A PROPÓSITO DE LA DENUNCIA DE MISS BOLIVIA

Escraches, denuncias públicas y poder

Por Nancy Giampaolo*
Miss Bolivia denunció públicamente a su ex pareja y, aunque la justicia aún no se pronunció, obtuvo un inmediato apoyo social. ¿Qué connotación tiene el escrache cuando es ejercido por una persona que dispone de visibilidad mediática? En ese caso, ¿quién tiene más poder? Los escraches, sostiene Nancy Giampaolo en esta nota, no son en sí mismos ni buenos ni malos porque dependen del contexto, y el escrachado no siempre es culpable. Si el feminismo no quiere convertirse en una perspectiva punitivista debe estar dispuesto a revisar sus métodos.
Intervención sobre la base de rawpixel.com (Freepik)

No es sencillo hablar de los escraches que vienen replicándose en medios y redes sociales a partir de la explosión del movimiento de género en Argentina. Existen miradas múltiples e interrogantes que se disparan en distintas direcciones, muchas veces contrapuestas. Pero la popularidad mediática e institucional que los nuevos feminismos han tenido en el último lustro abre la oportunidad para seguir ampliando el debate en torno a una modalidad que, a priori, no es necesariamente buena o mala. Los escraches llevados adelante por la organización H.I.J.O.S. durante la década del 90 tuvieron un sentido que alcanza para demostrarlo. Pero, ¿cuáles son las resonancias de un método cuyo principal fundamento era la ineficacia de la Justica, cuando se aplica a las luchas emancipatorias de las mujeres? Según la psicoanalista y autora de Por una erótica contra natura, Alexandra Kohan (1), “la discusión tiene muchas capas: primero hay que revisar la relación entre feminismo y punitivismo. El feminismo, tal y como lo concebimos muchas, no es punitivista. Estamos viendo con la pandemia rebrotes de punitivismo, una euforia por el señalamiento del otro. La pandemia resignifica el punitivismo y entonces advertimos que algunos feminismos quedaron cooptados por esto. Hay que preguntarse cómo es que se pretende estar por encima de la justicia. Como si las mujeres pudiéramos estar por fuera de los dispositivos legales, por encima de la ley”.

La ley dice que una persona es inocente hasta que se pruebe lo contrario. Probar inocencia o culpabilidad requiere, por lo tanto, de la acción de diferentes peritajes que se apoyan en la necesidad conceptual e irreprochable de no hacer pagar a justos por pecadores. Pero la condena ejercida por el sistema legal no es la única que existe y, en tiempos de redes sociales, la condena social es una variable de enorme potencia destructiva, tanto más cuando se aplica a las nuevas generaciones. El escrache entre adolescentes se intensificó en 2018, cuando varios medios de comunicación celebraron que un grupo de egresadas del Nacional Buenos Aires publicitaran denuncias por diferentes abusos perpetrados en el marco escolar. La medida demostró ser una bomba de tiempo capaz de generar consecuencias que arrancan en la estigmatización y pueden terminar en situaciones aún más graves, como ocurrió con Agustín Muñoz, un estudiante de 18 años de Bariloche que se suicidó, tras haber sido escrachado falsamente por una amiga que se retractó demasiado tarde.

Pero incluso en casos menos graves, en los que el varón de 14 o 15 años que ha sido escrachado por una chica de la misma edad no sufre más consecuencias que un forzoso cambio de escuela, el escrache resulta dañino para las dos partes. “Los escraches a menores de edad –explica Kohan– se enmarcan en un déficit de las instituciones para lidiar con estas situaciones, y hay que seguir luchando para que las instituciones puedan alojar ese malestar que se suscita entre adolescentes para que eso no derive en el escrache indiscriminado, que termina por banalizar las violencias que sí hay que señalar. Por otra parte, el padecimiento no es sólo del escrachado: la que escracha queda coagulada en el lugar de víctima, en un padecimiento subjetivo y ese es otro modo del silenciamiento”.

A su vez, las falsas denuncias que sí llegan a presentarse a la justicia movilizando una serie de recursos que sólo sirven para probar su falsedad configuran un entramado que termina por poner bajo sospecha a quienes denuncian con pruebas fehacientes. Defender la vía legal (que considera indispensable la presentación de pruebas) no significa, sin embargo, negar sus problemas. En este sentido, Kohan sostiene: “Hay que ser honestos cuando discutimos. Sabemos que la Justicia y el Estado no están a la altura de las denuncias, es una obviedad. Pero esa obviedad no puede interceptar de ningún modo el debate por el escrache porque las opciones no son escrache o silencio, esa es una falsa dicotomía. Entonces, #nonoscallamosmás no es necesariamente salir a escrachar, lo otro del escrache no es el silencio. Tenemos que seguir pidiendo porque la justicia haga lo que tiene que hacer, pero de ningún modo sustituir los dispositivos judiciales a través de cosas como el escrache porque de esa forma se arrasa con la subjetividad, no sólo del escrachado, si no de quien escracha”.

Frente a reflexiones como esta, quienes perseveran en defender la práctica de escraches y denuncias en forma indiscriminada argumentan que los inocentes que puedan ser objeto de falsas acusaciones son una “minoría” y un “precio a pagar” para que la lucha feminista siga adelante. En este y otros puntos vemos que algunos feminismos caen en la reproducción exacta de conductas y mecanismos que pretenden combatir. “En nombre de la visibilización –subraya Kohan– estamos replicando lo mismo que estamos intentando cuestionar. De ningún modo podemos hacer un pacto de silencio. Hoy muchos hablan de privilegios y de que los varones tienen el poder, como si el poder fuera algo que se tiene per se y no algo que circula en las relaciones. El lugar de poder, en la cultura del escrache, lo tenemos las mujeres”.

Perspectiva de clase

Otra de las cuestiones que salta a la luz a partir a partir del acto de escrachar, es que excede la perspectiva de género y guarda estrecha relación con lo que podríamos denominar perspectiva de clase. Cuando no hablamos de menores de edad, pero continuamos en el marco de las luchas emancipatorias de las mujeres, el escrache en redes sociales resulta un mecanismo que ofrece mayores resultados a quienes cuentan con infraestructura y visibilidad, en tanto desfallece como recurso en los sectores para los que acumular seguidores en Twitter, Instagram y Facebook –o tener un celular inteligente o una computadora con acceso a Internet– no pasa de ser una fantasía. En otras palabras, el escrache es más efectivo si quien lo ejerce tiene poder.

“Hoy en día existir bajo el lente mediático parece ser para muchas personas la única forma de existir. Es un fenómeno de nuestro tiempo” dijo en una entrevista la antropóloga feminista Rita Segato (2). Y es ahí, en esa forma de existencia signada por la exposición de la intimidad y la apelación a un público que oficia de testigo y parte, donde, nuevamente, la exclusión se aplica sobre las mujeres que no cuentan con esas herramientas. El affaire Miss Bolivia, que denunció a su ex pareja por violencia de género, es elocuente en este sentido, porque visibiliza la desigualdad de oportunidades sobre las que los feminismos no atinan a operar con solvencia. No son desigualdades respecto del varón: hablamos de alcanzar la igualdad de oportunidades entre mujeres de distintos sectores sociales.

Más allá de lo que suceda con la autora de “Tomate el palo” y su ex, Emmanuel Tahub, el caso da cuenta de un proceso que no se ajusta a ningún principio de paridad. La cantante formuló primero una acusación ambigua de violencia física en Instagram, rápidamente neutralizada por una réplica del acusado, quien tomó la saludable iniciativa de recurrir a la Justicia para zanjar el asunto. Luego se dio a conocer una medida perimetral sobre Taub con la que se buscaba convencer al gran público de la veracidad de los hechos denunciados, aunque más tarde se difundió que las dos causas penales de las que había sido blanco fueron archivadas por la justicia. Pero la cantante y militante feminista arremetió con un nuevo texto en el que sostuvo que la denuncia seguía activa y que fue publicado en Twitter nada menos que por la titular del INADI, Victoria Donda. Bajo el lema “Yo sí te creo hermana”, una funcionaria pública apoyaba a una famosa que asegura haber sufrido violencia de género.

Las preguntas que esta situación impone al colectivo feminista exceden el espacio de este artículo, pero permitámonos algunas: ¿Cuáles son los parámetros que justifican la mediación de un funcionario en un caso de denuncia sobre el que la Justicia no terminó de expedirse? ¿No sería más representativo del discurso de la coalición gobernante que políticos y funcionarios atiendan con más interés los casos de violencia sufridos por aquellas víctimas que no tienen voz ni llegada a medios e instituciones? ¿Es legítimo el lema “Yo sí te creo hermana” como pilar de las luchas por la igualdad entre géneros o estamos ante una distorsión de aquellos principios acuñados por las mujeres que marcaron el rumbo de la lucha feminista cuando todo estaba en su contra?

Vale la pena reflexionar sobre esto último a la luz de lo dicho por la escritora e histórica militante feminista francesa Catherine Millet durante su visita a Buenos Aires en 2018, cuando el #MeToo hollywoodense era celebrado con fervor por activistas locales: “El concepto de sororidad es, en mi opinión, muy problemático. Más allá de que yo pueda experimentar tanta solidaridad y compasión por un hombre que sufre como por una mujer, esa palabra está demasiado ligada al vocabulario religioso para que pueda apropiármela. En francés, tenemos incluso la expresión ‘Buena Hermana’, pero no estoy segura de que todas las Hermanas del neofeminismo sean siempre Buenas. Hoy, en Europa, son sobre todo los musulmanes practicantes los que se dirigen unos a otros utilizando las palabras Hermano y Hermana, para marcar su pertenencia a una misma religión. Se trata, lamentablemente, de la expresión de un comunitarismo. (…) Las mujeres del mundo occidental no comparten todas los mismos deseos ni la misma condición, lo que también es válido en el interior de un país. Afirmo, por ejemplo, que no es exacto pretender que Francia, por hablar del país que conozco mejor, sea en su conjunto una sociedad patriarcal. La situación de las mujeres es diferente según el medio al que pertenecen: urbano, rural, laico, religioso, musulmán. Sin embargo, en tanto una mujer haya elegido su condición tan libremente como sea posible, debe ser respetada. No tengo ninguna razón para sentirme Hermana de una actriz de cine que, a esta altura, a instancias de Asia Argento, toma conciencia de que ha sido víctima de abuso sexual por parte del productor de cine Harvey Weinstein, ni de una periodista que acusa públicamente a un colega de haberle pellizcado el culo en el pasillo” (3).

Hashtags e ideas cristalizadas

Con las redes sociales como escenario principal, los feminismos cultivaron un insistente uso de frases como #nonoscallamosmas, #yositecreohermana #miracomonosponemos, #niunamenos #sevaacaer y #sororidad, entre muchas otras. Es innegable la utilidad comunicacional de este recurso, pero hay que señalar que no es más que eso: un recurso de comunicación expresado en una frase mínima que de ninguna manera puede tomarse como un principio vector cerrado. Interpelar estos axiomas ayuda a comprender el alcance real de cada uno de ellos. Lo contrario, es decir la aceptación de un enunciado como algo inapelable, está más cerca del silenciamiento que de la inclusión que la lucha de género declama.

Las miradas críticas, el reconocimiento de los propios errores y la voluntad real de no replegarse sobre subjetividades que arrasan con lo colectivo van contra las acciones punitivas. En tanto se pretenda imponer la aprobación forzosa de la sororidad o se promueva la aceptación automática de una acusación sin pruebas bajo el supuesto de que una mujer víctima de violencia de género no miente jamás, el movimiento de género se aleja de la justicia social. Tampoco atinará a ser representativo de las realidades del grueso de las argentinas que viven situaciones de marginalidad, pobreza y desprotección. Fuera de Internet, fuera de los ámbitos académicos y sin llegada a los medios de comunicación, innumerables mujeres víctimas de la violencia continúan sin respaldo ni apoyo concreto. Desperdiciar esas posibilidades de debatir honestamente y recaer en la sanción de un enemigo que a veces ni siquiera está correctamente identificado favorece la creciente desigualdad social y expone pensamientos fanáticos. El feminismo no es una secta de mujeres; es una herramienta política y social que puede transformar la realidad, para bien o para mal. “No hay una solución simple –acierta Segato– pero es necesario pensar más y estar en un proceso constante. Cuando el proceso se cierra, es decir, cuando la vida se cierra, se llega a lo inerte”.

1. Indie libros, 2019.

2. Entrevista en Pagina 12, diciembre 2018.

3. Conferencia de apertura del FILBA octubre 2018.

* *Periodista, guionista y docente.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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