HISTORIA DE DOS NACIONES

La construcción de la nación en Rusia y Ucrania: una perspectiva de larga duración

Por Andrés H. Reggiani*
El concepto de “nación”, tal y como lo conocemos hoy en día, es estrictamente moderno. De manera similar, la conciencia nacional ucraniana también lo es, y fue construida en oposición a la conciencia nacional rusa: al no formar parte de la Gran Rusia, sino de la Rusia Menor, eran entendidos como rusos de segunda categoría.
Mykola Ivasyuk, Entrada de Bohdan Jmelnitski a Kiev, CC

En Rusia se abre a la intelligentsia ucraniana una tarea enorme: hacer de la vasta masa étnica del pueblo ucraniano una nación, un organismo completo, con vida política y cultural propia, capaz de resistir los intentos asimilacionistas […] una nación abierta […] a esos valores humanos universales sin los cuales no hay nación o estados […] que pueda sobrevivir.

Ivan Franko, 1905

 

Las historias de Rusia y Ucrania están íntimamente entrelazadas y también lo están sus respectivos procesos de construcción nacional. El territorio que compone la actual Ucrania –su significado es, precisamente, “frontera” o “confín”– estuvo sometido a diferentes jurisdicciones: polaca, rusa, austríaca y turca. Moldeada por una prolongada historia de intercambios y conflictos con otras culturas del centro y el este europeos, la conciencia nacional ucraniana se articuló primero en torno al territorio y la historia, y más tarde la etnografía. En ese proceso, Rusia desempeñó un papel fundamental. En primer lugar, porque, como resultado de las sucesivas particiones de Polonia y el desplazamiento de las fronteras del imperio ruso hacia el oeste, una mayoría de las poblaciones que más tarde se definirían como ucranianas se encontró por primera vez viviendo bajo una misma soberanía. El reagrupamiento territorial, sin embargo, no fue una condición suficiente para la formación de la conciencia nacional, ya que en esas tierras se hablaban lenguas y profesaban religiones diferentes; incluso la conciencia histórica de esas poblaciones podía diferir según la región. En segundo lugar, porque al imponer desde arriba una visión de la nación rusa que negaba a los “rusos menores” –como se designaba en el imperio a los súbditos que habitaban la actual Ucrania– un status igual al de los “Gran Rusos”, San Petersburgo potenció el elemento anti-ruso del protonacionalismo ucraniano, politizando lo que hasta ese momento había sido un fenómeno esencialmente cultural limitado a una elite ilustrada.

 

Los nombres de (las) Ucrania(s)

No fue hasta fines del siglo XIX que las poblaciones que habitan la actual Ucrania comenzaron a llamarse a sí mismos “ucranianos” y a su tierra “Ucrania”. Esparcidos por tierras sometidas a diferentes centros poder, se los conocía como “rutenos” en Austria y cosacos o “rusos menores” (o “pequeños rusos”) en el imperio de los zares. Antes de 1648, casi todos los que tres siglos más tarde pasarían a llamarse “ucranianos” vivían dentro de la Mancomunidad Polaco-Lituana (1569-1791), cuyas fronteras orientales se extendían al este del río Dnieper. Fue sólo después de 1667 que una vasta extensión de ese territorio –las actuales regiones de Poltava y Chernivtsi– quedó bajo el control del zar de Moscú. Así y todo, después de esa fecha la mayor parte del territorio y población ucranianos continuaron siendo gobernados desde Varsovia. El nexo ucraniano-polaco fue crucial hasta fines de la Segunda Guerra Mundial. Las tierras al oeste del Dnieper permanecieron dentro de la Mancomunidad hasta fines del siglo XVIII. La nobleza polaca se mantuvo allí como grupo dominante hasta 1830, e incluso 1863, y los polacos en general gozaron de una gran influencia social y cultural hasta la Revolución Rusa de 1917 (en algunas regiones como Galitzia y Volhynia los terratenientes polacos retuvieron una posición dominante hasta la Segunda Guerra Mundial).

