera. Al parecer, las pajitas de plástico no hacían más que aparecer en el vientre de delfines muertos y pingüinos. Eran tan pequeñas que no servían ni para reciclaje: un placer ínfimo e inmediato que se convierte en basura futura de la que podemos prescindir.
Ahora tenemos que prescindir no solo de las pajitas sino también del teatro: drama, posdrama, ópera, opereta, varieté, circo, danza, danza-teatro, music hall, mimo, stand up, karaoke, performance, sketch, cuentacuentos, biodrama, microteatro, micro-bio-teatro… Ya ven, nos pasa con el nombre más o menos lo mismo que con las pajitas. Se me objetará con algo de razón que en el caso de los sorbetes si bien los nombres son cientos el objeto es idéntico. Contraatacaré: la virtualidad específica del teatro es una sola. Tiene que ver con el convivio, con la coexistencia de los cuerpos en el mismo tiempo y espacio, de lo cual surgen una serie de técnicas singulares y un vínculo irrepetible. No se trata solo de la acción, sino sobre todo de la interacción: lo que ocurre entre las personas que accionan. No se trata de la mera narración, sino de la actuación, que es bien otra cosa, que incluso la niega y reinventa mientras la transita. La docena de variantes mencionadas simplemente son –si se quiere– producto formal de la prominencia de un material constructivo por sobre los otros: el virtuosismo por encima de lo humano (¿circo?), el gesto humano virtualizado por sobre la narración causal (¿danza?), la brevedad y la gastronomía por encima de la complejidad y lo historizante (¿microteatro?), etc. Pero en todos los casos esa convivencia es necesaria. El público (del que nada sabemos) deviene espectador cuando expecta, cuando no solo mira lo que pasa sino que está allí porque –de lo contrario– lo que tendría que pasar luego no sucederá sin ellos. La presión de su mirada dota de condición existencial a los acontecimientos más elementales.
Este rito funciona así. Tal como presagió Susanne Langer en Feeling and form (1953), lo que está ocurriendo sobre el escenario del teatro no es lo que realmente nos atrae, sino lo que ocurrirá en unos instantes. Cada acto sencillo está preñado de miles de posibilidades de bifurcación hacia adelante. La vida que se despliega en el convivio teatral es una vida virtual futura, a diferencia de aquella de la novela o del cine, que es una vida virtual pasada, ya que está escrita –o filmada– y congelada en una caja (un libro, un rollo de celuloide) sin nuestra participación. Puedo suspender una lectura y seguirla en otro momento; pero no puedo alterar el tiempo de los acontecimientos teatrales. Puedo irme de la sala de cine; los actores en la pantalla no se enterarán ni se inmutarán ante nuestro abandono. Otra consecuencia relevante del convivio es que el público se autootorga una condición de polis: todo –hasta lo más banal– se hace político. Ya que los espectadores están allí para juzgar lo que pasa, no están solo para disfrutarlo. Son la Ciudad.
Ahora resulta que el convivio está prohibido.
¿Qué se hizo de los fabricantes de pajitas? ¿Se habrán sentido tan abismados como nosotros, trabajadores del teatro en época de pandemia? No hace falta establecer aquí las diferencias entre la fabricación y uso de piezas de teatro y la de pajitas. Dejo como tarea para el hogar que cada uno haga su lista de siete diferencias. Sin embargo, hoy me asalta en pesadillas todo aquello en lo que ambas desapariciones se parecen. Su aparente inutilidad, para empezar. Una inutilidad de la que nos supimos ufanar. Luego de arduas discusiones entre las vanguardias y las retaguardias, podríamos decir que el siglo XXI nos halló asumiendo que no estábamos aquí para comunicar, ni para moralizar, ni para enseñar, ni para crear conciencia, ni para entretener. Estábamos para contagiar. Un entusiasmo, unos temores, unas incertidumbres, unas pulsiones, unos vacíos. ¿Se podrán chupar de otra manera estos necesarios ingredientes? Me sorprende reconocer cuántas veces contagio fue la palabra exacta que usé para definir qué era lo que estaba haciendo al montar una pieza y al salir a cuerpearla.
Por un tiempo indeterminado, ha desaparecido el teatro. Digámoslo así, por lo menos por estos días. No todo el teatro, pero sí quizá el teatro moderno, el que había encontrado desde el siglo XIX su cómodo lugar en las salas, huyendo de las calles, las plazas, los mercados y otras formas de teatralidad medio animal, entre primitivas y medievales. La proximidad está prohibida. Asumámoslo. Por un tiempo. Se nos entrena oficialmente para evitarla. Es un paréntesis, digamos. Pero la angustia de no saber cuánto durará esta prohibición hace que muchos de nosotros boqueemos fuera del agua preguntándonos si seremos como los fabricantes de pajitas a los que les quedaron esas tres opciones: declarar la quiebra, modificar su conchabo o fabricar otra cosa.
