En el umbral de un gran cambio
El Estado es rico y la población pobre. Así se resume, en pocas palabras, la más importante de las paradojas venezolanas: el desfase abismal entre la opulencia del Estado y la miseria de los ciudadanos.
Repartidos de manera desigual sobre un vasto territorio de casi un millón de kilómetros cuadrados, los 22 millones de habitantes están principalmente concentrados en torno (y en el seno) de algunas aglomeraciones. En inmensos cinturones de miseria sobreviven aquellos que, habiendo abandonado sus lugares de origen, se han agrupado en los ranchos (villas miseria), esos barrios improvisados de casas con techo de chapa o de cartón, desperdigados por las colinas y los barrancos.
Caso único en el mundo, en Caracas, la capital, la población marginal de los ranchos supera en número (60%) a quienes habitan la ciudad en sentido estricto. Los servicios urbanos indispensables (limpieza, transportes, escuelas, recolección de basura, agua, dispensarios, electricidad, cloacas, etc.) raramente llegan a esos barrios precarios, y el orden legal mínimo es allí inexistente. La delincuencia continúa siendo una plaga considerable y el grado de violencia urbana está entre los más altos del mundo (1).
Petróleo y corrupción
La venta de hidrocarburos supuso para el Estado, entre 1976 y 1995, cerca de 270.000 millones de dólares. A título de comparación, el Plan Marshall que, después de la Segunda Guerra Mundial, permitió la reconstrucción de Europa Occidental, representó una ayuda total de apenas 13.000 millones de dólares. Un país pequeño, como Venezuela, recibió pues, a modo de ingresos petroleros, una suma global equivalente a 20 Planes Marshall… Sin embargo, esta cifra astronómica no ha permitido dotar al país de las infraestructuras mínimas ni reducir las escandalosas desigualdades sociales…
Mientras que los beneficiarios del maná petrolero sacan ilegalmente del país cerca de 100.000 millones de dólares, más del 71% de los venezolanos continúa viviendo en la pobreza, el 21% de la población activa está desempleada, el 48% sólo sobrevive gracias a la economía informal, y unos dos millones de niños siguen hundidos en la miseria, de los cuales 200.000 sólo logran subsistir mendigando…
Por un azar histórico, Venezuela ha conservado, desde su independencia en 1811, el régimen legal de las minas del período colonial, según el cual el subsuelo pertenecía a la Corona. El Estado es, por lo tanto, propietario de todos los recursos del subsuelo y recibe directamente, mediante tasas e impuestos diversos, la mayor parte de las riquezas del petróleo. Esta situación alcanzó su punto culminante en 1976, después del alza del precio del petróleo en el mercado mundial, bajo la presidencia de Carlos Andrés Pérez (socialdemócrata). Éste estatizó las empresas petroleras y creó un monopolio para la explotación y el comercio de los hidrocarburos, Petróleos de Venezuela Sociedad Anónima (PDVSA) que, con 3,1 millones de barriles diarios, se convirtió en el segundo productor mundial.
A diferencia de lo que, en circunstancias análogas, ocurrió en otras partes (en Noruega, por ejemplo), el Estado no se ha preocupado en invertir este maná para industrializar el país y favorecer su despegue económico. En cambio, al igual que en otros países petroleros, a través de una economía de renta, compra la pasividad de los ciudadanos garantizándoles un ingreso mínimo. A medida que el Estado se ha hecho más rico, más dispendioso, la población se ha ido haciendo más dependiente de los gastos públicos.
Los gobiernos surgidos de los partidos de tendencia populista –en particular el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), demócrata-cristiano, actualmente en el poder– o socializante –como Acción Democrática (AD), socialdemócrata–, que han acaparado de manera determinante la vida nacional desde la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en 1958, se han servido de la inmensa riqueza petrolera para corromper el país por medio de un sistema de subsidios, donaciones, prebendas, exenciones fiscales y privilegios.
Se han dilapidado sumas gigantescas en proyectos megalómanos e inútiles. Por si no fuera suficiente, se contrajeron enormes deudas con bancos extranjeros, acreedores de un monto equivalente al 60% del Producto Interior Bruto (59.000 millones de dólares en 1997, con una deuda externa de 37.000 millones de dólares).