Al oeste, la Ruthenia Transcárpatica fue parte de Hungría de manera ininterrumpida desde la Edad Media hasta la Primera Guerra Mundial. En 1919 fue anexada a la nueva Checoslovaquia, pero tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial volvió ser parte de Hungría, hasta que en 1944 quedó bajo control soviético. Tras el desmembramiento del Imperio Austrohúngaro (1918) la región de Chernivtsi –la parte norte de la provincia austríaca de Bukovina– perteneció a Rumania hasta 1940, pero desde 1944 quedó formalmente incorporada a la URSS. Las regiones de L’viv, Ternopil e Ivano-Frankivsk fueron parte de Polonia desde mediados del siglo XIV hasta el XVIII. Anexadas por Austria en 1772, permanecieron bajo la órbita de Viena como “Galitzia Oriental” hasta 1918. Incorporada a Polonia después de 1919, tras la destrucción de esta última durante la Segunda Guerra Mundial esas tierras pasaron primero a manos de los soviéticos, luego de los alemanes, para finalmente regresar a la esfera soviética en 1944. El agrupamiento de todas las “Ucranias” –polaca, rusa, austríaca, rumana, húngara, turca– se completó en 1945, o 1954 si incluimos la cesión de Crimea. Fue recién entonces que Ucrania surgió por primera vez como una entidad política singular con centro propio.

 

El proyecto ruso

Antes del siglo XVIII el concepto de nación ruso como algo distinto de la persona y posesiones del monarca no existía. Esta idea surgió por primera vez en la época de Pedro el Grande (1696-1725) pero hubo que esperar hasta el reinado de Catalina II (1762-1796) para que quedase claramente establecida. Aun así, cuando el zar, además de ser el autócrata de Gran Rusia, se convirtió en el soberano de la Rusia Menor, ésta no devino parte de Rusia, en el sentido moderno (nacional), sino que retuvo su propio gobierno, leyes e instituciones durante al menos un siglo. El proyecto ruso de construcción nacional requería la eliminación de la Rusia Menor como entidad separada: fue precisamente en las décadas finales de su existencia como entidad autónoma que algunos rusos menores comenzaron a defender sus derechos en una lengua que reflejaba una concepción moderna de nación.

Antes de que los ucranianos de la Rusia Menor pusieran en marcha su propia agenda, el proyecto ruso de construcción nacional-estatal estaba ya avanzado y tendría profundas consecuencias para los ucranianos que vivían dentro del imperio. Desde la época de Catalina II ese proyecto requería la eliminación de las instituciones tradicionales de la Rusia Menor como condición para su integración en el estado y sociedad imperial. La ironía (aparente) de este proceso fue que gran parte de los primeros nacionalistas rusos eran, de hecho, “rusos menores” (es decir, oriundos de Ucrania). Este dato en sí mismo no sería significativo si no fuera porque más tarde Rusia adoptaría la definición étnica de nación (1). Lo que importa tener en cuenta es que la nación rusa que aquellos “rusos menores” estaban ayudando a crear no era una nación étnica, ya que el proyecto imperial todavía no definía la identidad pan-rusa a partir del componente “gran ruso”. Fue el surgimiento de la conciencia (proto)nacional ucraniana lo que a posteriori contribuyó a darle a la identidad rusa un carácter étnico, haciendo del gentilicio “ruso” sinónimo de “gran ruso”. Desde la perspectiva del gobierno y la sociedad imperial, parecía razonable esperar que los “rusos menores”, que desde su separación de Polonia a mediados del siglo XVIII habían vivido más de un siglo bajo el cetro de los zares, se unirían a los “gran rusos” para formar todos una nueva Rusia europea.

 

La emergencia de la conciencia nacional ucraniana se remonta a finales del siglo XVIII.

 

Esto permite ver que el proceso de construcción nacional en Rusia significó cosas distintas en momentos diferentes. Hasta la primera mitad del siglo XIX el concepto de nación rusa se mantuvo relativamente abierto: Rusia no se pensaba todavía como el país de los “gran rusos”, es decir, rusos “étnicos”. La formación de su identidad nacional descansaba en la construcción de una historia cuya pieza basal era la idea de un estado milenario que conectaba Kiev, Moscú y San Petersburgo. Formulada por primera vez tras la anexión de Ucrania a Rusia (1654), esta idea sostenía que los rusos modernos habían poseído su propio estado de manera ininterrumpida desde la alta Edad Media, cuando las tribus eslavas orientales se unieron para formar la Rus de Kiev (siglos IX-XIII). Esta lectura del pasado cerraba a los ucranianos cualquier posibilidad de reivindicar el precedente de una estatalidad histórica que pudiese servirles de fundamento para reclamar un status similar en el futuro. Aun cuando pudiese resultar políticamente expeditiva, semejante lectura del pasado no resistía el análisis ya que en los siglos previos a la unión con Ucrania los gobernantes del Gran Ducado de Moscovia tuvieron una idea muy difusa –si es que tuvieron alguna– de ser los herederos directos de la Rus de Kiev. Fue más tarde que los rusos embellecieron su historia nacional “inventando” a Moscovia como sucesor único, legítimo y directo de Kiev. Para ello invocaron, primero, vínculos dinásticos y religiosos y, más tarde, la identidad étnica entre la nación rusa moderna (y su imperio) y la Rus de Kiev. Con la intensificación del nacionalismo étnico a lo largo del siglo XIX los rusos llevaron esta operación un paso más lejos: declararon que los “gran rusos” eran los verdaderos rusos, mientras que los ucranianos y bielorrusos pasaron a ser vistos como ramas más jóvenes de la familia rusa, o en el peor de los casos, como rusos corrompidos por influencias foráneas. Pero en la fase temprana de la formación del estado nacional la cuestión de la relación de los “rusos menores” con los “rusos en general” no estaba aún resulta.

