La asombrosa transformación de los partidos políticos
Afines de 1982 los partidos políticos resurgieron como si hubieran pasado los seis largos años previos entrenándose para el regreso y no buscando rincones para sobrevivir. Escoltaron a la última junta militar hasta la puerta de servicio e influyeron en la transición pos Malvinas en mucha mayor medida que en cualquiera de las transiciones previas.Sus liturgias y sus íconos marcaron el paisaje urbano y organizaron el tiempo de quienes empezamos a leer, discutir o hacer política en esos años. En cuestión de meses, enormes pintadas con cal opacaron a las notitas clandestinas en aerosol que habían adornado esquinas selectas de algunas ciudades argentinas durante los años oscuros. La campaña de 1983 fue un crescendo de actos en espacios cada vez más grandes. Raúl Alfonsín empezó en la Federación de Box y pasó por Ferro; el Partido Justicialista comenzó en Vélez y ambos terminaron llenando, en la misma semana, la Avenida 9 de Julio desde el Obelisco hasta Constitución. Se abrieron locales partidarios en casi todos los barrios de casi todos los pueblos y las fichas de afiliación se completaron tan rápido como las paredes se cubrían de pintadas. La política se hacía en los comités, se discutía en los locales y se mostraba en la calle. Los militantes de todos los partidos marchábamos muy seguido por motivos de muy diversa importancia, casi siempre junto a militantes de otros partidos.
El auge de los partidos trascendió las elecciones de 1983. Desde la salida de la dictadura, las fuerzas políticas desarrollaron una capacidad de movilización tal que en abril de 1985 Raúl Alfonsín pudo convocarlas a un acto en Plaza de Mayo en defensa de la democracia y torcer luego su discurso hacia el anuncio de una “economía de guerra”, en lo que pareció un tanteo para el lanzamiento del Plan Austral. Y si se arriesgó a hacerlo fue porque sabía que la plaza se iba a llenar, como se llenó, con columnas de todos los partidos. La liturgia callejera y festiva terminó en las grandes movilizaciones de la Semana Santa de 1987, pero la potencia electoral y la capacidad de formación de coaliciones de gobierno que los grandes partidos argentinos desarrollaron en los cinco años previos sobrevivieron largamente a nuestra Primavera de Praga.
En la primera década y media de democracia, entre 1983 y 1999, el PJ y la UCR cosecharon, en promedio, dos tercios de los votos, y obtuvieron casi todos los cargos ejecutivos y legislativos, tanto en las elecciones nacionales como en las provinciales y las municipales. Pero la disputa electoral no les impidió reafirmar su compromiso democrático durante las rebeliones carapintadas ni cooperar en el trabajo legislativo, particularmente para aprobar las leyes que los presidentes demandaron para hacer frente a las recurrentes crisis fiscales y financieras.
En 1994, la reforma de la Constitución parecía cristalizar una sociedad parcialmente competitiva entre los dos grandes partidos nacionales. Los sucesos inmediatamente posteriores confirmaban esta impresión. Nos hemos acostumbrado a pensar en los triunfos de Fernando de la Rúa en la interna de la Alianza y en las elecciones generales de 1999 como presagios del desastre de 2001. Pero mientras ocurrían daban la sensación de que Argentina estaba consolidando un sistema de partidos; es decir, una división estable entre un oficialismo con capacidad de gobierno y una oposición que no recurría a tácticas extra-constitucionales y que tenía presente que en algún momento le tocaría respaldar con medidas factibles sus críticas al oficialismo; una oposición que era, en definitiva, capaz de ganar elecciones.
De aquella imagen robusta nos queda un solo tesoro: el compromiso democrático de los partidos. Pero los partidos de oposición, tanto en el plano nacional como en la mayoría de las provincias, se han vuelto crecientemente irrelevantes para la discusión de las políticas públicas y muy débiles como alternativas electorales.
¿Por qué sucedió así? Es tentador pensar que lo que llevó a aquel sistema aparentemente consolidado a este presente de fragmentación, inestabilidad y competencia asimétrica es la crisis de 2001. Pero se trata de un diagnóstico incompleto y poco iluminador. En efecto, muchos de los problemas entre los partidos, y dentro de ellos, empezaron bastante antes de 2001, y algunos aspectos de esa misma crisis, como las dificultades para salir a tiempo de la convertibilidad o para adoptar políticas fiscales consistentes con el ancla monetaria, también fueron producto de la incapacidad para atar acuerdos partidarios estables. En otras palabras, la debilidad de los partidos fue tanto una consecuencia como una causa de la crisis.
Partidos democráticos
¿Qué pasó con los partidos políticos argentinos? ¿Por qué se mantuvieron fuertes durante los primeros años desde el regreso democrático y qué los debilitó después?
Como subrayaron los estudios de ciencia política de los 80, el primer síntoma de madurez de los partidos argentinos fue la disposición a aceptar los resultados de las elecciones aun cuando fueran adversos. Contextos políticos propicios, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, ayudaron a que los partidos argentinos aprendieran a perder elecciones. En el frente interno, el cambio más significativo fue la completa neutralización de las Fuerzas Armadas como actor político. En el ámbito internacional, la distensión entre las grandes potencias privó de apoyos a los conspiradores locales; la difusión del movimiento y la doctrina de los derechos humanos restó posibilidades a los gobiernos de facto, y la aceleración en la circulación internacional de las noticias aumentó el costo de ejercer la violencia como herramienta política, en particular desde los Estados. Todo ello contribuyó a fortalecer el carácter democrático de los partidos.
Pero sería injusto decir que las fuerzas políticas argentinas dejaron de apostar a los golpes simplemente porque no les quedó otro remedio. Los ensayos de transformación social e institucional de las dos dictaduras previas dejaron un aprendizaje amargo y persistente. Para quienes habían ensayado iniciativas anti-dictatoriales e inter-partidarias como la Hora del Pueblo en 1970, la última dictadura no era una novedad sino más bien la confirmación de que los regímenes militares, lejos de ser interregnos breves, podían dejarlos definitivamente fuera del juego. En comparación con esta posibilidad, el peor resultado electoral parecía buen negocio.
Paralelamente, la derrota de Malvinas disolvió el silencio sobre la crueldad e incompetencia de los gobiernos militares y facilitó la formación de un amplio consenso anti-autoritario. En 1973, los rechazos más enérgicos al autoritarismo se habían elaborado con las retóricas clasistas, tercermundistas e insurreccionales de las izquierdas. Diez años después la oposición más firme a la dictadura se expresaba con el vocabulario y los modos de razonar de las tradiciones liberal y republicana. Y eran los partidos políticos los que ofrecían la forma de organización más acorde con estas tradiciones, lo cual les dio una ventaja respecto de los sindicatos y los movimientos sociales para encauzar el auge de participación política.
Esto permite entender el resurgimiento partidario en general. Pero, ¿por qué los dos partidos tradicionales, el PJ y la UCR, y no alguna fuerza nueva, ocuparon un lugar tan dominante? En una primera mirada, la larga tradición de ambos partidos puede haber garantizado un predominio natural. Aunque parcial, este argumento es correcto: en un contexto de información política incompleta y confusa, buena parte del capital electoral del peronismo y el radicalismo consistía simplemente en que los votantes los conocían. Pero en las reaperturas democráticas previas los grandes partidos nacionales eran igual de conocidos, y sin embargo habían estado lejos del duopolio representativo que ejercieron durante la primera década del actual período democrático. A esas ocasiones habían llegado con profundas divisiones internas, que se expresaron a veces como cisma electoral (la UCR en los 60) y otras como confrontación violenta (el PJ entre 1973 y 1975). La diferencia radica en que en 1983 el peronismo y el radicalismo consiguieron someter la competencia interna a reglas más o menos aceptadas por todas las partes. Se hicieron fuertes en la medida en que aprendieron a perder elecciones generales, y se mantuvieron fuertes mientras sus miembros aceptaron perder internas. Por eso lograron dominar la representación política en los primeros años de la democracia.
En efecto, después de los comicios de 1983, el PJ y la UCR llegaron a las segundas elecciones presidenciales con candidatos elegidos por sus afiliados. En 1988 Eduardo Angeloz le ganó una interna muy desigual a Luis León, y Carlos Menem una muy peleada a Antonio Cafiero. Esas contiendas parecían representar el triunfo definitivo de los movimientos de democratización interna que habían transformado a ambos partidos en los años previos. Sin embargo, este primer gran momento de institucionalización partidaria terminó siendo también el último.
