La conflictiva e inacabada tarea de superar el pinochetismo sociológico
La construcción de una subjetividad política que sintonice con las transformaciones es un desafío que se enfrenta a la persistencia de una forma arraigada de pinochetismo sociológico heredado, como en otras experiencias autoritarias, de la naturalización de muchos hábitos colectivos durante un larguísimo período de tiempo.
Cabe pensar en lo que el historiador británico Paul Preston señala respecto al “franquismo sociológico” en el caso español: “Cuarenta años de dictadura controlando los medios de comunicación y la educación en un régimen de terror habían creado una masa sustancial de gente que pensaba que Franco había salvado a España. Los éxitos posteriores del Partido Popular se deben a esto. Así se pueden explicar, aunque no justificar, las reticencias de los socialistas, por miedo y por una cierta complacencia” (1). Por eso Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid entre 1979 y 1986, llegó a decir que “el problema de España es que los hijos de los fascistas son más fascistas que sus padres”. Seguramente, porque era un fascismo que ya no se entendía a sí mismo como lo que era.
En el caso chileno, los últimos 47 años han creado un imaginario que ha impregnado a una parte extensa de la conciencia colectiva del país, que permite la reproducción de muchas disposiciones o esquemas de obrar, pensar y sentir que son transversales al conjunto de la sociedad. Vale la pena advertir que estos hábitos eran, en parte, anteriores al golpe de 1973. Augusto Pinochet no fue la causa de lo ocurrido, sino una consecuencia.
Ni Pinochet ni el pinochetismo fueron una especie de banda de militares que se apoderaron del poder por sí mismos. Eran el resultado de una manera ya existente de entender Chile.
Pinochetismo transversal
Y gran parte de esa forma de comprender Chile se ha transmitido, por generaciones, a una audiencia mucho más amplia, que ha bebido de esas ideas sin tener otro paradigma al cual referirse: “A falta de otros nexos de comunicación, el individuo aislado se encuentra predispuesto a aceptar la interpretación oficial de lo que está pasando” (2). Ese es el poder del pinochetismo sociológico, un modo de ver el mundo, una forma de naturalización de lo social, que abarca e impregna hasta a algunos de los más convencidos antipinochetistas.
Una parte importante de esta disposición se arraiga en una corriente de ciudadanos que vivieron con “naturalidad y normalidad” bajo el pinochetismo, y estando de acuerdo con sus ideas, estaban abiertos a un cierto nivel de apertura para controlar que la transición no se saliera de los cauces tolerables. Esta es la base de apoyo fundamental del actual gobierno. Este fenómeno nos remite a un complejo de estructuras socioeconómicas y de intereses económicos concretos, creados, mantenidos o potenciados por el sistema pinochetista.
Pero el pinochetismo sociológico es más amplio y transversal que ese sector. Toca de alguna forma a todas las clases medias, que hoy son la mayor parte de la sociedad chilena, y que teniendo una situación financiera manejable, pero insegura, no van a jugarse el todo por el todo para enfrentar cambios que pongan en riesgo su posición actual. E incluye también a sectores populares, que han adherido al conjunto de actitudes sociopolíticas, regularidades de comportamiento personal y colectivo e inercias de pasividad o indecisión, fomentadas por más de cuatro décadas de acción intencionada de los agentes de socialización más relevantes del país: la televisión y la prensa escrita, el sistema de consumo, los centros laborales, buena parte de las políticas públicas, la mayoría de las instituciones de educación, muchas de las instituciones religiosas, el municipalismo clientelista, etc.
Como observaba Norbert Lechner: “La fuerza normativa de lo fáctico radica en eso: un ordenamiento de la realidad sin interpelación de la conciencia. No se puede vivir a contrapelo de la sociedad, al margen del orden. Se invierte en el orden establecido, aunque sea pidiendo limosnas (…) La sobrevivencia física impulsa al desamparado a participar en el orden, a consentir. El hambre ayuda a disciplinar” (3).
Hacia un orden deseado
En 1990 el pinochetismo pasó de ser un sistema político para convertirse en una forma de vida casi imperceptible. En ese proceso se dio una erosión de los anteriores mapas mentales, lo que dejó obsoletas muchas representaciones simbólicas de la realidad. Por ello existe tanta dificultad en nuestros marcos interpretativos para captar los cambios que han transformando a los procesos económicos, la estructura social y comunicativa, el ámbito cultural y político.
Por eso el Proceso Constituyente debe bregar radicalmente contra un sistema naturalizado a niveles mucho más hondos de lo que se cree: “El poder ya no es percibido como un atributo de determinado grupo, sino que aparece de manera independizada como ‘la naturaleza de las cosas’, como una fuerza natural” (4).
En ese sentido es acertado el diagnóstico del rector Carlos Peña cuando sostiene: “La sociedad de hoy es una sociedad que –para bien o para mal–, en vez de estar inflamada por las grandes utopías, está integrada por individuos que esperan que su trayectoria vital dependa, ante todo, del esfuerzo que sean capaces de hacer. La utopía de la nueva sociedad ha sido sustituida por los anhelos personales” (5).
Voluntad colectiva
Compartiendo la constatación de Peña, es importante no caer por eso en una falacia naturalista, que identifique lo existente con lo deseable. Si la sociedad chilena tiene rasgos hiperindividualistas, no es por un desarrollo espontáneo o carente de intencionalidad.
Es necesario evitar la tentación del cinismo, que prescribe que la realidad es lo que es, y eso sería todo lo que importa. No es justificable descalificar la pregunta por una realidad diferente, y rechazarla como un sin sentido, ya que ello delata una forma de clausura que cierra el futuro a lo que ya existe.
En palabras de Lechner, el principio legitimatorio de toda decisión política es que sea posible decidir. El diagnóstico de Carlos Peña, que a mi juicio expresa el profundo arraigo del pinochetismo sociológico, no puede significar que la sociedad chilena pueda transigir en su derecho a elegir entre el infinito número de posibilidades de ordenar el presente (6).
Esta coyuntura es un momento adecuado para retomar lo que Norbert Lechner llamó “La Conflictiva y nunca acabada Construcción del Orden Deseado” (7). Es el tiempo de la deliberación común que permita generar una nueva voluntad colectiva, por medio de una dura confrontación con el pasado, conflictual, pero no por ello violenta ni ingobernable. O como decía Lechner, contribuir a traducir las carencias en tareas.
Por el carácter inacabado de toda forma de construcción política, la facticidad del pinochetismo sociológico no es un destino trágico, del cual sea imposible escapar. Es necesario “el lento paso de un orden recibido a un orden producido” (8). La vida política es creación humana, que se construye y reconstruye institucionalmente.
Por ello es necesario pensar y actuar en el espacio de lo posible: esa brecha en la cual no se puede hacer cualquier cosa, pero al mismo tiempo se descubre que, con todas las dificultades del caso, hay cambios que se pueden hacer, y desfallecer ante ese esfuerzo es simplemente una forma de autoderrota.
1. Entrevista a eldiario.es , 14 de septiembre 2020.
2. Lechner, Norbert (2006) Obras escogidas, LOM, Santiago, p. 234
5. El Mercurio, 13 de septiembre de 2020.
7. Lechner, Norbert (1984) La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, FLACSO, Santiago.
* Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur