En Egipto la lucha continúa
El Cairo. En cada viaje a Egipto, después de la caída de Hosni Mubarak en febrero de 2011, reina una atmósfera de pesimismo entre los revolucionarios que contribuyeron a este acontecimiento histórico. En cada viaje, tal o cual interlocutor me explica que el antiguo régimen va a volver o que el nuevo va a ser peor que el viejo. En junio pasado, mientras esperábamos ansiosamente la publicación de los resultados de la segunda vuelta de la elección presidencial, muchos estaban convencidos de que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) no iba a aceptar la victoria de Mohammed Morsi, el candidato de los Hermanos Musulmanes, y que, incluso en el caso de que se lo proclamara vencedor, sería controlado por los militares, sin margen de maniobra propio.
Es importante entender qué pasó durante esos días asfixiantes del mes de junio. Ya en la noche de la segunda vuelta estaba claro que Morsi había ganado. La divulgación de los resultados se aplazó porque el CSFA tuvo una duda: ¿podía, a pesar de todo, proclamar vencedor a Ahmed Chafik, el candidato a quien había apoyado con todas sus fuerzas? Si no lo hizo no fue porque no quería, sino porque no podía: semejante decisión habría desencadenado consecuencias incalculables y acaso también una nueva insurrección popular. El CSFA daba cuenta así de que el pueblo egipcio no aceptaría bajo ningún aspecto una vuelta atrás.
Pocos revolucionarios pudieron calcular lo que esta decisión significaba: el poder militar era en realidad mucho más débil de lo que pensaban. A pesar de todas sus maniobras y la represión constante de muchos movimientos de protesta durante casi 18 meses –con arrestos arbitrarios, juicios a civiles ante tribunales militares, tortura, etc.–, la era del CSFA llegaba a su fin.
Acaso tendríamos que haberlo comprendido en ese momento, calculando que el CSFA sería impotente frente a un presidente elegido en forma democrática por sufragio universal. Lo que pasó el 12 de agosto (la destitución del mariscal Tantawi) no fue, finalmente, sino la traducción de esta nueva relación de fuerzas.
Así, se logró uno de los principales objetivos de los revolucionarios luego de la caída de Mubarak –“que caiga el régimen de los militares” –, lo que no quiere decir que el ejército ya no vaya a tener ningún rol en la vida política, sino que va a estar en segunda fila. El hecho de que muchos revolucionarios subestimen este resultado se debe quizás a que tienen una visión demasiado simple de la revolución: durante las dos semanas en que se vio al pueblo egipcio sublevarse a principios de 2011 –un movimiento que provocó la admiración del mundo entero por su determinación y por su pacifismo–, se creó la ilusión de que el cambio radical era fácil, que Egipto podía transformarse rápidamente. Y por lo tanto que, si no cambiaba de inmediato, prevalecía la contra-revolución.
Pero cambiar Egipto, instaurar un régimen democrático estable, renovar las estructuras del Estado, impulsar el desarrollo económico y asegurar la justicia social requiere tiempo, esfuerzos, luchas continuas. Para hacer una comparación que con seguridad no es del todo pertinente, los objetivos de la Revolución francesa de 1789 tardaron un siglo en traducirse en una República estable y democrática (y así y todo con muchas insuficiencias). Un paralelismo más cercano se puede trazar con la caída de las dictaduras en América Latina: poco a poco se han ido estableciendo regímenes democráticos, pero se necesitaron diez o veinte años para que movimientos populares instauraran políticas más favorables para las clases más pobres.
Sin un proyecto de país…
La destitución de los miembros del CSFA no marca el fin de la revolución. Y la elección de un nuevo presidente surgido de los Hermanos Musulmanes despierta temores e inquietudes, en parte justificados: ¿se avanza hacia una “hermanización” (ikhwaniyya) del Estado? Por primera vez los Hermanos Musulmanes, la única fuerza verdaderamente organizada, ejercen el poder en Egipto y, tanto por su estructura como por su ideología, esta organización puede ser tentada por una política de hegemonía. Pero, ¿tiene los medios? No lo creo.
En primer lugar, no cuenta con ningún proyecto para el país: su proyecto económico se inscribe en el cuadro del liberalismo económico que el poder anterior intentó imponer; su proyecto de política exterior también se inscribe en esta continuidad, incluso cuando el presidente Morsi tomó ciertas iniciativas positivas, como sus viajes a Teherán o a Pequín. Pero, ¿está preparado para imponer una política exterior independiente de los Estados Unidos y de los países del golfo?, ¿o una estrategia más activa acerca de la cuestión palestina?
Ahora bien, ninguna fuerza política puede imponer su hegemonía sobre el Estado si no cuenta con un proyecto claro. “El islam es la solución”, proclamaron los Hermanos durante décadas; pero ahora su gobierno tiene que mostrarle al pueblo egipcio cómo traducir ese eslogan en el plano económico o social, y no saben cómo hacerlo. Así, los mismos que explicaban que un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional era incompatible con el islam (los Hermanos Musulmanes y los salafistas) hoy explican lo contrario. Quienes denunciaban el acuerdo con Israel ahora lo aprueban.
Además, ¿quién puede pensar que el pueblo egipcio que se rebeló contra Mubarak aceptará un régimen similar en el que los Hermanos Musulmanes sustituyan al Partido Nacional Democrático del ex presidente?
No estoy queriendo juzgar a los Hermanos Musulmanes. Son una fuerza política importante en el país y una parte de la solución a los problemas de Egipto: no se puede construir una democracia excluyéndolos, como demostró la experiencia de los años de Sadat y Mubarak. Integrarlos al juego político es indispensable. Hay que reconocer que ganaron las elecciones y hay que intentar, por medio del diálogo y la lucha política, que se impliquen en la construcción del orden democrático que Egipto necesita, pero que no es sino uno de los aspectos de la reconstrucción del país.
La lucha política no va a terminar ni mañana ni pasado mañana. Pero hay que ser capaz de llevarla al mejor terreno posible, que no es el de la religión. La creación de un gran frente unido de derecha e izquierda contra los Hermanos Musulmanes sólo puede favorecer la profundización de una línea de fractura en la cuestión del islam. El pueblo egipcio se rebeló contra un régimen autoritario, contra la corrupción y la pobreza; la juventud fue un elemento esencial de las movilizaciones. Es en el conjunto de esos terrenos donde los revolucionarios pueden dar pruebas de imaginación: proponiendo políticas de democratización de la vida del país, transformaciones económicas y sociales, defendiendo con prioridad a los más desfavorecidos. Sólo bajo esas condiciones podrán transformar profundamente las estructuras sociales del país, a imagen de lo que pasa en algunos países de América Latina. La juventud, chicos y chicas, que representa la mayor parte de la población pero que todavía está ampliamente marginada en todas las estructuras políticas (incluyendo las de izquierda) y en las instituciones (de la administración a los medios de comunicación), podría contribuir de manera decisiva: el relevo de las generaciones es una necesidad histórica.
* Esta nota fue originalmente publicada en Les blogs du Diplo, Le Monde diplomatique, París, http://blog.mondediplo.net/2012-09-10-La-revolution-en-Egypte-est-elle-finie
* De la redacción de Le Monde diplomatique, París.
Traducción: Aldo Giacometti.