 

La idea de Ucrania

La emergencia de la conciencia nacional ucraniana se remonta a finales del siglo XVIII (2). Sus primeros representantes estaban relativamente instruidos, pertenecían a los sectores socioeconómicos acomodados y tenían una visión secular del mundo. Además eran conscientes de que las sociedades estaban cambiando y que había pueblos que podían decidir cómo y por quién querían ser gobernados (3). La primera idea o definición de nación que formularon se fundaba en la historia. Los “rusos menores” de la época de Catalina se consideraban descendientes de la Mancomunidad Polaco-Lituana y esgrimieron sus derechos contra el Imperio Ruso invocando su vínculo histórico con aquélla. Más tarde, tras la disolución de la nación histórica de la Rusia Menor los ucranianos apelaron a la etnografía a fin de clarificar quién constituía el “nosotros” y quien el “otro”. De esa reflexión surgió la idea de Ucrania como la tierra habitada por campesinos que hablaban el dialecto ucraniano. Esa Ucrania “imaginada” fue cobrando forma de la mano de una elite que, nombrando lugares, personas y acontecimientos –“inventando” tradiciones y consagrando “lugares de memoria”– contribuyó a sentar las bases materiales de la identidad nacional (4). No hay que olvidar, sin embargo, que esos primeros “nacionalistas” que se asumieron como voceros de un pueblo de campesinos-siervos, eran simultáneamente ucranianos y rusos: formaban parte de una intelligentsia de habla rusa y eran descendientes de ucranianos, de rusos, o de ambos.

Ya fuera que estuviesen articuladas en términos etnográficos, lingüísticos o históricos, desde un primer momento la afirmación de una identidad cultural ucraniana introdujo una caracterización de la nación –como comunidad que quería ser libre– que chocaba con la doctrina oficial (imperial) de la nacionalidad, la cual hacía de la religión ortodoxa, la autocracia y la servidumbre los rasgos distintivos de la identidad rusa. Esta conciencia nacional temprana encontró su expresión en obras literarias, piezas teatrales e investigaciones históricas y filológicas fuertemente influenciadas por el Romanticismo y la filosofía idealista. La adopción de la lengua vernácula tuvo lugar en la parte de Ucrania que estaba más culturalmente “occidentalizada”: los distritos de Poltava y Kharkiv (5).

Además de la etnografía y la historia, la demarcación territorial de la Ucrania moderna contó con un componente material fundamental: la colonización del Mar Negro (periferia del Imperio Otomano) con campesinos provenientes de la Ucrania oriental rusa (la Rusia Menor) y de la margen derecha del río Dnieper (la antigua Ucrania polaca). La expansión hasta el sur (Mar Negro) y el oeste (partición de Polonia) tuvieron como resultado la formación de una nueva entidad con centro en Kiev, que hasta entonces había sido una ciudad de frontera.

 

Los ucranianos se convirtieron en una nación no porque hablaban una misma lengua; hablaron una misma lengua porque primero decidieron ser una nación.

 

Con la anexión rusa de la periferia ucraniana de Polonia las márgenes derecha e izquierda del Dnieper quedaron unidas en una sola entidad política. La partición de Polonia transformó radicalmente las condiciones en que desarrollarían de ahí en más las relaciones entre la Rusia Menor y la Gran Rusia, entre Ucrania y el imperio. La inclusión de varios millones de católicos romanos, Uniatos y judíos dejó planteada la cuestión del status político de estos nuevos sujetos del imperio. Cuando a mediados del siglo XIX San Petersburgo estableció la conexión entre la cuestión polaca y la ucraniana, lo hizo a la manera característica de una mentalidad policial. No vio el movimiento nacional ucraniano como una expresión auténtica de las aspiraciones de los “rusos menores”, sino como el producto de intrigas foráneas (polacas) cuyo objetivo era desmembrar el imperio. Tras el aplastamiento de la insurrección polaca de 1863 el imperio suspendió varios aspectos de la reforma de 1861 –que emancipaba a los siervos del zar– e impuso restricciones al uso de la lengua ucraniana. El gobierno concluyó que el nacionalismo ucraniano ponía en peligro la unidad rusa, aun cuando, a diferencia del polaco, aquel se limitaba a actividades literarias y académicas. En 1876 San Petersburgo fue un paso más lejos al amalgamar la lengua y cultura ucranianas con el separatismo político. Al prohibir la publicación de obras literarias y musicales ucranianas, la política imperial contribuyó, involuntariamente, a politizar la cultura, sacándola de su ámbito provincial y transformándola en una fuerza subversiva y disolvente. Esta percepción determinó la forma en que en el futuro Rusia respondería al nacionalismo ucraniano: como un complot originalmente urdido por polacos y del cual se valdrían alemanes, austríacos y el propio Vaticano.

