EDITORIAL EDICIÓN ESPECIAL 11-S

Hijos de Bush

Por Pablo Stancanelli*
Dicen que veinte años no es nada. Sin embargo, alcanzan para sumir al mundo en el caos y marcar a fuego una nueva era. Porque aun cuando existieran tendencias y fuerzas previas, es evidente que los atentados terroristas perpetrados por la red Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 contra los símbolos del poder financiero, militar –y por poco, político– estadounidense en Nueva York y Washington marcan un quiebre en los destinos de la humanidad. Lee aquí el editorial completo de la edición especial por los 20 años del 11-S.
“No era el Corán”, viñeta de Dan Wasserman, The Boston Globe, reproducida en International Herald Tribune, París, 19-5-05.

O están con nosotros, o están con los terroristas…
George W. Bush, discurso ante el Congreso de Estados Unidos,
20 de septiembre de 2001

Dicen que veinte años no es nada. Sin embargo, alcanzan para sumir al mundo en el caos y marcar a fuego una nueva era. Porque aun cuando existieran tendencias y fuerzas previas, es evidente que los atentados terroristas perpetrados por la red Al Qaeda el 11 de septiembre de 2001 contra los símbolos del poder financiero, militar –y por poco, político– estadounidense en Nueva York y Washington, tan atroces como espectaculares, marcan un quiebre en los destinos de la humanidad.

Una explosión desgarradora, disruptiva, que, con las Torres Gemelas del World Trade Center, derrumbó las certezas y falacias que regían el mundo desde los colapsos precedentes, los del Muro de Berlín y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

No obstante, no fueron el acontecimiento en sí mismo, las miles de muertes ni la humillación sufrida por la potencia hegemónica global los que provocaron las siniestras mutaciones que siguieron. Fue la respuesta, la venganza. La “guerra contra el terror” lanzada por el gobierno republicano neoconservador y cristiano de George W. Bush, injustificable sin el 11 de Septiembre, y convertida en una guerra preventiva, deslocalizada y perpetua contra un enemigo indefinido, que convirtió a todos los ciudadanos del mundo en sospechosos, con particular enfásis en aquellos de fe musulmana. Y que, al igual que la “guerra contra las drogas” o cualquier otra entidad abstracta, devino en una guerra imposible de ganar, aspiradora de recursos, destructora de vidas y multiplicadora de los males que pretendía combatir. Un “choque de barbaries”, y no de “civilizaciones” (1). Una caja de Pandora que desató una vorágine de violencias y derivó en un rotundo fracaso. Con una precisión casi quirúrgica, la estrepitosa retirada estadounidense de Afganistán, devolvió al régimen talibán –el primero de sus objetivos– al poder, veinte años después de su expulsión por los bombardeos y la ocupación que buscaban capturar a Osama Ben Laden, líder de Al Qaeda.

No obstante, no fueron el acontecimiento en sí mismo, las miles de muertes ni la humillación sufrida por la potencia hegemónica global los que provocaron las siniestras mutaciones que siguieron. Fue la respuesta, la venganza.

Ben Laden, una vez encontrado por un cuerpo de la fuerza militar especial SEAL, en mayo de 2011, no fue llevado a la justicia. Como había anticipado George W. Bush, el 20 de septiembre de 2001, en su discurso de lanzamiento de la “guerra contra el terror” ante un Congreso estadounidense que lo aplaudía de pie, “la justicia fue llevada a él”: fue asesinado y su cuerpo arrojado al mar. Bush ya había sido reemplazado en la Casa Blanca por Barack Obama, que a pesar de sus brillantes discursos liberales y progresistas, mantuvo y profundizó el legado.

El fin justificó todos los medios

Frankensteins de sus guerras anteriores, esos fundamentalistas religiosos medievales que Estados Unidos había financiado y armado en los años 1970 para combatir el comunismo, saludándolos como “combatientes de la libertad” eran ahora los “enemigos de la libertad” que había que aniquilar a toda costa. Y para ello, Estados Unidos puso bajo ataque esa misma libertad y todos los valores democráticos que decía defender y querer exportar. El alegado fin justificó todos los medios, y la lista de los mismos es tan larga como abrumadora: mentiras, torturas –y obscena justificación de las mismas–, Abu Ghraib, campos de concentración –Guantánamo–, cárceles secretas, detenciones arbitrarias, asesinatos selectivos, daños colaterales, armas químicas –fósforo blanco–, golpes de Estado, ausencia del debido proceso, espionaje, censura, persecuciones, violaciones a la privacidad y a la libertad, corrupción…

En junio de 2005, tras varias desmentidas, el Pentágono debió admitir diversas profanaciones al Corán en el centro de Guantánamo, como el hecho de que un guardia había orinado sobre un detenido y su libro sagrado. En una corrosiva crítica del ilustrador Dan Wasserman –reproducida en esta página– se observa una conferencia de prensa en la que un portavoz del Pentágono le miente a la prensa afirmando “No era el Corán”. Detrás suyo, oculto, se encontraba lo que el gobierno de Bush realmente estaba pisoteando –para decirlo de forma elegante–: la Constitución de Estados Unidos, el derecho y las convenciones internacionales, el multilateralismo. Y en su propia misión divina de imponer la Pax Americana a todos los rincones del planeta, también se llevó puesta la solidaridad de la que fue objeto tras los atentados, cumpliendo la asombrosa hazaña de dilapidar en unos pocos años el poder unilateral global que Washington ostentaba tras la derrota soviética, convirtiendo a su país en una potencia impotente, solo sostenida por su indiscutible poderío militar y la obsecuencia de sus acólitos europeos.

Porque, con la invasión y ocupación de Irak que siguió en paralelo a la guerra en Afganistán, basada en demostradas mentiras y exhibiciones lamentables –como la del general Colin Powell agitando un tubito lleno de polvo blanco en el Consejo de Seguridad de la ONU, afirmando que demostraba la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, o las paranoicas evacuaciones de edificios públicos por supuestas cartas conteniendo Antrax–, Bush mostró su intención de construir un “Gran Medio Oriente”, símbolo de un nuevo orden mundial a la medida de los intereses y los aliados del imperio como Israel o Arabia Saudita, que puede desmembrar periodistas en sus embajadas sin que nadie la acuse de atentar contra la libertad de expresión. Desató un caos de proporciones bíblicas, convirtiendo a África, Medio Oriente y parte de Asia en un reguero de guerras y atentados, desde Libia a Pakistán, pasando por el Sahel, el Cuerno de África, Yemen, Somalia o Siria, generando un gigantesco no man’s land en el que circulan tráficos de todo tipo y brotan organizaciones yihadistas como hongos –que a su vez encuentran terreno fértil en los jóvenes europeos desencantados y marginados–, generando una crisis de refugiados sin precedentes y por sobre todas las cosas, provocando, a lo largo de estos veinte años millones de muertes y otros tantos resentidos. Como todos aquellos árabes que lucharon y arriesgaron sus vidas por su libertad en la Primavera de 2011 y vieron cómo las potencias occidentales sostenían feroces dictaduras cuando los resultados de las tan ansiadas elecciones democráticas no eran los deseados.

Los costos de la guerra

No alcanzó la puesta en escena a bordo del USS Abraham Lincoln el 1° de mayo de 2003, con Bush enfundado en una bombardera militar declarando “Misión cumplida”, para poner fin mágicamente a la “guerra contra el terror”: los conflictos militares, confesionales, geopolíticos, sociales, se expandieron en el tiempo y en el espacio. En su último informe anual, el Costs of War Project de la Universidad de Brown, señala que desde sus inicios en 2001, la “guerra contra el terror” costó unos 8 billiones de dólares y provocó cerca de un millón de muertes. Esta última cifra, aclaran, incluye sólo aquellas muertes que fueron consecuencia directa de la guerra, debido a bombas, balas o fuego cruzado. No tiene en cuenta todas aquellas provocadas por los desastres sociales que la guerra originó, como enfermedades, desplazamientos, hambrunas, destrucciones, que también se cuentan de a millones. Mientras, señala el informe, la guerra prosigue: entre 2018 y 2020, Estados Unidos lideró operaciones de contraterrorismo en unos 85 países (2).

Pero los costos de la guerra no sólo se reflejan en las pérdidas de vidas humanas y en los inmensos gastos (y negociados) presupuestarios. Derivaron en la imposición de una nueva american way of life, que lleva al mundo a un régimen de vigilancia permanente. La elevación de un enemigo a todas luces indefendible al rango de única alternativa, justificó la implementación de regímenes de excepción y control social, favoreció el auge de las empresas líderes de Silicon Valley, en connivencia con el sector militar-industrial estadounidense, a través de su acceso a los datos personales impulsado por la Patriot Act (3) y empujó a todas las democracias hacia regímenes securitarios y represivos –ni hablar de los gobiernos autoritarios y dictatoriales–. Reforzó la versión maniquea del mundo, desatando fuerzas de derecha que estaban contenidas. Desinfló asimismo el impulso de las protestas globales contra el auge de la globalización financiera, convirtiendo a las nuevas luchas, contra el racismo, la contaminación, la desigualdad y la discriminación en combates defensivos, compartimentados, que requieren de manera urgente de una nueva utopía que los englobe y abra nuevos horizontes, antes de que el mundo soñado por Bush y sus secuaces termine de cristalizar.

1. Achcar, El choque de barbaries. Terrorismo y desorden mundial, Capital intelectual-Le Monde diplomatique, Buenos Aires, 2009.
2. Costs of War Project, Watson Institute for International and Public Affaires, Universidad de Brown, Providence (Rhode Island, Estados Unidos): https://watson.brown.edu/costsofwar/
3. Véase, por ejemplo, Thibault Henneton, “Silicon Army”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, abril de 2016.

Este editorial integra la edición especial digital exclusiva para suscriptores: “Auge y caída de la pax americana”

A dos décadas de los atentados que cambiaron la historia mundial, un análisis a fondo de sus consecuencias: el principio del fin de la hegemonía unipolar de Estados Unidos, el fracaso de la invasiones en Medio Oriente y el regreso de los talibanes en Afganistán.

Incluye mapas, cronologías y un amplio despliegue de imágenes.

Escriben, entre otrxs, Pablo Stancanelli, Ignacio Ramonet, Tariq Ali, Eric Hobsbawm, Noam Chomsky, Serge Halimi

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* Editor de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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