INTRODUCCIÓN

La paz tan deseada

Por Carlos Alfieri*
Después de muchos intentos frustrados, Colombia está a las puertas de un acuerdo de paz definitivo con la guerrilla. Pero la paz sólo podrá consolidarse si se producen las reformas económicas y sociales que pongan fin a las profundas desigualdades e injusticias reinantes.

La historia de todas las naciones latinoamericanas es pródiga en acontecimientos de extraordinaria violencia, en guerras civiles, en situaciones y episodios de una injusticia extrema, en sangrientas represiones a sectores populares, en masacres sin fin. Pero la de Colombia ofrece tal vez la más depurada condensación de ese trágico devenir, porque muestra todos sus rostros de manera diáfana y desnuda, y en dimensiones de una magnitud que cuenta con pocos precedentes.

Ojalá tanto horror se limitara a la etapa que los colombianos bautizaron específicamente como “La Violencia”, que generalmente se sitúa entre 1948, cuando el líder liberal de izquierda Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado por orden del régimen conservador, lo que generó un levantamiento popular –el Bogotazo– cuya represión causó en tres días 3.000 muertos sólo en la capital, y 1957, final de la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla. Durante ese período –que algunos historiadores extienden hasta 1966–, los enfrentamientos entre liberales (que organizaron fuerzas guerrilleras) y conservadores asumieron ribetes de guerra civil y dejaron una estela de destrucción y crímenes cuyo saldo fueron alrededor de 300.000 muertos y más de dos millones de personas que debieron migrar para huir de las persecuciones. Pero en realidad, y sin caer en una hipérbole, casi toda la historia colombiana podría denominarse “La Violencia”, pues las más variadas manifestaciones de ella atravesaron constantemente la vida del país y tuvieron como destinatarias preferentes a las clases más humildes de la población. No se trata de un destino ontológicamente determinado, ni de un designio fatal cuyas razones escapan al raciocinio; por el contrario, la violencia hunde sus raíces en el dominio brutal de una minoría de personas, poseedora de la mayor parte de las tierras cultivables, de las riquezas, de los resortes del poder, de los mecanismos de producción simbólica, sobre una inmensa mayoría de desposeídos. La lucha por mantener intactos esos privilegios y por aniquilar hasta el más tímido intento de reformular ese estado de cosas explica el sistemático ejercicio de la violencia por parte del establishment y también, claro está, el de las respuestas que ha engendrado.

Los bloques sociales en conflicto, actores de cien años de crueles e interminables guerras civiles, generaron a mediados del siglo XIX sus expresiones políticas: el Partido Conservador, que representaba a terratenientes, esclavistas, grandes comerciantes, burócratas de alto rango del Estado, la Iglesia y la cúpula de las Fuerzas Armadas, y el Partido Liberal, que en cierto sentido encarnaba una prolongación de los ideales de Simón Bolívar heredados de la Revolución Francesa, cuyas filas se nutrieron de medianos y pequeños comerciantes, artesanos, campesinos, indígenas y esclavos. Los conservadores eran los abanderados del mantenimiento a toda costa del orden económico-social existente, es decir, de sus privilegios, mientras que los liberales abogaban por la introducción de reformas democráticas, la abolición de la esclavitud, la igualdad ante la ley, la eliminación de la pena de muerte y la atenuación de los castigos, la instauración de un régimen de libertades que comprendía, entre otras, las de imprenta y palabra, la religiosa, la de enseñanza y la de industria y comercio.

Por supuesto, esquemáticamente descripta ésta fue la matriz originaria de ambas fuerzas, pero esto no se tradujo en una rígida diferenciación social de sus componentes: era común, por ejemplo, que terratenientes y caudillos conservadores arrastraran de su lado a la guerra a amplios sectores populares subordinados. A lo largo del tiempo se fueron registrando intercambios ideológicos y de intereses económicos entre ambas fuerzas, que culminarían políticamente en la creación en 1958 del Frente Nacional, que estableció una coalición entre conservadores y liberales que implicaba el reparto del gobierno durante los siguientes 16 años.

El paisaje histórico de Colombia experimentó cambios significativos a partir de mediados del siglo XX. En primer lugar, se aceleró un proceso de urbanización mediante el cual la población, antes claramente rural, hoy vive en un 75% en las ciudades. Las antiguas guerrillas liberales dieron paso en la década de 1960 a formaciones de ideología marxista. Nace con pujanza una nueva industria, la del narcotráfico, que estructura poderosos carteles en los años 80 y alcanza un vigor económico asombroso, lo que le permite penetrar en diversos estamentos institucionales. Por su parte, el Plan Colombia deriva ingentes recursos financieros y militares de Estados Unidos al país sudamericano para combatir a las guerrillas y el tráfico de drogas; se organizan grupos paramilitares de extrema derecha para contribuir a la lucha contra los combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que siembran el terror en las poblaciones sospechadas de dar apoyo a los insurgentes; una vez desmovilizados, parte de ellos se convierten en los nuevos empresarios de la droga.

Pese a los importantes avances del Ejército sobre la guerrilla, ambos contendientes saben que es improbable el triunfo definitivo de alguno de ellos. Varios gobiernos intentaron negociar un tratado de paz con las fuerzas rebeldes, pero sin éxito. Ha sido el actual presidente, Juan Manuel Santos, tras prolongadas y arduas conversaciones iniciadas en 2012 con los representantes de las FARC, quien se ha acercado como nadie a la inminente firma de un acuerdo de paz definitivo, mientras anunciaba a finales de marzo de 2016 el comienzo de negociaciones con la otra guerrilla, menos numerosa, del ELN. Todo parece indicar que la paz, esta vez sí, está al alcance de la mano. Pero esa paz sólo será sustentable si se promueven las impostergables reformas que terminen con la escandalosa desigualdad que hace de Colombia uno de los países socialmente más injustos del mundo. Algunos datos: apenas 2.313 terratenientes (el 0,06% de los propietarios) son dueños del 53,5% de la tierra disponible, y esas propiedades fueron conseguidas en parte a través del despojo de millones de campesinos obligados por la fuerza a abandonar sus tierras. Sólo 9.200 personas (sobre 49 millones de habitantes) poseen el 65% de los depósitos de ahorro en el sistema bancario. Casi el 60% de los trabajadores está en la informalidad; tan solo un 35% cuenta con un plan jubilatorio. ¿No constituye acaso esta tremenda inequidad social un estado de guerra latente, sin cuya superación será imposible afirmar el progreso, la justicia y las conquistas democráticas que Colombia exige?  


Este artículo forma parte de Explorador Colombia

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Después de muchos intentos frustrados, Colombia está a las puertas de un acuerdo de paz definitivo con la guerrilla. Pero la paz sólo podrá consolidarse si se producen las reformas económicas y sociales que pongan fin a las profundas desigualdades e injusticias reinantes.

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* Periodista. Ex editor de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

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