Las diferencias y conflictos con rusos, y polacos, no fueron suficientes para construir una nación ucraniana única. A principios del siglo XX el historiador y político Mykhailo Hrushevsky (1866-1934) advertía a sus compatriotas sobre el peligro de que su pueblo siguiera el camino de serbios y croatas: dos naciones con el mismo fundamento étnico. Una identidad étnica común, sostenía, no garantizaba que de ella surgiría una nación; la etnicidad era sólo el punto de partida, un fundamento. El desarrollo de una única lengua literaria requería un esfuerzo sostenido y una política orientada a ese fin. Los ucranianos se convirtieron en una nación no porque hablaban una misma lengua; hablaron una misma lengua porque primero decidieron ser una nación. Ese resultado debió mucho a Hruschevsky, en especial a su síntesis de la historia ucraniana. En ella formuló una concepción del pasado que servía de estrategia política para pensar la nación en su totalidad. Su fundamentación histórica de la nación vindicaba del “mito” ucraniano al poner énfasis en la importancia crucial que los vínculos entre Kiev y L’viv tuvieron en momentos críticos del pasado; y con igual fuerza rechazó la idea de que hubiese existido un estado y una nación rusa “milenarios”. Mirados en perspectiva, los Acuerdos de Belovezha de 1991, en los que los líderes de las tres grandes repúblicas eslavas acordaron disolver la Unión Soviética, parecieron hacer realidad el plan que Hrushevsky concibiera casi un siglo atrás, en su escrito sobre la “estructura racional” de la historia de los eslavos orientales: el establecimiento de los estados independientes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania.

 

1. Liah Greenfeld, Nationalism: Five Roads to Modernity. Cambridge: Harvard University Press, 1992.

2. En su poema “Una conversación de la Gran Rusia con la Rusia Menor” (1762) –una de las expresiones más tempranas de la conciencia nacional ucraniana– Semen Divovych afirmaba que, si bien la Rusia Menor y la Gran Rusia compartían el mismo soberano, la primera tenía su propia historia y carácter, y no estaba ni subordinada ni era parte de Gran Rusia; todo lo contrario, era su igual. Citado en Szporluk, “Ukraine: From Imperial Periphery to a Sovereign State”, p. 93. Véase también Zenón E. Kohut, Russian Centralism and Ukrainian Autonomy: Imperial Absorption of the Hetmanate, 1760s-1830s. Cambridge: Harvard University Press, 1988; Ralph Lindheim y George S. N. Luckyj (coord.), Toward and Intellectual History of Ukraine. Toronto: University of Toronto Press, 1996.

3. Debido a que estaba muy rusificada la elite ucraniana tradicional tuvo en este proceso un papel marginal. Los principales propagadores de la nueva de identidad nacional provenían sobretodo del universo intelectual y académico.

4. Pierre Nora (comp.), Les lieux de mémoire. 3 tomos, París: Gallimard, 1984-1992. Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1993. Eric Hobsbawm y Terence Ranger (comp.), La invención de la tradición. Barcelona: Crítica, 2005.

5. Acerca de la filología como motor de la conciencia nacional, Anderson señala que a partir del siglo XVIII las antiguas lenguas sagradas (latín, griego y hebreo) “fueron obligadas a mezclarse en un pie de igualdad ontológica con una variada multitud plebeya de rivales vernáculas […] en el mercado del capitalismo impreso”. En consecuencia, “si todas las lenguas compartían ahora una posición (intra)mundana común, toda ellas tan igualmente dignas de estudio y admiración. ¿Pero por quién? Lógicamente, dado que ahora ninguna pertenecía Dios, por sus hablantes nativos y los lectores de cada lengua”. Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Véase también Edward W. Said, Orientalismo. Buenos Aires: Random House Mondadori, 2002.

* Profesor investigador en el Departamento de Estudios Históricos y Sociales, Universidad Torcuato Di Tella.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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