FRENTE A LAS ELECCIONES DEL 14 DE NOVIEMBRE

La época de las hegemonías débiles

Por Fernando Rosso*
Si se confirma el resultado de las PASO, el gobierno de Alberto Fernández habrá sufrido un castigo electoral por la dificultad para encontrarle una salida a la crisis y su particular sistema de “toma de indecisiones”. Pero la derrota sería también una expresión del agotamiento del esquema de polarización política vigente desde hace décadas y de la imposibilidad de estabilizar ciclos políticos fuertes.

Vivimos la época de las hegemonías débiles. Una definición que es un oxímoron: si es débil no es hegemonía, concepto que presupone algún tipo de sedimentación vigorosa en la articulación social y política con capacidad de ampliación en el espacio y de resistencia en el tiempo.

El Frente de Todos se encamina a confirmar la regla epocal y a protagonizar una derrota electoral (atenuada o no) frente a la oposición de Juntos por el Cambio, algo impensable hace dos años cuando el kirchnerismo ampliado y renovado se imponía ante el expresidente Mauricio Macri luego de su funesta gestión gubernamental.

La debilidad hegemónica no es un fenómeno privativo de este país problemático y febril, si es que esto sirve de justificación -o consuelo- para los partidarios del oficialismo. Dilemas similares afectan a otros países. Ahí está Joe Biden, el flamante presidente demócrata de Estados Unidos que, apenas un año después de haber sido elegido, sufrió su primer revés electoral en los comicios locales de principios de noviembre, sobre todo por el triunfo republicano en el estado Virginia a manos de un candidato referenciado en Donald Trump. Ahí está también el banquero ecuatoriano Guillermo Lasso, que con apenas cinco meses en funciones enfrentó potentes movilizaciones contra sus decretos de establecimiento de los precios de los combustibles, contra las reformas económicas y la relación de vasallaje con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Más atrás en el tiempo, el huracán bolsonarista se apagó con pena y sin gloria, hundido en su propio pantano, del mismo modo que Sebastián Piñera, que representaba un “modelo” para el continente y que sin embargo sucumbió ante las rotundas protestas que recorrieron el Chile en los últimos años; hoy afronta un juicio político desde el subsuelo de su impopularidad.

La oleada de movilizaciones populares que recorrió varios países entre 2018 y 2019 respondía a la orientación de los gobiernos que intentaban avanzar en reformas laborales, previsionales y tributarias. El ciclo neoliberal sufre cierto agotamiento a nivel internacional y las clases dominantes necesitan una nueva transformación regresiva de gran magnitud. Pero no logran reunir las condiciones políticas y la relación de fuerzas necesarias para llevar a cabo semejante tarea. La inestabilidad, las oscilaciones y la inexistencia de «gobiernos hegemónicos» responden a esta imposibilidad.

Argentina

En este contexto, Alberto Fernández y el Frente de Todos supieron darle su particular impronta con la toma de múltiples indecisiones, un paso adelante y diez pasos atrás, un sistema de vetos cruzados en la heterogénea coalición oficialista que bloqueó la emergencia de cualquier liderazgo y una capitulación tras otra ante los poderes fácticos. El llamado “vacunatorio vip”, la foto de la fiesta de Olivos o las declaraciones de un locuaz presidente que debían ser explicadas en el país en el cual “el que explica pierde” contribuyeron al descenso general.

La extensa crisis argentina es el resultado de la postergación de la resolución de los conflictos que están vigentes desde hace por lo menos una década, cuando se agotaron las condiciones que habilitaron la expansión económica del ciclo anterior. Las tensiones cambiarias con eje en el dólar y la inflación incontenible son síntomas de esta contradicción estructural. La historia zigzagueante de los últimos diez años es la historia de los intentos de ajustes entre las nuevas condiciones económicas y las estructuras políticas. Por eso entraron en crisis las salidas negociadas: la del último kirchnerismo, que inició el camino gradual hacia el ajuste (devaluación de 2014, vuelta a los “mercados internacionales”, arreglo con el CIADI y Repsol) que condujo a la derrota electoral; la del macrismo, que pasó del “gradualismo” al “reformismo permanente” y encontró un límite en la revuelta de la calle en diciembre de 2017 y luego en la desilusión de los mercados que lo castigaron desde arriba, para sucumbir también en las urnas. Y, finalmente, la de Alberto Fernández, que se desinfló en tiempo récord por ajustar, contener, avanzar, retroceder y todo lo contrario.

Paradójicamente, la ausencia de un momento explosivo como la hiperinflación de 1989 o el crack que condujo al 2001 disimula el carácter catastrófico de la coyuntura actual y bloquea el disciplinamiento que en muchas ocasiones imponen acontecimientos de esa magnitud, que habilitan la aceptación “consensual” de los famosos “programas de estabilización”.

A pesar de la rotunda crisis económica y la consecuente hecatombe social, el peronismo había cumplido una vez más su función de “partido del orden”, logrando evitar la combinación fatal: que todo esto desemboque en crisis política y explote en las calles. El legendario dirigente peronista devenido en empresario multirubro, José Luis Manzano, explicaba el fenómeno y manifestaba su optimismo en una entrevista para el libro El peronismo de Cristina: “Si no se hubiera construido una coalición de centroizquierda —afirmó Manzano sobre el Frente de Todos— que expresara las demandas de la gente, el corte hubiera sido horizontal. Se iba el sistema político para un lado y la gente para el otro. Acá la gente se vinculó al sistema político porque hubo una alternativa que decía ‘vamos a defender lo tuyo’, y la gente confió. Todo el mundo se está cortando horizontal. Acá hay brecha, pero una brecha vertical. Los de muy abajo miran a la cabeza del Estado y se sienten representados. Es un milagro de la ciencia política” (1).

A pesar de la rotunda crisis económica y la consecuente hecatombe social, el peronismo había cumplido una vez más su función de “partido del orden”, logrando evitar la combinación fatal: que todo esto desemboque en crisis política y explote en las calles.

En efecto, la polarización, conocida popularmente como la “grieta”, permitió eludir temporalmente la crisis de representación. Lo novedoso es el agotamiento de esa respuesta política a la explosión del 2001 que se terminó imponiendo como precario “sistema político”. La grieta no solo parece agotada; empieza a ser una caricatura de sí misma. Por eso los triunfadores, si se confirman los resultados de las PASO en las elecciones generales, tendrán entre sus manos una victoria incómoda, más parecida a un presente griego que a un regalo del cielo. Entre otras cosas porque se vota más para que pierda el gobierno que para que gane una derecha que, con las tempranas internas desatadas luego del triunfo de las primarias, está demostrando que se sale de la vaina con la intención de desayunarse la cena.

Moldeada por el peculiar sistema electoral argentino, la crisis política se despliega en cuotas, con una reducción progresiva de los centros y una tendencia incipiente hacia los extremos. La emergencia de una derecha con discurso duro y el avance de la izquierda radical representada por el Frente de Izquierda responden a la misma dinámica.

La pandemia y la cuarentena hicieron su aporte al quietismo general, pero la peste parece haber quedado en el pasado y el país sienta las condiciones para recuperar su carácter contencioso, en un contexto de estancamiento económico (con el látigo del Fondo Monetario), aguda crisis social y debilidad política. Un combo que puede dinamitar la fe laica de José Luis Manzano y demostrar que milagros no hay.

1. Genoud, Diego El peronismo de Cristina, Siglo XXI Editores Argentina, 2021

* Periodista (@RossoFer) .

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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