El Estado, a pesar de las recientes privatizaciones, controla los sectores industriales del hierro, el aluminio, la electricidad, los hidrocarburos y numerosas actividades manufactureras y agrícolas, al punto que la economía de Venezuela sigue siendo una de las más estatizadas del mundo. Y todo ello sin que la población reciba algún beneficio o cierto bienestar general.
El desafío que debería haber asumido Venezuela, a causa de su fortuna petrolífera, era la construcción de una nación moderna, próspera y poderosa, con especial atención a las áreas de educación, salud y servicios públicos. Obsesionados por el control de la economía, los dirigentes de los partidos en el poder se han cuidado mucho de emprender las grandes reformas indispensables, atados como estaban a los métodos intervencionistas y preocupados por su propio enriquecimiento. Raramente se habrá visto un país tan opulento, controlado por unos centenares de familias que se reparten, desde hace décadas, cualquiera sea la situación política, sus fabulosas riquezas.
Hartazgo social
Sin embargo, si existe un lugar en el que el mito del El Dorado ha cobrado todo su significado, es sin duda en territorio venezolano. Desde comienzos del siglo XVI, y particularmente desde el reinado de Carlos V, increíbles expediciones salieron en su búsqueda. Hambrientos por el oro, aventureros delirantes recorrieron las llanuras, los ríos, las montañas y las selvas vírgenes, en busca de los fabulosos yacimientos de oro. En vano. Así se ha elaborado este sorprendente contraste entre un conjunto de provincias coloniales pobres y el mito de su legendaria riqueza.
El rol preponderante de los venezolanos en la lucha por la emancipación de América del Sur también merece ser subrayado. Este pequeño país forjó el poderoso mito de una gran nación única latinoamericana que se llamaría Colombia (en homenaje a Cristóbal Colón), y proporcionó el mayor número de ideólogos y jefes militares que cumplieron una gesta prodigiosa y llevaron las banderas de la libertad hasta las fronteras del Río de la Plata. Por sí solos, los nombres de Miranda, Bolívar y Sucre, los tres gigantes de la independencia sudamericana, y su concepción política de América Latina, bastan para comprender la prodigiosa desmesura de semejante empresa.
Por haber desempeñado un papel tan determinante en las guerras de independencia, Venezuela ha tenido que pagar un precio singularmente alto. Una vez alcanzada la separación definitiva de España, en 1821, sobrevino una época de extrema pobreza, de caudillismo, que no dejó espacio para ningún progreso real de la vida económica y social, y durante la cual se impusieron hombres como José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez, caudillos autoritarios y unificadores.
Y fue en este universo de arcaísmos, pobreza y autocracia, que brotó, en 1922, la fabulosa fortuna petrolera que transformaría el país, para bien y para mal.
El oro negro metamorfoseó a Venezuela. Las consecuencias negativas de este fenómeno repercutieron tanto en el régimen electoral como en la administración de la justicia. No ha existido nunca claramente, como exige la propia esencia de la democracia, un partido en el poder que tuviera enfrente a uno o varios partidos de oposición, representantes de diferentes opciones políticas.
Elegido en 1993, el actual presidente Rafael Caldera (fundador de COPEI), intentó en una primera etapa, no sin valor, tomar distancia de las políticas neoliberales. Juró que no se pondría de rodillas ante el Fondo Monetario Internacional (FMI) y confió el Ministerio de Planificación Económica a Teodoro Petkoff, guerrillero en los años 60 y fundador del partido de extrema izquierda Movimiento al Socialismo (MAS). Su política heterodoxa fue combatida por los organismos financieros internacionales y por Washington (Venezuela es el principal proveedor de petróleo de Estados Unidos). A partir de 1996, Caldera se vio obligado a ceder. Emprendió negociaciones con el FMI y aceptó un severo plan de ajuste estructural piloteado por Petkoff, reconvertido a la economía de mercado (2). Esto se tradujo en un alza brutal del precio de la nafta, la liberación de las tasas de interés, una devaluación del bolívar –la moneda nacional–, la privatización de numerosas empresas públicas y, decisión histórica, la concesión de permisos de búsqueda de hidrocarburos a compañías extranjeras.
Esta nueva política no modifica en absoluto el sufrimiento de la población que, ahora, desconfía de los partidos en el poder, especialmente de COPEI, pero también de los socialdemócratas de AD que, vencedores en las últimas elecciones municipales de diciembre de 1995, controlan casi todas las grandes ciudades.
¿Es casualidad que el hombre más popular actualmente sea el coronel Hugo Chávez Frías, el oficial “bolivariano” que se sublevó el 4 de febrero de 1992, a la cabeza de once batallones de combate y con el apoyo de estudiantes de izquierda de la Universidad de Valencia, para derrocar a Carlos Andrés Pérez y acabar con la corrupción (3)? La gente está harta de las promesas incumplidas, de la incuria general y de la complicidad de los partidos dominantes.
Esos dos partidos, COPEI y AD, se distinguen por ínfimas divergencias ideológicas y han establecido, entre ellos, un sistema de coalición de hecho y de colaboración mutua. El partido que pierde las elecciones no pierde, sin embargo, todas las ventajas de que gozaba, y sigue disfrutando de muchos privilegios.
Se han distribuido cuotas de poder de forma permanente para que la nomenklatura de los dos grandes partidos se reparta, asimismo, los cargos judiciales, hurtando de esta forma su independencia a la justicia.
Desgastados, los dos partidos dominantes no han tenido el valor de modificar una situación de la que obtienen grandes beneficios. Por no haberlo hecho y por no haber emprendido las reformas fundamentales que el país necesita imperativamente, los ciudadanos se alejan mayoritariamente de ellos. Desean soluciones más drásticas para acabar con la “política del compadreo” (4). En las elecciones legislativas y regionales del 8 de noviembre, marcadas por una fuerte abstención (45,42%), el Movimiento V República (MVR) de Chávez se convirtió en la segunda fuerza política del país (19,84%), detrás de Acción Democrática (24,16%). Pero el Polo Patriótico, que agrupa al MVR y a numerosos partidos independientes, es ahora mayoría en el Congreso. Se acaba un ciclo político. De corrupción, incuria y despilfarro. Habrá durado cuarenta años.
1. Ignacio Ramonet, “Le Venezuela vers une guerre sociale?”, Le Monde diplomatique, París, julio de 1995.
2. A los que criticaron este giro, Petkoff replicó que no se trataba de un “plan neoliberal” sino de un “programa de sentido común” (Le Monde, París, 4-5-1996).
3. Carlos Andrés Pérez fue destituido en 1993. Puesto bajo arresto domiciliario (a causa de su edad: 73 años) en mayo de 1994, fue condenado el 30 de mayo de 1996 a veintiséis meses de arresto domiciliario por desvío de fondos públicos.
4. Después de dos años de cárcel y una amnistía concedida por el presidente Caldera, el ex coronel Chávez encabeza las encuestas en vistas de las próximas elecciones. Esta posible victoria del ex golpista –que se declara partidario de una economía mixta, critica el programa de privatizaciones en marcha y prevé, de ser elegido, una moratoria de la deuda exterior, y anuncia la disolución del Congreso y la convocatoria de una Asamblea Constituyente– preocupa a los círculos económicos (tanto nacionales como internacionales) y a Estados Unidos. A tal punto que, con razón o sin ella, Hugo Chávez ya ha denunciado en varias ocasiones la preparación de un “golpe de Estado preventivo”, e incluso un posible intento de asesinato para impedir su acceso al poder (véase Informe latinoamericano, Londres, 27-10-98).
Este artículo forma parte de Explorador Venezuela.
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* Arturo Uslar Pietri (1906-2001) es considerado uno de los mejores escritores en lengua española y uno de los mayores intelectuales venezolanos del siglo XX. Premio Príncesa de Asturias de las Letras (1990) es autor, entre otras obras, de El camino de El D