Partidos no tan democráticos
Con el tiempo, los partidos empezaron a encontrar dificultades cada vez mayores para asegurar la permanencia y motivar la cooperación de los derrotados en las competencias internas. ¿Cómo se explica este cambio? Los estudios coinciden en que un actor político coopera solamente cuando espera obtener una porción del poder hoy o bien todo el poder en algún futuro probable. Si ninguna de esas dos cosas es posible, la única alternativa que le queda es disputar el lugar de fuerza interna dominante, haciendo todo lo posible por excluir a la oposición, y sostener esa posición durante todo el tiempo que pueda.
Este es el juego que los partidos argentinos empezaron a jugar, con cada vez más frecuencia, a partir de 1989. Desde entonces, los oficialismos adoptaron dos estrategias centrales: en el corto plazo, concentrar poder y recursos entre sus aliados más cercanos; en el mediano, poner vallas institucionales cada vez más altas a la competencia interna y externa. Con estos objetivos, los oficialismos, tanto peronistas como radicales, no ahorraron imaginación institucional para reforzar sus posiciones y debilitar las de sus adversarios. Por ejemplo, más de la mitad de las provincias adoptaron leyes de lemas, un sistema que fragmenta el poder en la base de los partidos y lo concentra en las cúpulas. La ley de lemas, en efecto, alienta la presentación de numerosas sublistas que compiten entre sí y evita que cualquiera de ellas reúna el poder suficiente para desafiar al oficialismo partidario. Cuestionadas en su legitimidad, estas normativas fueron abolidas en casi todas las provincias. Sin embargo, la lógica que las inspiró sigue vigente en las listas colectoras que hoy proliferan en todo el país y que producen resultados muy parecidos.
Con propósitos semejantes, los gobernadores de la mayoría de las provincias redefinieron los distritos electorales, alteraron la composición de las legislaturas y modificaron las fórmulas electorales. En varios casos, los cambios fueron significativos, y solo excepcionalmente produjeron una distribución más igualitaria de la probabilidad de ganar elecciones.
Pero estos cambios no se limitaron a las provincias. La competencia por las candidaturas presidenciales estuvo sujeta a la misma incertidumbre y con consecuencias igualmente perniciosas. La reforma constitucional de 1994 postergó cuatro años las aspiraciones de Eduardo Duhalde y regresó al banco de suplentes a los radicales que precalentaban para reemplazar a Alfonsín. La sucesión justicialista de 1999, en la que Duhalde se impuso como candidato presidencial, se resolvió pocos meses antes de la elección, y cuando las encuestas habían dejado claro que no tenía ninguna chance de ganar. En 2003 Néstor Kirchner asumió la presidencia después de salir segundo en una elección con tres candidatos afiliados al PJ (Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá y él mismo), y en 2007 consagró la candidatura de Cristina Fernández con un amplio consenso interno pero sin ningún mecanismo institucional de selección competitiva. Mientras tanto, el radicalismo elegía un candidato presidencial extra-partidario en 2007 (Roberto Lavagna) y se asociaba con otro extra-partidario (Francisco de Narváez) como candidato a gobernador de Buenos Aires en 2011. Puede que en 2015 se produzca la primera repetición de un mecanismo de selección de fórmulas presidenciales en todos los partidos mediante internas abiertas, aunque parece improbable que los principales candidatos justicialistas compitan en la misma lista.
Otras opciones
Las restricciones a la competencia y la debilidad de los mecanismos de reparto no obedecen solo a la manipulación frecuente de las reglas de juego por parte de los partidos más grandes. También tienen que ver con obstáculos estructurales, que se observan claramente al analizar la imposibilidad de las llamadas terceras fuerzas de extenderse más allá de los distritos altamente urbanizados.
Una de las constantes de estos treinta años de democracia fue el auge y la rápida desaparición de fuerzas con arraigo electoral metropolitano. El PI, la Ucedé, el Modin, el Frente Grande y Acción por la República, entre otros, crecieron en la Capital y en los municipios bonaerenses adyacentes, entusiasmaron a una parte del electorado y de la prensa, imaginaron que podían viajar en el sidecar de algún partido mayoritario hacia la Presidencia de la Nación, y pagaron rápidamente el error con su disolución en la intrascendencia.