Para lo primero ya tendremos tiempo. Quebrar es fácil.
Si en cambio se tratara de cambiar de trabajo, estamos más complicados. Es cierto que el teatro nos ha dotado de habilidades específicas secundarias y terciarias, que ahora podríamos salir a vender como Willy Loman en La muerte de un viajante. Ha pasado apenas un mes y ya pululan con desesperada persistencia coaching online para castings (de películas que no se pueden hacer), supervisión de escritura de obras (que no subirán a escenario alguno), clases de reflexión teórica de obras existentes (como una arqueología de una práctica que ya no existe, que dejó de existir en marzo de 2020). Todas estas respuestas laborales son válidas, no digo que no, ya que tras ellas se esconde la certidumbre de que –tarde o temprano– el intercambio entre cuerpos humanos volverá a ocurrir, algo que el fabricante de pajitas ya no espera: los delfines le han ganado la batalla.
La tercera alternativa (fabricar con otro material) es la más engañosa y por eso no hacemos más que hablar de ella: hacer pajitas de papel, vender bombillas de lata (como si la lata no contaminara al delfín). En el caso que nos ocupa, se trataría –por ejemplo– de imaginar un teatro virtual, sin contacto, un teatro sin convivio. Esta es la parte del asunto que hoy me interesa especialmente.
2. Un ragnarok ateo y sin martillos
Sabemos que decir teatro virtual es un oxímoron. Sabemos también que en estos días los teatros del mundo han empezado a ofrecer piezas prepandémicas grabadas en video, óperas online, orquestas reunidas por Zoom con un magnetismo circense. Y sabemos que –al menos a juzgar por las estadísticas nacionales– mucha gente se ha volcado a estas formas de teatro virtual como nunca antes.
La oferta ya existía, no es nueva. Ya había empresas que ofrecían por un precio módico suscripciones para ver en el living de casa obras que ya no se daban. Ni quienes las ofrecen se han hecho dueños de la gallina de los huevos de oro ni quienes compran el servicio han dejado de visitar los teatros a por más carne fresca. No hay por qué temer, entonces, que esta hijastra bastarda y provisoria vaya a reemplazar por siempre al teatro verdadero. En estos días, yo mismo (con la misma desorientación que todos sobre este planeta) me he encontrado concibiendo teatros imposibles. Lo menciono solo para explicar con qué tareas coexiste este breve artículo, además de la de lavar con lavandina cada fruta recién comprada o tratar de enseñar lectoescritura a mi hijo con unos archivos algo desordenados de la escuela pública virtual. Un teatro en Suecia, el Folkteatern Göteborg, me pide una pieza breve para ser representada sin público, con actores a distancia prudencial sobre el escenario vacío de su sala, que será subida a la programación online de esa prestigiosa casa. Escribo sabiendo que no se trata de un guion para un audiovisual; es algo más raro y me dan solo tres días. Ya hemos demostrado que no habrá teatro sin convivio. Pero Pina Bausch hizo videodanza, rompió un molde y abrió una brecha insospechada. Usó una limitación y la explotó al máximo. Claro que se da una Pina Bausch entre dieciocho millones de artistas, pero el desafío me interesa, sobre todo porque este abril y este mayo y quizás este junio serán así. Y no me da la cabeza para imaginar un julio ni un agosto. Siempre que escribo es porque logro definir una limitación. Sin límite, el papel en blanco es una Caribdis que todo lo devora. Así que imagino un breve entremés sobre unos suecos que intercambian su departamento con unos extraterrestres. Todo es urgente. Ellos quieren irse cuanto antes, explican las instrucciones sobre reciclaje de basura y alimento para el perro. La pieza se llama Dejando Midgard y se filmará seguramente con actores que se hablan pero no se tocan. Es lo de menos. Lo tengo en cuenta al escribir. Los extraterrestres serán de mentira. El perro no aparece. Aunque no hay evidencia científica de que sean contagiosos. Todo es muy rápido y es justo que nadie se esté dedicando a esclarecer la cuestión de las mascotas cuando hay tantas otras prioridades. Midgard es –para el vikingo– la tierra. Y el Ragnarok no es el fin del mundo, sino el fin del mundo conocido. Le espera otro.
La segunda obra no remunerada de esta quincena, ya más entrenado en esta reconversión provisoria y chapucera, es una pieza urgente para la Schaubühne de Berlín. Muy urgente. Urgente implica que nadie tendrá tiempo tampoco de reclamar nada o casi nada. La libertad creativa crece. Nos animamos a cosas que antes no. Es tan urgente que nos ponemos de acuerdo con mi amigo y coautor Marius von Mayenburg en que no solo la escribiremos por Skype sino que además nosotros mismos la actuaremos por Zoom, más o menos al mismo tiempo que la traducimos al alemán y al inglés y yo le explico qué es todo lo de Vaca Muerta. Se llama Glimmerschiefer [Pizarra], es sobre dos geólogos algo desorientados que –precisamente– no comparten ni espacio ni tiempo ni lengua ni nada. En estos días se podrá ver en el sitio virtual de este teatro que supo aparecer alguna vez como la meca para los nuevos dramaturgos del mundo. No sería de extrañar que el proyecto en la Schaubühne se agrande y surja una breve colección de piezas teatrales globales y sin convivio. ¿Serán teatro? Poco importa. Son materiales audiovisuales, escritos por dramaturgos y no por guionistas, ejecutados sin montaje, ni corte ni efectos. Insisto en que Pina hizo lo suyo y le fue más que bien.
Ninguna de estas formas prototeatrales o posteatrales me hubiera interesado en nada un mes atrás. Qué raro es eso. ¿Por qué nos movemos dentro de unos límites que tendemos a considerar seguros pero sobre los que no hemos sido ni siquiera consultados? ¿Así habitamos en tiempos de normalidad eso que llamamos cultura? Este nuevo producto malhadado, esta pajita de papel, no trae solo malas noticias; también demuestra una inquietud perenne por la transformación y revierte definitivamente ese meloso presagio posmoderno (¿alguien se acuerda de la posmodernidad?) que rezaba: “ya no es posible lo nuevo y ya nunca lo será”.
El investigador Jorge Dubatti señalaba hace unos días la persistencia ineludible del teatro al indicar que –hoy por hoy– este se ha refugiado en los balcones: vecinos completamente normales (no están locos) cantan Monteverdi en el pozo de aire, o montan su mesa de DJ a todo gas, o recitan El Capital a los extraños, o se desnudan con Joe Cocker. (Hago cuarentena en el campo así que no puedo verificar qué es lo que hacen, pero debe estar entre las variantes de esas cuatro grandes ramas del balconismo.)
Es cierto que la experiencia del balcón (que es la de un teatro nuevo, mal que le pese al amargo posmoderno) merece una antropología aparte. No me ocuparé yo porque carezco de las herramientas de la antropología y porque me impregna de desconfianza la parte del himno, la marcha de las Malvinas y otros patrioterismos de bolsillo. Pero apuntaré, inventándome las tales herramientas antropológicas, que me sorprenden dos rasgos del fenómeno. El primero es que la exhibición rocambolesca para entretener a un vecino que tal vez cuenta con mejores opciones es compulsiva y reviste un autoritarismo tan simpático que no podemos menos que rendirnos a su encanto desesperado. Somos público cautivo. No pedimos ni esperamos calidad; nos divierte tanto lo bien que lo hacen como lo calamitoso. Aún más lo calamitoso. Esto explica también el morbo (y el éxito) de “Supón”, esa versión traducida y a cappella de “Imagine” de Lennon, que se regó como un virus de celular para el puro placer de la población entera: al reconocernos detractores, todos juntos, quizás surja una patria que nos contenga.
El segundo rasgo de interés para mí es que a través de la ocupación subjetiva del balcón, ya sea para ofrecer artes anodinas, para aplaudir médicos o para cacerolear gobiernos, todos ocupamos rotativamente el rol que normalmente dejamos en manos del actor, ese médium con entrenamiento, ese sacerdote con O.S.A. (1) entre nuestro terror y las cosas. Coincido con una observación muy personal que le leí hoy en Facebook a Pablo Ramos Grad, que está en Madrid: en el aplauso a los médicos, la gente se aplaude en primer término a sí misma, sin admitirlo. ¿Y por qué no? No sé si es posible la actuación sin ese gramito de humana vanidad que tanto molesta en otros órdenes de la vida. Vanidad, inutilidad, lo innecesario: nótese una vez más que todo nuestro oficio ronda alrededor de la misma idea donde futilidad, insignificancia y trascendencia se conjugan de un modo único y extraño. Si sirviera para alguna otra cosa, ya no sería arte.
Y sin embargo, la pandemia (como la guerra, como el exilio, como la prohibición, como otras crisis) nos devuelve a los humanos irrefrenablemente a este consumo que economistas y estadistas jamás contarían entre sus productos principales. Claudio Tolcachir contaba recientemente cómo en Sarajevo unos teatristas le mostraban los túneles donde el teatro se refugiaba –atiborrado de espectadores– durante la guerra de los Balcanes. Marilú Marini cita esta semana en un enérgico panegírico en favor de nuestra actividad a Winston Churchill, que durante la Segunda Guerra Mundial hizo todos los esfuerzos a su alcance para evitar que los teatros británicos se cerraran. En efecto: si la vida que queremos vivir está prohibida durante la guerra, es que ya la hemos perdido. Peleamos para sostener un modo de vida que consideramos ideal. Ahora es el momento –sindicalizados con nuestra condición humana más profunda– de reclamar a los Estados que cuiden bien de este tesoro.
La crisis generada por la pandemia ha disparado sentidos en todas direcciones, muchas de ellas contradictorias y simultáneas. El teatro está prohibido, tanto como la construcción o las fiestas. Y sin embargo, en sus confinamientos, la gente se vuelca masivamente al uso de bienes culturales: películas, series, literatura, óperas, conciertos, teatro filmado, visitas guiadas a museos del mundo. Esta teveguía de experiencias normalmente inalcanzables arma una agenda impensable bajo otras circunstancias. Parece que cuando la gente puede hacer algo con su tiempo (algo distinto de un trabajo que quizás no haya elegido más que por necesidad), lo que más quiere hacer es vincularse con las mil y una variantes del arte. Tal vez esa haya sido siempre nuestra manera específica de estar en el mundo, y no la de consumir recursos, solo que el sistema de producción (y la garantía de generar una plusvalía para quienes nos contratan) no nos permitía verlo con tanta claridad.
Pero por primera vez nos encontramos ante una situación planetaria que modifica muchos aspectos de nuestra forma de ver. La imposición de la distancia como regla básica de convivencia no solo tendrá consecuencias sobre el teatro, sino sobre todos los rituales. Lo que es evidente es que no podremos sobrevivir sin ritual.
3. Siempre se puede estar peor
La película que estábamos filmando se suspendió. No tenemos fecha cierta de arranque. Las otras que iban a hacerse este año no pueden poner fechas. Mis gastos y deudas se acumulan. El futuro no es sencillo. Pero estoy en casa y ¿qué hago? Me saco una foto con un cartel en lengua catalana para una acción global de concientización sobre la situación de los inmigrantes en Europa. La convocatoria es seria: nos dan un link a los nombres de todas las personas que han muerto en el siglo XXI tratando de entrar a Europa, o mejor dicho, tratando de salir de Siria, de Ucrania, de Sudán, del África Subsahariana. El eslogan es: “No son números, son personas”. Así que estoy frente a una lista horriblemente larga teniendo qué decidirme por un nombre. ¿Cómo lo haré? ¿A cuál de estos muertos –muchos de ellos insepultos como Polinices– le daré voz? Estoy –sin darme cuenta– frente a un ritual. Así que decido elegir el nombre de algún desconocido que haya muerto el día de mi cumpleaños. La lista es tan larga que hay muertos todos los días de todos estos años. Encuentro uno del 3 de abril de 2000: “Murió al ser rescatado de un bote por la gendarmería cerca de la costa de Almería”. Es un hombre de edad indefinida, de piel negra y su nombre es N.N. Al principio esto me confunde, ya que el plan es precisamente darle visibilidad a los nombres de las víctimas. Pero si no lo elijo para mi manualidad casera, ¿seré más justo con la causa? Podría buscar otro muerto con nombre en otro 3 de abril para el bricolaje, pero eso implicaría leer la lista completa y la angustia me trastorna en mitad de la faena. N.N. está bien. “Muerto en las fronteras de Europa”. Mi muerto está aún peor que los otros de esta lista horrible y necesaria: ni siquiera resonará su nombre en este éter. La memoria de un individuo único e irrepetible solo podrá ser preservada en la memoria colectiva, en el infortunio simultáneo de otros como él. Cuido la ortografía catalana y escribo en mi cartulina con los marcadores de mi hijo: “#Stop morts a fronteres”.
¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué ahora? ¿Por qué escribo en catalán? ¿Por qué nunca antes se me invitó a participar de acciones semejantes? Esa tarde, cientos de miles de fotos de personas vivas aparecieron en las redes recordando a cientos de miles de personas muertas, de muertes perfectamente evitables, de muertes hipócritamente no evitadas. El acto, desesperado y humilde, no deja de ser una manualidad. Para confeccionarla, cualquier humano pasa más o menos por las mismas preguntas que me he hecho yo. ¿Debo sonreír en la foto o está prohibido? ¿Copio la de algún modelo que haya visto? ¿Qué conviene que se vea de fondo, una pared blanca o un mundo vivo y en movimiento? ¿Con letra de imprenta (impersonal) o con manuscrita, que es la huella de mi mano, mi mano también viva? Quien responde a estas preguntas transforma una torpe actividad práctica en un ritual. De eso se trata.
Estamos todos confinados. Pero algunos están confinados en campos de concentración fronterizos. La epidemia no hace más que llover sobre lo mojado.
Esa misma semana, en Nova Scotia, un vecino se disfrazó de policía, pintó su auto con los colores de la patrulla canadiense y salió por pequeños pueblos costeros a matar gente; fue por Portapique, por Truro, por Enfield, en dirección a la capital. Fingiendo ser policía los hacía salir de la casa y los mataba. Todos estaban en casa, claro, porque estamos en cuarentena. Prendió fuego a algunas viviendas y también a algunos coches. ¿Qué es esto? ¿Cómo entenderlo? Es una escena más propia de la vergonzante alienación armamentística de los Estados Unidos; en Canadá resulta sencillamente impensable. Como el meteorito que el 29 de abril golpearía la Tierra, mientras debatimos si habrá teatro en los balcones o en las salas.
Lo de Nova Scotia es un acto de otro orden, que la Razón no unta. La cabeza no puede concebirla pero igualmente nuestras palabras conocidas nos repiten, como un mantra: “siempre se puede estar peor”.
Es poco elegante pasar del ejemplo universal al particular, pero es lo que estoy tratando de hacer aquí ahora. ¿Nos horroriza un teatro sin convivio? Sí. ¿Siempre puede ponerse un poco peor que eso? Sí, también.
Es lógico que la explicación justa esté en el marco de referencia (o los marcos) de los que nos consideremos capaces. Escribí con pena genuina sobre el acontecimiento catastrófico en las afueras de Halifax y lo definí como uno de esos episodios que no tienen sentido; allí el sentido –que no existe– debe ser adjudicado por uno. Nunca hay Sentido en estado puro, esto es lo que angustia, bien lo saben los psicoanalistas. Pero mi amigo el director de teatro Anthony Black me corrigió amable, aunque enérgico: el asesino Gabriel Wortman, sin móvil aparente para la masacre, tuvo el tiempo y la premeditación de comprarse un uniforme de su talle, de pintar su coche de patrulla y de acribillar en primer término a su esposa. Se trata de un contexto de violencia de género, amplificado seguramente por otros contextos (yo los llamo marcos de referencia) que, al cruzarse, generan esta complejidad que tanto jaquea a la razón.
Es cierto: la complejidad. La maldita complejidad. La misma que transformó las matemáticas newtonianas en geometrías fractales. La misma complejidad que he defendido siempre para mi dramaturgia, denunciando al newtonianismo anacrónico de los teatros metafóricos con mensaje, y que ahora –cuando no me conviene tanto– prefiero ignorar en mi búsqueda de explicaciones, protocolos o garantías de una vida normal de aquí en más. La explicación del virus no se puede hallar a medias de manera aislada en una sopa de murciélago, ni en la guerra comercial chino-americana ni en el crepúsculo de mil colores del capitalismo neoliberal: los marcos de referencia son todos y a la vez. Es también la cría de animales para consumo humano, donde el hacinamiento conduce a la mutación de virus que en condiciones de normalidad no pasarían de cobrarse la vida de una vaca o de dos cerdos; es también la violencia de un género sobre el otro, tan eterna como la de una clase social sobre las que oprime; es la eterna dicotomía que prometía socialismo o barbarie y que está optando peligrosamente por lo segundo; y es el nefasto calentamiento global, negado una y mil veces por el capitalismo que lo llamó cambio climático como un folleto turístico y que oculta las causas reales y aniña los efectos cada vez que estos atentan contra los intereses inmediatos de las empresas; y es todo más o menos junto, en un corte transversal que nos cuesta mucho desanudar para empezar a hallar una lógica sustentable como habitantes de este planeta del futuro que acaba de empezar de una vez y para siempre.
San Miguel del Monte, 29 de abril de 2020.
Este artículo forma parte de la Review #22
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* Dramaturgo, actor, director y traductor. Su obra, entre otras Bizarra, La terquedad, Lúcido o La estupidez, fue traducida a catorce lenguas y reconocida a lo largo de América y Europa. Fue ganador de los premios Casa de las Américas, Tirso de Molina y Ubú, entre otros.
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