La historia por asalto
Entre los innumerables cambios que los últimos tres decenios y medio de historia generaron se cuenta el haber destruido todas las certezas en cuanto a la previsibilidad de los cauces por los que discurriría el futuro geopolítico de la humanidad. A mediados de la década de 1970, parecía perdurable la bipolaridad del mundo, con un capitalismo liderado por Estados Unidos y que admitía grados crecientes de protección social en Europa (la “sociedad del bienestar” surgida de la segunda posguerra), y un socialismo que tenía a la Unión Soviética como gran potencia y a la China de Mao Zedong, todavía muy atrasada, como una variante díscola e independiente del mismo campo ideológico.
Un cierto determinismo histórico dominaba en casi todas las corrientes de pensamiento, marxistas o no, que hacía inconcebible el retroceso hacia etapas anteriores de la organización socio-económica. Por supuesto, variaban las concepciones teleológicas: para los marxistas, era indudable que el socialismo representaba una fase superior del desarrollo de la humanidad, y el mundo se encaminaba inexorablemente hacia él; para los capitalistas, el mercado y la libre empresa terminarían arrasando al socialismo y otorgando a la sociedad grados de riqueza nunca vistos. Aunque diferían radicalmente, ambas estaban imbuidas de la idea de progreso.
A finales de la década de 1980 y principios de la siguiente, la implosión de la Unión Soviética –que tomó por sorpresa a la inmensa mayoría de los analistas políticos– cambió bruscamente el mapa del mundo. El capitalismo, bajo la triunfante doctrina neoliberal, reveló entonces su rostro más feroz: conquistas sociales que llevaron más de cien años conseguir son derribadas una a una, mientras el desatado poder financiero llevó al mundo a una crisis de excepcional gravedad, de la que nadie ve a ciencia cierta la salida.
El viento del Este
Muerto Mao en 1976 y acabados los caóticos diez años de la Gran Revolución Cultural Proletaria, Deng Xiaoping asciende al poder en China e impone una serie de reformas de una audacia imprevista y de resultados asombrosos. ¿Reimplantaron Deng y sus herederos políticos el capitalismo? ¿Crearon el “socialismo de mercado”? ¿Establecieron una reforma análoga a la que introdujo Lenin en la URSS en 1921, la llamada Nueva Política Económica (NEP), que puso en funcionamiento algunos mecanismos capitalistas (aunque a una escala infinitamente más pequeña)? Las posibles respuestas a estos interrogantes son bastante más complejas que las preguntas.
Lo peculiar de la vía de desarrollo adoptada por el Partido Comunista Chino hacia 1978 consistía en que era doblemente heterodoxa. Lo era, naturalmente, con respecto a la tradición marxista: la implementación de formas de libre mercado y normas liberales para atraer al capital extranjero configuraba una estructura capitalista en medio de un Estado definido como socialista, y encontraba difícil cobijo en el que se había denominado marxismo-leninismo-pensamiento Mao.
(En marzo de 2004, la Décima Asamblea Popular Nacional introduciría una reforma histórica en la Constitución de la nación, que incluía la protección de “la propiedad privada legítima”).
Pero también era heterodoxa en relación con la ideología neoliberal, puesto que todos los resortes decisorios permanecían férreamente en manos del Estado.
Lo cierto es que el capital extranjero afluyó en enormes cantidades y empresas de todo origen se radicaron en la que fue bautizada “la fábrica del mundo”. La inmensa oferta y los bajísimos costos de la mano de obra, la preparación y disciplina de los trabajadores, más la prohibición legal de las huelgas y de la organización de sindicatos hicieron paradójicamente de la China formalmente comunista un paraíso capitalista.
El Gran Salto Adelante
China era todavía en la década de 1970 un país subdesarrollado esencialmente agrícola. Su espectacular crecimiento económico ha sido uno de los acontecimientos relevantes de la historia contemporánea. Entre 1978, cuando se implantaron las reformas inspiradas por Deng Xiaoping, y 2006, la media de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) fue del 9,4 por ciento. Se trata de la tasa de crecimiento más elevada y sostenida del mundo.
El PIB chino pasó de 420.000 millones de dólares en 1980 a 5,6 billones de dólares en 2002, nada menos que 13 veces más en 22 años; en ese lapso el ingreso per cápita se multiplicó por siete, y el número de lo que las estadísticas consideran pobres absolutos disminuyó en 200 millones de personas. Según datos del CIA World Factbook, en 2011 China alcanzó un Producto Interno Bruto de 11,44 billones de dólares, el segundo más grande del mundo, sólo por detrás del de Estados Unidos, que ese mismo año llegó a 15,29 billones de dólares.
Mientras el comercio mundial se multiplicó por 20 entre 1970 y 2002, las transacciones internacionales chinas lo hicieron por 140. Esto convirtió al coloso de Asia en una de las locomotoras de la expansión económica global, lo cual hizo lógica su admisión como miembro de pleno derecho en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001. China es hoy el primer exportador del planeta; en 2011 sus ventas al exterior sumaron 1,900 billones de dólares, seguida por Estados Unidos, con 1,500 billones; Alemania, con 1,400 billones, y Japón, con 800.000 millones de dólares.
Los continuados superávits de su comercio exterior durante las tres últimas décadas (sólo en 2012, el excedente de la balanza comercial china fue de 231.100 millones de dólares), además de financiar su desarrollo, le permitieron a China poseer las mayores reservas de divisas del mundo, con 3,2 billones de dólares en 2011 (en 1978 contaba con apenas 167 millones de dólares). Es, además, el mayor tenedor extranjero de deuda de Estados Unidos, con 1,164 billones de dólares.
El progreso de China, su renovado orgullo nacional tras siglos de miseria, hambrunas, opresión y humillaciones extranjeras, su extraordinario avance social, pese al nacimiento de nuevas desigualdades, privilegios e injusticias resultan indudables. A analizar en profundidad los aspectos relevantes de este fenómeno, a estudiar sus contradicciones, a revelar las nacientes formas de protesta y las nuevas realidades de la sociedad china y a conjeturar acerca de sus posibles derivas está dedicado este primer número de Explorador de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
* Periodista. Ex editor de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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