Los motivos hay que buscarlos en las características de los electorados metropolitanos, que se parecen muy poco a los de la mayoría de las otras provincias, y en el hecho de que en los distritos chicos, que eligen pocos diputados nacionales, hay poco lugar para agregar un tercer competidor a las fuerzas ya consolidadas. Expandirse es, por lo tanto, muy difícil. Pero un atajo hacia la Casa Rosada no tanto. Esta es la tesis que parece revelar actualmente la consolidación del PRO y del Partido Socialista como fuerzas distritales en la Capital Federal y Santa Fe: el control del aparato de gobierno en un distrito grande ofrece garantías más firmes que un par de buenas elecciones para la eventual expansión o negociación con un partido mayoritario. Por eso el éxito de estas dos agrupaciones, con estilos e ideologías muy distintos, es un signo auspicioso, pero también revelador del desequilibrio en la representación que caracteriza al sistema político argentino posterior a 2001 y que parece difícil de remediar.
El futuro
El sistema de partidos está desequilibrado. En términos concretos, para ganarle una elección presidencial al PJ hay que obtener un resultado extraordinario en Buenos Aires y en el resto de las provincias grandes. De otro modo, el predominio justicialista en los distritos chicos, esa mitad fiel del conurbano bonaerense y la ayudita de la Constitución Nacional (que evita el ballottage a quien reúna el 40 por ciento de los votos y diez puntos de diferencia con el segundo) inclinan la balanza indefectiblemente hacia el candidato peronista. Hasta 1999, la UCR podía evitar estos obstáculos. Hoy no lo puede hacer ningún partido.
Este desequilibrio en la representación partidaria a favor del PJ tiene dos condiciones: que la distinción entre el peronismo y el resto de las agrupaciones siga siendo relevante, y que las restricciones institucionales a la competencia política sigan dificultando el acceso de nuevos actores a las arenas electorales de las provincias más pequeñas. ¿Puede cambiar alguna de estas cosas? Parece difícil.
En primer lugar, es posible que la memoria del peronismo histórico se haya disipado como fuerza electoral, ya que los candidatos justicialistas han abrazado discursos y políticas de la más diversa inspiración ideológica. Es probable también que la estética peronista, ese sentimiento que inspiró sinfonías a los mejores artistas argentinos, tenga muy baja resonancia electoral. Pero mientras la promesa de protección social creíble para los electorados más pobres siga viniendo de candidatos del PJ (y esta promesa excede largamente al clientelismo), el predominio peronista en ese segmento seguirá siendo firme, y entonces la distinción entre el peronismo y el resto se mantendrá como un dato relevante. En segundo lugar, parece difícil que, a menos que un vendaval electoral nacional redefina las distinciones políticas fundamentales, cambie la competencia restringida en las provincias más chicas.
En treinta años de democracia los partidos políticos, y los votantes, aprendimos a perder elecciones. Tal vez sea mucho más importante la parte que todavía nos falta, que es aprender a perder bien.
Edición especial
30 años de democracia
Las conquistas y las deudas a tres décadas del triunfo de Raúl Alfonsín
Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, celebra los 30 años de democracia en Argentina y lanza una edición especial monográfica, al margen de los números habituales del periódico, para analizar el acontecimiento.
El próximo 10 de diciembre la democracia argentina cumple 30 años y Le Monde diplomatique, edición Cono Sur los celebrará con el lanzamiento de un número especial dedicado a destacar la evolución política, económica, social y cultural de nuestro país en las últimas tres décadas. Pero también a recordar las deudas pendientes como la ausencia de políticas progresistas de largo plazo -que trasciendan los cambios de gobierno-, la debilidad institucional, la pobreza y las desigualdades persistentes. Porque aún siendo la mejor forma de gobierno, es imperfecta, y es necesario reflexionar para mejorarla.
Escriben: José Natanson, Creusa Muñoz, Marcelo Leiras, Martín Rodríguez, Damián Nabot, Rut Diamint, José Nun, Marcelo Fabián Saín, Federico Lorenz, Elsa Drucaroff, Alan Pauls.
Disponible únicamente en kioscos.
* Profesor Asociado, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de San Andrés. Investigador Independiente, Conicet.